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La suma de esos ojos, más el hermetismo en que me encuentro adentro del baño, me hacen pensar que estoy atrapada. El grito se escucha hasta la casa de Pía.

Ese ratón agónico exhibió lo que yo tenía escondido: mis cuerdas vocales asquerosamente vivas.

Soy una escoria. Debo serlo, si no, ¿por qué me miran así?, ¿por qué me tratan así?

Reconozco entre mis libros aquel regalo del Gringo, La campana de cristal de Silvia Plath. Lo que más me identificó con la protagonista -sin sospechar cuál sería mi futuro- fue el cómo del suicidio. Cómo matarse, desde un punto de vista físico y material, llena páginas y páginas de la novela. Nada de abstracciones. Le comenté entonces al Gringo que los hombres son más heroicos en el suicidio, no les importan la violencia ni la sangre. Nosotras, en cambio, en nuestra infinita estupidez -¿o sabiduría?- buscamos cómo morir entre almohadones. Sin dolor, sin conciencia, sin estridencias.

Si Sofía o Victoria temen alguna acción de mi parte, ahora que he truncado mi tratamiento, pueden estar tranquilas. La campana de cristaclass="underline" con sólo mostrarles el libro comprenderán qué quiero decir. Y no es por un problema de principios (ellas cuentan con que yo los tengo). Es que no me mataría básicamente por no saber cómo hacerlo. Es mucho más complicado de lo que la gente cree.

Cualquier violencia me repugna. Ojalá morir en blanco… La ilusión de una muerte blanca, como los ángeles.

* * *

¡Gané!

Alfonso ha conversado con el neurólogo. Nadie aprende nada cuando se le obliga a ello, menos un afásico, le ha dicho. Obligar al paciente contra su voluntad a la reeducación puede significar cerrar la puerta a la rehabilitación para siempre.

Todos me miran francamente desesperados; no saben qué hacer conmigo. Y les sobro, les sobro, les sobro…

Ha llegado una postal de Nueva York. La miro y mi corazón suspende el latido. La esperé tanto. Han debido obligar a Jorge Ignacio a escribirla. Con tal devoción seguí cada timbre del cartero. Y nada. Esperé -oportunista- que mi enfermedad lo ablandara. Al no verme, no puede sospechar cuan desvalida estoy. Si me encontrase, ni siquiera cobraría sentido el rencor. Quizás por eso mismo lo evita, son demasiadas emociones y todas muy contradictorias para su alma tan joven. En arrimarse a su padre no existe ambigüedad. Allí tiene certezas, como las tuve yo muchos años.

Sofía me lee: «Por la abuelita estoy al tanto de tu enfermedad. Espero te mejores pronto. Yo estoy ocupadísimo en los estudios, debo sacarme la mugre con el inglés para estar al nivel de los otros. En las primeras vacaciones que tenga -no sé cuándo, por los cursos extra que debo tomar- iré a verte. Cariños, Jorge Ignacio».

Me quedo pensativa. Cariños, Jorge Ignacio. Eso es lo más que puede decirle este hijo al pedazo de madre que le queda.

Miro a Sofía y niego con la cabeza.

– ¿No quieres que venga?

A mi modo, digo que no.

– ¿No quieres verlo hasta que realmente te haya perdonado?

Me levanto y beso a Sofía. ¿Qué haría sin ella, la traductora de toda esta ignominia?

– Tienes razón. Esta postal no es precisamente el anhelo de la reconciliación. Se lo diré a tu madre. «Espero te mejores pronto». ¿Sabrá lo que dice este hijo mío? ¿Sabrá cuan vacía es su formalidad? «Espero te mejores pronto». ¿Alguien le miente? ¿Sabrá que el único cambio posible es a otro peor? ¿Le han dicho que puede venirme otro ataque? Sé que Alfonso les escribió y él no dice mentiras.

Ahora que soy una desertora, o que estoy al borde de serlo, me pregunto por la mutabilidad de las identidades. ¿Cuántas se tienen en la vida? ¿Quién me enseñó que para las mujeres de mi especie había solo una? ¿Cuánto se habrán roto las otras, las que comprendieron que eso no era cierto, que el crecimiento podía arrasar con las identidades y hacerte caer mil veces en el polvo, desafiando toda esta rigidez que nos crió? ¿Debo culparme? Me acomodé fácilmente a un triunfo mediocre, no me atreví a mirar muy lejos. Devaluada yo, mi género devaluado. (Juan Luis era un hombre, yo era una mujer, nada más. Victoria y Sofía hablaban del género. Tanto hablaron de él que lo comprendí.) Anestesiado en su recorrido de silencio, en las preguntas que no se hicieron, en los moldes que se siguieron, en la violencia cotidiana de la no valoración, desolado mi género.

Sofía se ha ido y pienso en mi madre. Ni su olor me resulta ya importante. Y comprendo -de súbito- por qué. Es que la he perdonado. Porque si hoy se vuelca una balsa y las manos de mis dos hijos se tienden hacia mí, yo no dudaré: tomaré la de Trinidad.

* * *

A las tinieblas se llevaron mis palabras y a veces las busco, tendiendo mis oídos al silencio. El silencio escucha burlándose. Él y yo ya lo sabemos: las palabras no volverán.

Todas las palabras del mundo, en todas las lenguas, formulaciones y acepciones ya fueron dichas. Se han conformado en miles, millares de bocas y cerebros, todas ellas.

No me han dejado ninguna.

Las tinieblas me recortan del espacio de los otros y a su vez me resguardan. Me expulsan con ferocidad y sin embargo me dan fuerza. Una fuerza que desconozco y que no comprendo.

Siempre el abismo.

Me atollo en mis horribles ruidos y callo.

* * *

Sofía me urge.

– Y Dios, Blanca, ¿te da consuelo?

Mi cabeza responde no.

– Yo nunca he sido creyente, tú lo sabes. Me consuelan los ritos de la religión, no la religión en sí.

Sonrío suavemente, como para mí misma. Ella camina frente al ventanal de mi dormitorio, rubia la luz.

– Me gusta la figura de Jesucristo. Además de todo su valor, fue tan digno con las mujeres.

La miro sorprendida.

– Después de todo, Blanca, te envidio la fe. Da respuesta a cosas que no la tienen. Si estuviera en tu situación, me aferraría a eso para buscarle algún sentido…

Quisiera explicarle a Sofía que no tengo profundidad para abarcar lo espiritual. La observo sin expresión, la miro en su colorido castaño que me calma. Quisiera poder decírselo: mi cerebro, esta máquina descompuesta, ataja la trascendencia. Estanca cualquier interioridad que no sea la observación y la memoria.

Mi abuela me habló muchas veces de Dios. No manoseaba su llamado, como lo hacía mi madre. Para mi abuela la mística era un acto poético. Un día me dijo: poesía de Dios, cuando el oficio del poeta ya no es más que amar.

Para ella el sentido de la mística era la vivencia del contacto, las profundas ganas que la llenaba de energía y fantasía, alentándola a salirse de sí misma.

¿Cómo contarle a Sofía que es exactamente a eso a lo que no accedo? ¿Cómo contarle que si la mística fue eso para mi abuela, a mí me está vedada?

Los Silogismos de la Amargura: «¿Por qué el «Ser» o cualquier otra palabra con mayúscula? DIOS sonaba mejor. Teníamos que haberla conservado. Pues, ¿no deberían ser las razones de eufonía las únicas que regularan el juego de las verdades?».

Aunque hoy pareciera accesorio, el flujo de sangre menstrual es un alivio. Lo siento venir cada vez con la ilusión de que lo limpia todo, que arrasa con la inmundicia, que le da una salida a pesar de la inutilidad de su cauce, que esta sangre ha robado otra sangre a mis venas y me blanqueará en su rojo y me purificará. Todo lo que este cuerpo retiene parte en ese chorro y me deleita, me deja liviana. Como si la sangre de entre mis piernas se convirtiese en espuma y al deshacerse en mis muslos, los lavara. Una vez al mes tengo la esperanza de desintegrarme y de que la sangre por fin me lleve a mí.