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Lleno una caja grande con diversos cosméticos, sofisticadas cremas, perfumes… fuera. Por fin, todo fuera.

Quisiera la absoluta desnudez.

Lo que exige talla exacta va para Pía. Lo más casual y ancho para Sofía -lo más hippie, dice Honoria, un poco pasado de moda su concepto. Lo más sexy para Victoria.

Tomo el abrigo de tigre. ¿Cuántas veces me lo puse? ¿Tres? Como se reirían los patos de mí: la mujer tigre entre los árboles del cerro. Victoria se sentirá la Sonia Braga dentro de él y se verá maravillosa. Luego el de zorro, no muy ecológico, pero largo y precioso, en diagonal sus mangas, enorme. Cuando Trinidad me vio en él la primera vez, se asustó. La segunda se me tiró encima, abrazando y abrazando el abrigo. Desde entonces, haciéndole cariño, se sumergía en él cada vez creyendo que era un león. Será para Sofía, siempre ha comentado lo lindo que es. Encuentro la blusa malva, esa de seda italiana. La toco y me arremete su sensualidad. Cuando lo conocí. Cuando el Gringo hizo una lazada y giró la cuerda sobre mi cabeza a lo mero cowboy.

Elijo un abrigo azul marino, sobrio y fino, lo guardo para la señora Yolanda. Voy al closet de Jorge Ignacio, saco para Bernardo lo que dejó. En un par de años todo le quedará bien. Me gusta que él tenga las cosas de mi hijo. Me cuesta abrir el closet de Jorge Ignacio, es una purgación lo que hago.

Se me llenan los ojos de lágrimas pero cierro inmediatamente el corazón.

Pienso que es fascinante ejecutar el testamento en vida. Uno se puede vengar gozándolo. Eso no les pasa a los muertos.

Está todo listo.

Una vez más Sofía ha tomado mi defensa. Frente a la familia en pleno, al tratarse el tema de Trinidad, ha dicho: ¡Quizás qué producto original se engendrará! Al menos se librará de varias… ¿Quién dijo que es la convención la que crea niños felices? Yo apuesto al amor de Blanca por ella y a la pureza del campo.

Efectivamente está todo listo. «Todo» significa: algunas cosas de mi cocina que Honoria y yo preferimos, mi ropa mínima, los juguetes de Trinidad. También el collar de perlas que me regaló mamá, quiero llevarme algo de ella. Una fotografía de mi hijo y la del Gringo. Los remedios, Sofía ya me prometió reemplazarlos cuando se terminen. Mi música, todo Schubert, todo Brahms, Mahler, Mozart. Y el Réquiem. Sea yo llamada con los benditos. Un par de libros que me dejó el Gringo, los quiero sólo para tocarlos, quizás Trinidad podrá leérmelos algún día. Qué poco necesito. ¿Por qué viví tan llena de cosas tanto tiempo? Ni mi cuerpo ni mi alma necesitan nada que no haya en el pequeño almacén del pueblo. Cuidaré con mis manos la huerta, haré de nuevo los almacigos de ciboulette, recogeré las callampas después de la lluvia y enseñaré a Trini cuáles se pueden comer. Le enseñaré también a oír la música, como mi abuela me enseñó los libros.

Sofía se consigue la camioneta grande y nos traslada.

Cierro la puerta de mi casa sin ninguna emoción. Los demás probablemente creen que es transitorio. Yo sé que no volveré.

Pienso en Juan Luis. Siempre creí que juntos nos iríamos haciendo viejos y juntos empezaríamos a temer. Hoy día sólo me pregunto cuánto ganamos y cuánto perdimos cada uno, pero aún no sé cuál fue nuestra auténtica pelea. Me lo pregunto y las respuestas son difusas.

Cierro el portón de San Damián.

* * *

El dibujo de Bernardo, el que me regalara para mi cumpleaños, se convirtió en una profecía. Una mujer delgada y rubia, sola entre los cerros, sola entre los cerros.

Sin misericordia cae la lluvia en estos campos, una lluvia perenne. No supe que hacía un viaje a la verdadera humedad. Olor a tierra limpia, a tierra buena como el cuerpo del Gringo son estos campos. Pero claro, su cuerpo tendería un manto de serenidad que no encuentran mis ojos, resumideros, basureros del mundo. Es que me han recibido los naranjos y limoneros con un desolador y triste aspecto, como si me trajesen la incertidumbre más que la seguridad, la impotencia más que la fuerza, la derrota más que la victoria.

Quizás debí ser más modesta. Debí haber tratado. Cuánta arrogancia subyace bajo este inconmensurable silencio.

Quizás aún no es tarde. No, ya lo sé. Es tarde. Yo tracé esta línea. Mal o bien, de mediar más humildad, estaría hoy comunicándome con el mundo, tratando de ser parte de él, aunque fuese una parte relegada y herida.

Dios, ¿quién le enseñará a Trinidad las próximas palabras?

Estoy asustada. No se qué esperar.

* * *

Tomo una palabra, la que pronuncié poco cuando aún formaba palabras, la tomo y no se deja soltar, insiste, vuelve, no me deja ni a sol ni a sombra, quiere estrangularme esta palabra. Su nombre es ausencia.

Yo vivo en mi propia ausencia, ausencia sólo mía, nadie tiene cabida en ella. No la lloro como Blanca ni como mujer ni como hembra. Simplemente la lloro.

Ya no estoy en el mundo, vivo en un espacio invisible, vivir sin lenguaje es no vivir.

Dan vueltas en mi mente las últimas ideas. Precarias, fragmentadas, coaguladas. Quisiera asirme de ellas, son las últimas. Lo sé. No puedo ni plasmarlas. Y si pudiera, ¿para qué?

Fuera del alcance del otro, de todo otro, de los otros, intento mirarme y me escurro de mí misma. Claro, comprendo que ya no estoy, que me voy yendo lentamente, no sé hacia dónde ni hacia qué. He ido a reunirme con algo lejano, nadie me sigue. Así como la ausencia me define a mí, la distancia define todo mi acontecer.

Pájaro convaleciente, pájaro final.

Me ha dado por ayunar. La falta de alimento me aliviana. Es tal el hambre que deja de serlo y entonces me siento levitar y olvido. El hambre excesiva como una droga, estoy en una altura donde nadie me alcanza, la debilidad de mi cuerpo alivia la de mi mente. Morirse de hambre, como si ya tuviese el recuerdo de lo que aún no sucede.

Miro pasar un cortejo por el camino. Avanza de lejos por el camino, surge el polvo a pesar de la lluvia acumulada, pobre y polvoriento el cortejo y me pregunto por el mío. Aquella vez que vi a Sofía en el lanzamiento de su libro hablando desde el estrado, intuí que la única vez que yo estaría en un sitio de honor sería en mi propio funeral. Un lugar central. (Podría haberlo sido el día que me casé, pero entre Juan Luis y mamá me lo robaron.) Recuerdo cuando vi morir a mi abuela. Era ya muy anciana. Miraba su ataúd y pensaba que no quería que la muerte se marchase tan pronto. (Cuántos deseos tenía ella aún. Su problema era encontrar la fuerza para emprenderlos, y ya no tenía esa fuerza. Agradezco que ella no me vea. Peor que una anciana yo, ni siquiera me quedaron los deseos.) Me consoló el entierro de mi abuela, me dio permiso para cerrar una etapa, para tener visiblemente pena. Al menos que nos dejen eso los muertos. Lo que no le dejaron a Victoria. Miro cómo avanza por el camino este funeral de campo, con angelitos y lloronas y por primera vez comprendo esa parte de Victoria, me duelo por alguien que no sea yo. Me duelo por Victoria. ¡Si hubiese habido evidencia de muerte, Blanca! ¡Si hubiese habido ritos funerarios! Estos ritos habrían mitigado la separación. Papá podría haber ocupado social y públicamente el lugar central, equivalente al que ocupaba en mi corazón. Quisiera haberme enlutado, pero ni a ello tuve derecho. Ni siquiera a decirme a mí misma que efectivamente estaba muerto, hasta eso me producía culpa. Era como matarlo con mi propia mano.