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El lugar central.

Vuelvo a mi propio entierro. E imagino a la rubia Trinidad sola con el ataúd, todo el peso de la caja -cajas también las cunas- sobre sus espaldas. La mirarán, la observarán.

O, it's only Dedalus, whose mother is beastly dead.

* * *

Como si desde el campesino funeral mi mente la hubiese llamado, veo venir a Victoria a pie por el caminó entre los árboles y el barro. Me sorprendo. Para llegar ha debido tomar esa micro vieja que atraviesa los cerros con lentitud.

Su cara es solemne. Quiere hablarme. Ella misma le pide a Honoria que se lleve a Trinidad de paseo. Nos sentamos al lado del fuego.

Entonces, Blanca…, prometí algún día contártelo, ¿recuerdas? He venido a eso. He tomado una micro para llegar a tu campo y verte a solas. Te traje esto. ¿Ves bien este paquete? Ya te explicaré cómo se usa. Recuerdo una vez que le pusiste una inyección a Bernardo, cuando tenía una feroz amigdalitis. Si, te acuerdas, ¿cierto? Y reparé en esas manos maestras. Por eso he elegido este sistema.

No entiendes mucho, ¿verdad? Pues, a mí me hicieron alguna vez una promesa. Y hoy siento que debo cumplirla contigo.

Te contaré. Fue cuando estuve en prisión.

Varias veces me tiraron vendada a un calabozo, una pieza asquerosa, sin luz, húmeda y pequeñísima, según comprobé la primera vez que pude verla. Era el calabozo de un hombre que habían detenido antes que a mí. Allí lo conocí. ¿Por qué lo hacían los agentes? No lo sé.

Esto nunca se lo he contado a nadie, Blanca. La primera vez que me tiraron a ese sucucho, yo era un desecho humano. Habían estado interrogándome sobre mis pasos en la búsqueda de mi padre -fue por eso que me tomaron- y querían la información de las redes del partido y de los que ayudaban en estas búsquedas. Yo hablé, como hablaron casi todos. Luego de hablar, para hacer más sólida la culpa y el odio hacia mí misma, me violaron. No sé cuántas veces ni cuántos hombres… me hicieron mucho daño. Terminada la sesión, me tiraron desnuda a una celda.

Me di cuenta de una presencia viva por su respiración. Yo estaba vendada. Al comienzo ninguno habló. Después sentí que se me acercaba por el suelo, como reptando. Parece que me miró.

– ¡Dios mío! ¿Qué te han hecho? -fueron sus palabras casi sin voz.

Yo no podía ni responder, tirada en el suelo mojado entre la sangre, el semen y la mierda. Él se tiró a mi lado.

– Estoy amarrado -me dijo-. Tengo las manos y los pies atados, no puedo sacarte la venda.

No respondí, casi inconsciente. Me esperanzaba sentir una voz amiga como si me tendiera un nexo con la vida, pero tampoco estaba segura que fuese amiga esa voz. Podía ser otro torturador que me ablandaba, por tanto no traté de comunicarme con él y seguí en mi media inconciencia. Mi única certeza de estar viva eran mis enormes ganas de estar muerta. De repente sentí que algo limpiaba mi cara, algo húmedo rozaba mis heridas en los pómulos, en la mandíbula, en la boca. Era un bálsamo que me curaba. Era su lengua.

Lo único de que disponía, atado entero, para darme alivio.

Bajo mi venda, creí que Dios había vuelto a esta tierra abandonada cuando hizo lo mismo con mi sexo, sucio y herido.

Su caridad para entregarse a mi degradación, para intentar sacarme de ella, restauró no sólo mi cuerpo sino mi valor y mi energía. Pensé, si hay un ser humano como éste en el mundo, es que vale la pena vivir en él. Nada, Blanca, nada bueno de todo lo ocurrido en mi vida lo he agradecido como eso.

La segunda vez que me tiraron a su celda, él no estaba atado y pudo sacarme la venda. Entonces vi por primera vez a este hombre que había estado más cerca de mí que nadie en toda mi existencia. Lo miré, abismada ante su belleza, y me largué a llorar. Él me abrazó, ahuecó mi cabeza en su pecho y nos dormimos, sin decirnos una sola palabra.

No me volvieron a torturar, pero eso yo no tenía cómo saberlo. Y un día que estábamos en la celda le pedí que si se volvía a repetir, me ayudara a morir. Le dije que era a la única persona a quién le creería si accedía a pactar esta promesa.

Accedió.

Y la última vez que nos juntaron en ese calabozo, aterrada del presente y del futuro, le pregunté si podía extender su promesa a la vida de afuera, si sobrevivíamos y nos encontráramos. Es difícil entenderlo ahora, Blanca, pero en esas circunstancias era vital para mí, el poder acudir a alguien en este mundo con tanto amor y coraje como para hacer lo que uno es incapaz, porque no tiene ni posibilidades ni valor.

Él lo entendió. Y la promesa fue hecha.

Este hombre era el Gringo.

El día aquel que el Gringo y tú se conocieron, lo supe al instante. Cuando la nieta de la Rosa comentó que ustedes eran los príncipes de sus cuentos, vi un aura que los envolvía sólo a ustedes, a nadie más, y que una estética determinada los reuniría algún día. Quedé fuera, una exclusión brusca por la sola mirada que el Gringo te dirigió.

Yo sentía, Blanca, que una parte del Gringo era mía, pero no me enojé que me la quitaras. Eras tú, después de todo. Nada que emanara de ti podía no ser benéfico para él. Me hice a un lado, advirtiendo que esta vez yo había perdido.

Ese día que nos encontraste abrazados en la sala de estar, ¿te acuerdas? Vi tus ojos, ¡cómo no entender lo que te pasaba! Estaba segura, Blanca, que una palabra mía y te alejarías inmediatamente de él. Estábamos aún a tiempo. Tu impecable decoro y tus intenciones, perennemente buenas, no tocarían nunca algo de lo que yo me hubiese apropiado, no harían jamás un movimiento para herirme. Esa fue mi oportunidad, haberte dejado ir en el silencio. El Gringo tenía los ojos cerrados y no se habría enterado que nos viste abrazados en ese sillón y que interpretabas erróneamente la situación. Sencillamente no se habría encontrado más adelante con tu disponibilidad y basta. Nada habría sucedido. Pero me armé de coraje y te dije, no, Blanca, no es lo que tú crees. Fue grande la tentación de dejártelo creer. Sin embargo, sellé mi propia expulsión.

No, no me pongas esa cara, no mires así. Igual no habría podido partir con él, no con este duelo suspendido, congelado, no mientras no encuentre el cuerpo de mi padre. Esos huesos, estén donde estén, me anclarán. No, no estaría en Australia si no fuese por ti.

Sentí que correspondía retirarse y dejarte vivir. Yo conocía al Gringo, sabía bien que -dolores más o menos- algo se transformaría en ti por su sólo contacto. Después de todo, Blanca, ¿no es ése el sentido del amor: la transformación? Míranos a Sofía, a ti y a mí. Lo bello de nuestra amistad es cuánto hemos transformado una en la otra, por la pura fuerza del cariño. Ninguna de las tres somos las mismas, por el sólo hecho de habernos querido.

Te contaba que entonces, el día que tuve la tentación de quitarte al Gringo, estaba reanudando con él esta antigua promesa. La que hicimos en prisión.

Me soltaron antes que a él. Yo hice lo imposible por su libertad, estuve atenta a él cada día. Pero cuando al fin lo liberaron, decidió partir, rompiéndome con ello el alma. Imaginarás entonces lo que significó para mí verlo aparecer, después de tanto tiempo. Creí que venía a buscarme. A mí. Tuve la loca fantasía de que él había cerrado los ojos de noche pensando en mí tantas veces como lo hice yo. Pero no, era afecto puro, no otra cosa. Quizás hubiese podido transformarse si tú no hubieses llegado. ¿Comprendes, Blanca, mi pena, cuando entendí que me era inaccesible? Solo tú pudiste llegar a él. Al Gringo no se llega de esa manera, Blanca, créeme que lo sé y no sólo por mí. Creí que después de todo lo vivido estando detenidos, mi vida se salvaría a su lado, que se salvaría para siempre. Tú sabes que es harto más fácil asignarle a otro la propia salvación. Yo me salvaría sólo en esa confianza y en esa proximidad. Lo busqué, lo esperé. Y cuando por fin llegó, llegó a ti, no a mí. Ese hombre era pura humanidad, Blanca, antes que lo destruyeran. Y me enseñó una gran lección de amor, del amor en grande.