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¿Quien, entonces, sino Sofía tendría jamás la posibilidad de presentarme a alguien como Victoria?

* * *

Esa tarde toqué el timbre a las cinco en punto, como le prometiera a Sofía. Unos grandes ojos oscuros me succionaron en el umbral de la puerta.

– ¿Tú eres Blanca?

Me hizo gracia ese tú, como si no mediaran casi treinta años entre él y yo. Mis hijos trataban de usted a los mayores y les decían tío o tía, los conociesen o no, nunca los nombres de pila.

Era una casa de madera, chica y pareada, en un pasaje con muchas iguales al final de la Avenida Grecia. Desde la puerta ingresé directamente a un especie de living-comedor. Al fondo se divisaba la cocina con su puerta abierta. Había un cierto olor a comida en el aire. Mis pies echaron de menos una alfombra en el contacto con el helado piso de flexit. Me arrimé automáticamente a la estufa de parafina.

– ¿Quién más está en la casa?

– Nadie.

– ¿Cómo? ¿Estás sólo?

– Sí -respondió el niño con naturalidad.

– ¿Y tu mamá?

– Está trabajando, vuelve como a las siete.

– ¿Y quién te cuida?

– Ella.

No pregunté más. Nos instalamos en la mesa del comedor. Bernardo acarreó su bolsón, sacando libros y cuadernos. Conmovedor fue su silencio mientras yo revisaba su trabajo, tratando de hacer una especie de diagnóstico.

– ¿Por qué tienes un chupete en el bolso?

Me sorprendí. Había dejado la cartera abierta, como siempre, al sacar mi lapicera y asomaba un ridículo dulce rosado.

– Es para mi hija.

– ¿Cómo se llama?

– Trinidad.

– Qué raro el nombre. No tengo ninguna compañera en la escuela que se llame así.

Seguí mirando los cuadernos. Él volvió a interrumpirme.

– ¿Dónde haces clases?

– En ninguna parte. El sorprendido fue él.

– ¿No eres profesora?

– Sí, pero no hago clases.

– Entonces, ¿no trabajas?

Titubié. ¿Cuál era la respuesta correcta? Me había agrupado con algunas amigas en torno a mi parroquia y trabajábamos en las poblaciones, armando talleres para enseñarle a sus mujeres a ganarse la vida. Mis estudios de pedagogía me resultaban un apoyo y me gustaban los talleres, pareciéndome irrelevante ganar o no un sueldo por ello.

– En realidad, no trabajo como otras mujeres lo hacen. Quiero decir que no tengo horarios ni obligaciones diarias. Pero sí hago muchas cosas.

– Pero tienes tiempo libre si estás aquí a esta hora.

(Sofía, la única mujer de la familia que trabajaba en serio, vivía con mucha culpa el abandono que hacía de su casa. Al final, yo estaba fuera de ella tanto como Sofía de la suya, pero el que mi quehacer no fuese remunerado le quitaba ese ingrediente a mi ausencia. Era el sólo hecho de no ser pagada lo que me evitaba la culpa.)

Logré hacerme una idea de la situación del niño, doliéndome el abismo percibido entre él y los que me rodeaban.

– Partiremos con tu escritura… -no dije en voz alta que parecía la de un niño de seis-. ¿Qué materia te resulta más difícil?

– Todas.

– ¿No estudias?

– No, me carga. Prefiero jugar a la pelota con los cabros del pasaje.

– De acuerdo -reí-, a todos les pasa lo mismo. ¿Cómo te fue el año pasado?

– Pasé de curso. Dice el profe que este año no paso si sigo así.

– ¿Y por qué el año pasado sí y éste no? Miró distraído a su alrededor.

– No sé -había divisado un autito cerca de la cocina y se paró a recogerlo, instalándose en el suelo a jugar con él. Al cabo de un rato lo llamé.

– Te propongo que durante un mes nos juntemos tres veces por semana y estudiemos. Te enseñare a estudiar para que no sea tan aburrido. Los días que yo no venga tú harás lo que te deje indicado. Veremos cómo nos va. Más adelante podremos tener sólo una clase por semana, hasta que suban tus notas. Y no repetirás el año, ¿de acuerdo?

– Sí.

– Es bonito tu nombre, Bernardo -le sonreí al ver sus ojos tan serios.

– Me pusieron así por mi abuelo.

– ¿Está vivo?

– No sé.

– ¿Cómo? -lo miré extrañada, ésa no era respuesta.

– Desapareció.

– ¿Hace cuánto tiempo?

– Hace como quince años, dice mi mamá.

– ¿Y se fue, así… de un día para otro?

– No sé.

– Pero en todos estos años, ¿cómo no han logrado saber si vive o no? -mi voz era de incredulidad y de cierta exasperación.

– Mi mamá dice que ahora lo van a saber, con la comisión.

No entendí de qué hablaba y mi cara lo habrá demostrado, pues parecieron darse vuelta los papeles, dirigiéndose a mí como si el adulto fuese él.

– A mi abuelo lo tomaron preso…

– ¡Ah! Perdón… -entonces comprendí y un cierto escalofrío me recorrió. Puchas, pensé, por qué no me lo advirtió Sofía…

Bernardo me miraba con un dejo de desafío y algo parecido a la ternura se me deslizó por el cuerpo.

– Tú no lo conociste, entonces…

– No, sólo he visto su foto. Mi mamá y la abuelita la tienen en grande y van al centro con ella.

Cuando el temor empezó a instalarse en mí, pensando, Dios mío, dónde me he metido, recordé que había llegado la democracia y decidí ignorar el tema.

– Ven, te lo mostraré -el niño me tomó de la mano-. A mi abuelo.

Me llevó a la habitación de su madre. Los dormitorios de la gente son un código básico para mí, descifrar a las personas mirando sus dormitorios era una misma cosa, pero nada alcancé a observar. Bernardo me mostraba un impreso, una especie de afiche, con la cara de un hombre. Era un adulto joven. La oscuridad de su piel, los bigotes y el pelo que nacía temprano en la frente me envolvieron antes que su mirada suave. Pero fue la frase escrita al pie de la foto, con un lápiz a pasta azul y una letra ancha y redonda, la que giró y giró más tarde sobre mí: «Y en cada lirio que tus ojos miren y en cada trino, cantaré tu nombre».

Borré de mi cabeza los versos de Oscar Castro y omití -por alguna razón no consciente- ese dato cuando en la noche le contaba a Juan Luis.

– ¡Tú estás loca, Blanca! ¿Cómo tomas esos compromisos? Además, tienes que cruzar la ciudad entera para eso.

– Ay, Juan Luis, en esta ciudad importa el tráfico, no las distancias…

Comíamos en el comedor de nuestra casa, la misma casa dónele hoy busco la luz de la mañana para mis recuerdos.

– No me gustan esos barrios, pueden ser peligrosos. ¿Sabes que a pocas cuadras comienza Lo Hermida?

– No conozco Lo Hermida.

– ¡Cómo la vas a conocer! Es un lugar espantoso, lleno de delincuentes.

– Pero este chiquillo no vive en Lo Hermida… -mi reclamo sonó débil.

– Y gratis, más encima -comenta Juan Luis mientras desmenuza su lenguado a la plancha (todo a la plancha, todo magro, ni una gota de grasa en esta casa).

– Nunca te ha importado que sea gratis mi trabajo en la parroquia.

– Es muy distinto, eso está a diez minutos de tu casa, estás con tus amigas, hacen una obra de verdadera caridad, y más encima es un trabajo conocido. Por lo menos se lucen. Piensa sólo en la bencina que gastarás este mes…

– El niño va mal. Me dio pena ver sus cuadernos…

– Ese no es tu problema, Blanca.

– Se lo prometí a Sofía -y agregué cariñosa, rozándole la mano-. Trata de convencerme que los problemas ajenos no son míos… toda mi existencia habría sido otra.

– Bueno, allá tú. Pero trata de no dejar muy solos a tus hijos -me recomendó.