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– Gracias a Dios ellos no tienen problemas. ¿Viste, a propósito, las notas de Jorge Ignacio?

Así cambié el tema y él se dejó seducir por los éxitos de su primogénito. Era, sin lugar a dudas, una de sus ideas fijas.

Al siguiente domingo, en el almuerzo familiar, me introduje en medio de una conversación a la hora del aperitivo.

– Es peligroso lo que hacen -le decía Felipe, mi hermano mayor, a Sofía-. Creo que lo que nos conviene a todos, gobierno y oposición, es no escarbar más en el asunto.

– No se puede dar vuelta la hoja así no más… Debemos saber la verdad y dejarla establecida como tal.

– No tenemos futuro posible como país si cerramos los ojos al pasado -opinó Alfonso, apoyando la postura de Sofía-. Debemos destaparlo, y ojalá ordenarlo después.

– ¿De qué hablan? -pregunté semi distraída, mientras se me helaba la mano con el vaso de Campari.

– De la Comisión.

– ¿Cuál Comisión?

– La de Verdad y Reconciliación.

Debo reconocer que yo leía los diarios más para tener tema en mi vida social que para estar verdaderamente enterada. Esto no lo digo con culpa. Era así. Me acuerdo que me retiraba del grupo a ayudar a mamá con los canapés cuando escuché la palabra «detenidos desaparecidos». Volví atrás. Tomé el brazo de Felipe -el parlamentario de la familia- y le pregunté.

– ¿Existen de verdad los detenidos desaparecidos?

– Está por verse…

– Es todo un invento de la izquierda -terció mi otro hermano, Arturo-. Acuérdense de los maridos que se arrancaban de las casas porque no querían más con sus mujeres, y los encontraban después en Argentina… Ellos figuraban en las listas de desaparecidos.

– Sí, existen -dijo Sofía, en un tono que no dio lugar a réplica.

– Ahora lo veremos. Ojalá que la Comisión sea objetiva y nos diga la firme -acotó Felipe.

– No tendría por qué no serlo, dadas las personas que la componen -dijo Alfonso.

Sofía me miró. Y yo me arranqué de esa mirada.

Esa noche, ya con la luz apagada, le tomé una mano a Juan Luis y le pregunté bajito.

– ¿Existen los detenidos desaparecidos?

– No sé, Blanca. He tratado de pensar todos estos años que no existían. Pero ya viste lo de Pisagua, esos cadáveres que encontraron… Lo vimos con nuestros propios ojos en la televisión. No sé qué pensar… no quisiera que todo eso fuera cierto…

– Pero no seas vago, Juan Luis. Tú siempre me das certezas.

– Cuando las tengo, Blanca, cuando las tengo.

Y me dormí.

Las clases con Bernardo avanzaron. Iba y venía de Avenida Grecia con familiaridad. El niño y yo siempre solos. Sin teléfono, nadie interrumpía, nadie llegaba. Conversábamos un rato cuando a mitad de la sesión le daba un pequeño recreo y le entregaba invariablemente un chocolate. Eran esos los momentos en que adquiría algo de información, siempre curiosa yo por la madre de este mocoso, de cómo sería, de por qué Sofía la privilegiaba en su corazón.

Y ese día fue diferente.

– ¿Por qué estás tan cansado hoy día?

– Porque me acosté tarde ayer.

– Los niños deben dormirse temprano cuando van al colegio -yo repetía automáticamente las letanías de mi madre, de su madre y de la madre de ésta.

– Es que me fui donde la abuelita. Mi mamá llegó tarde y dormí allá. Lo paso súper donde la abuela. La casa está siempre llena de gente y hay cosas ricas para comer. Además, ella tiene tele.

Y ese día por primera vez se abrió la puerta en medio de una sesión. Un «buenas tardes» de voz ronca me hizo girar de la silla.

Fue mi primer sentir: qué gracia la de esta mujer. El brillo de ese pelo, tan largo, tan crespo, tan negro, me dejó con la boca abierta.

– Hola, Blanca -avanzó hacia nosotros-. Este es un pésimo día para conocerte. Tantos agradecimientos pendientes, pero vengo destruida -sin más se tiró en el sillón soltando la cartera que cayó al suelo, abriendo las piernas sin sacarse el abrigo ni la bufanda. Me desconcerté y mi ser educado se levantó de inmediato y se acercó a ella. Le besé la mejilla con un leve «es un gusto, Victoria».

Bernardo corrió a abrazar a su mamá.

– ¿Qué te pasó, mami? ¿ Por qué llegas a esta hora?

– Me echaron,

– ¿Del trabajo?

– Sí. Me despidieron, si lo quieres más elegante.

– Sácate el abrigo y te haré un té -le ofreció solícito el hijo, y yo pensé, no exenta de envidia, que Jorge Ignacio nunca me ha ofrecido ni un vaso de agua, mientras yo le ofrezco a él esta tierra y la otra.

Victoria se levantó y al desenfundarse de toda esa lana, me encontré -cosa que no solía sucederme- sin repertorio. Preguntar algo podría parecer intruso. No hacerlo, indiferente. La observé. Con su vestido a la vista, el largo más arriba de las rodillas, lana verde clara muy ceñida al cuerpo y un pequeño lazo de cuero acentuando la cintura como único accesorio, me pareció tan sexy, especialmente su busto sobresaliente. Automáticamente mis manos se dirigieron a mi propia planura, como si escondiéndola estuviese a salvo de cualquier comparación.

– Ven, Blanca, siéntate a mi lado. No te diré frases educadas como «estás en tu casa» o algo por el estilo. Ya la casa parece más tuya que mía -se rió y fueron muchos los dientes que aparecieron-. Me gustó esa risa, me gustaría siempre en adelante esa risa. Me tomó una mano con calidez. Entonces me atreví a preguntar.

– ¿Qué pasó?

– Mi jefe, un viejo huevón, me asedia permanentemente. Yo no le he parado el carro, tan agradecida estaba por tener una pega. Lo acompañé en un par de tragos por un puro problema de sobrevivencia.

– Y si fue así, ¿por qué te despidió?

– Porque me negué a salir con él esta noche. Ya lo hice ayer y otro par de veces, dejando a Bernardo solo o donde mi mamá. Aguanté a ese asqueroso, que tarde o temprano iba a querer llegar a la cama. Hoy sencillamente le dije que no. Me amenazó y lo mandé a la mierda. Conclusión, que no volviera más, eso me dijo.

Parece que palidecí.

– Fijo que nunca te ha pasado, ¿verdad? -me preguntó.

– No.

– ¡Suerte la tuya! -miró hacia la cocina asegurándose de que Bernardo no la escuchaba-. Si supieras la rabia que da que un gallo viejo y hediondo crea que uno va a perder su decencia por asegurarse un sueldo a fin de mes…

Mi desconcierto me decía al oído, o ella o yo vivimos en otro mundo… nadie le habla así a una desconocida. O al menos a quien ve por primera vez. Como si me leyera el pensamiento, me dijo.

– ¿Sabes? Siento que te conozco desde siempre. Será que Sofía me ha hablado tanto y su cariño por ti me ha dado la impresión de que ya estoy conectada contigo. Y está Bernardo, además.

Pero me olvidó al instante y volvió a lo anterior.

– Bueno, lo del viejo es lo de menos, no es que me haga la remilgada. Lo grave es que quedé cesante una vez más. ¿Qué crestas voy a hacer ahora?

Guardé silencio. Mi mente trabajaba compulsivamente buscando una solución. Y la sangre, como siempre que esto me sucedía, me latió rápido.

– ¿Qué trabajo sabes hacer?

– Casi ninguno -su risa sonó rara.

– ¿Tienes estudios? -pregunté con timidez.

– No, los interrumpí. Estuve un par de años en la universidad estudiando algo tan inútil como Castellano. Pretendía hacer la licenciatura y dedicarme a escribir. Pero se me dio vueltas la vida y se fue todo a la mierda.

– ¿Y la escritura?

– Nada. Digo, nada oficial. Escribo poesía, ésa es mi debilidad. En otros tiempos soñé con ser poetisa en serio.

– ¿Y en qué has trabajado estos años?

– Escribo a máquina, incluso aprendí un poco de computación. He hecho trabajos esporádicos, nada serio. Bueno, ha estado la política entremedio… No, no podría decirte que soy la súper secretaria, sería mentira.