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Claro, Sofía no sabe que ya ha sucedido varias veces. Que recojo vidrio por vidrio, cristal por cristal, y cada pedazo, aunque me rompa los dedos, queda en el fondo del cubo de la basura. No quiero más tratamientos. Sofía tampoco sabe que cada día como menos, no sabe que suelo morderme la lengua al comer, siempre en el lado derecho, aquel que me dio ese horrible gesto en el labio superior, ése del que ella fue testigo. Me muerdo porque se me duerme, o si no se me duerme, algo sucede que no la siento a tiempo y me duele mucho y me asusta el mascar por si empiezo a morderme o peor aún, por si alguien comprende que empiezo a morderme.

Miro mi cuerpo perfecto. Me pregunto por dónde puede fallar este cuerpo perfecto.

* * *

Me bautizaron y exorcisaron como Blanca.

Mi clave natal fue la blancura.

Toda blanca.

Todo en blanco hoy día. Amanezco y anochezco siempre en blanco.

El alba.

* * *

Cuando Victoria quedó cesante, llamé a Sofía.

– Debemos hacer algo -casi le supliqué.

– Deja, Blanca. Deja que Victoria se haga cargo de sí misma.

– Pero si no tiene cómo…

– Ya discurrirá -Sofía no parecía perder la calma-. Lo que puedes hacer por ahora es invitarnos a tu casa en el campo. Llevemos a Victoria a tomar aire.

Partimos las tres solas un día sábado. Ante mi alivio, Juan Luis no estaba en la ciudad. Probablemente le habría parecido mal que fuera con ellas por mi cuenta y yo no habría tenido cara para dar explicaciones de tal índole a dos mujeres como ésas.

¿Ese día? Poco. Un par de frases de Sofía… «Blanca siempre vive en otro mundo…», «Como Blanca no trabaja…». Una cierta envidia ante la intimidad que se adivinaba entre ellas, una cierta inquietud. Mucho gozaron la casa, el lugar y la comida. ¿Sería mi tarea, en el fondo, proveer el placer pero, de alguna forma ambigua, excluirme de él? Cuando empezaron las primeras luces amarillas y azules de la tarde nos sentamos bajo el parrón -el mismo parrón maldito-. Estábamos arropadas, yo concentraba mis pupilas en los colores tierras de la ruana de Sofía. Las escuchaba tratando de participar, hablaban del nuevo gobierno. Me sorprendieron sus comentarios, tan poco generosos, como si temieran contaminarse sólo por ser partidarias de los que están en el poder. Cuando hice la observación en voz alta, Sofía me acusó de no entender los matices. Repito, yo trataba de participar, pero se me venía la voz de Juan Luis, se me venía encima sin que yo la llamase.

– ¿Para qué quieres ser profesional si te casarás conmigo?

Eso me dijo Juan Luis cuando seguí a Alfonso y entré a la Escuela de Medicina. Que no tendría puntaje para entrar, dijeron todos, que era una carrera larga y sacrificada, que no sería una buena madre con una profesión tan absorbente. Que cómo cuidaría de los diez hijos que pensaba tener, si hubiese ya conocido las malas jugadas de mi útero. Podría haber sido médico, pienso bajo el parrón mientras Victoria y Sofía hablan con vitalidad de temas ajenos a mí. Igualmente entré a la Escuela. Que se entretenga un rato, le dijeron al consternado Juan Luis, nunca la terminará. Fui una buena alumna, Alfonso me ayudaba. La excelencia de la seducción, reían mis hermanos, no la académica, en esa escuela tan llena de hombres. Era insoportable para Juan Luis. Que los profesores y ayudantes fuesen hombres, que mis compañeros de curso fuesen hombres. Me marcaba los pasos, horario de clases en mano, yéndome a dejar y a buscar a la facultad. Que no ande en micro, mi amor, que hay tantos desórdenes callejeros, que hoy habrá paro de locomoción. Pía decía, qué maravilla, Blanca, cómo te protege Juan Luis, ése sí va a ser buen marido. Y él me pedía que cambiase de carrera, en nombre de su gran amor.

– ¿Para qué quieres ser profesional si te casarás conmigo?

Chilena, casada, sin profesión. Y eso que me casé en los años setenta.

No quise seguir peleando. A fin de año me retiré de la Escuela de Medicina. Quizás fue mejor. ¡Tanto esfuerzo! ¿Me habría dado el cuero para seis más? Al fin y al cabo, no soy especialmente inteligente.

La cesantía de Victoria provocó cambios en mi rutina. Decidió trasladarse a vivir con su madre.

– No resisto tanta pobreza -me explicó-. Buscaré pega con calma y aprovecharé para descansar un poco. ¡Hace años que estoy exhausta!

– Y el papá de Bernardo -aventuré con cierta timidez-, ¿no aporta dinero?

– ¿El papá de Bernardo? -Victoria lanzó una carcajada-. Ese maricón ni sabe que tiene un hijo. Vive en Suecia hace años. Si te he visto, no me acuerdo…

– ¿Por qué se separaron?

– Entre otras cosas, porque me pegaba.

– ¿Te pegaba? -no pude disimular mi horror.

– No te escandalices tanto. Eso sí que sucede hasta en las mejores familias.

– Perdón, pero…

– Mira, Blanca, no te quepa duda que pasa también a tu alrededor. La diferencia es que en tu ambiente probablemente nadie lo dice. Y entre nosotros no lo escondemos. Y si avanzamos más abajo, es casi un honor para muchas mujeres del pueblo. Es su macho el único que puede hacerles eso, una señal de propiedad…

Cambié de tema.

– Debieras casarte de nuevo, sería bueno para Bernardo…

– No es por mi gusto que estoy sola. He tenido muchos amores. ¿Te digo cuál es mi problema? Lo que las mujeres normales viven como transición, yo lo vivo como permanente.

– ¿Y en qué han terminado esos amores?

– Fracasos, puros fracasos… Parece que no puedo dejar de fracasar -volvió a reír-, es un hábito en mí. ¿Sabes? Llevo quince años fantaseando que volveré a la normalidad el día en que encontremos a mi padre. ¡Fantasías, Blanca, fantasías!

Siempre que Victoria dice cosas terribles las suaviza con la risa, pero no siempre queda en mí esa risa. Tampoco entiendo de primera lo que Victoria quiere decirme. Es que a veces me habla en difícil. Y aparte de Sofía, que se ha visto obligada a explicarme las cosas, nadie más me habla en difícil.

– No creas que será fácil vivir con mi mamá. Tengo mis buenos rollos con ella -se tiende cómoda en el sofá y prende un cigarrillo. No espera que yo pregunte, supone que -de alguna forma u otra, oblicua quizás- a mí todo me interesa.

– No es que me haya dado la súper imagen femenina, la pobrecita. Todo lo lindo, lo lúdico y lo interesante estaba ligado a mi padre. Quizás yo debiera haber sido hombre. Por eso debo ser un poco castradora…

– No te entiendo bien, Victoria.

– Te daré un ejemplo. Un día volví a casa muy cagada, porque había terminado una relación con un hombre que me gustaba mucho. Mi madre me escuchó paciente y al final dio su veredicto: era estupendo que se hubiese terminado, él no me merecía. Yo la miré sorprendida, era lo último que esperaba: ese hombre era objetivamente magnífico -mucho mejor que yo, de partida- y mamá sabía que podría haber sido feliz con él. Y mientras lo denigraba, vi en sus ojos la revelación: ella odiaba a los hombres y en sus genes me lo había traspasado.

Se tomó su enorme cantidad de pelo y con paciencia exacta lo trenzó. Hablaba como si lo que decía no tuviese la más mínima importancia.

– La primera vez que el padre de Bernardo no llegó a dormir, llamé a mi mamá bastante angustiada. Me fue a acompañar. Tú dirías que una madre normal cumpliría con la función de aplacar las furias de su hija y convencerla de que no ha pasado nada. Pero no, ella no. Ella se paseaba entre la cocina y el comedor donde estaba yo, haciendo toneladas de café para mi vigilia. Me enchufaba tazas y más tazas y me repetía a través de las horas «No te calmes, hija, toma café. No te calmes». Te imaginarás en el estado en que me encontró este hombre cuando llegó, con semejante compañía.

(Ese día en el campo cuando el Ramón tomó veneno y la Clara gritaba ¿por qué me hizo esto mi Ramón, por qué me hizo esto? y su madre al lado, abrazándola, creía consolarla: era su estilo, puh, Clarita.)