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—La historia podía haberlo estropeado. Probablemente lo habría hecho. Un hombre simplemente no es lo suficientemente poderoso o lo suficientemente sabio. Creo que la mayor parte de la miseria humana se debe a fanáticos de buenas intenciones como éste.

—Así que nos cruzamos de brazos y aceptamos lo que venga.

—Piensa en todos tus amigos en 1947. Nunca hubiesen existido.

Whitcomb se quitó el abrigo e intentó limpiarse la sangre de la ropa.

—Vámonos —dijo Everard. Salió por la puerta de atrás. Una concubina asustada le miró con los ojos muy abiertos.

Tuvo que forzar con el rayo la cerradura de una puerta interior. La habitación a la que daba acceso contenía un transbordador temporal modelo Ing, unas cajas con armas y suministros, algunos libros. Everard lo cargó todo en la máquina, a excepción de la caja de combustible. Eso tenía que quedarse, para que en el futuro pudiesen descubrirlo y volver a detener al hombre que sería Dios.

—Lleva esto al almacén de 1894 —dijo—. Yo volveré con nuestro saltador y nos encontraremos en la oficina.

Whitcomb le dedicó una larga mirada. Su rostro era el de un hombre preocupado. Mientras Everard lo miraba a su vez, se endureció con una decisión.

—Vale, viejo amigo —dijo el inglés. Sonrió, casi melancólico, y le estrechó la mano a Everard—. Hasta otra. Buena suerte.

Everard lo miró mientras entraba en el gran cilindro de acero. Era un comentario algo raro, dado que al cabo de un par de horas estarían tomando el té en 1894.

La preocupación le acosaba mientras salía del edificio y se mezclaba con la gente. Charlie era un tipo peculiar. Bien…

Nadie se metió con él mientras salía de la ciudad y se internaba en la arboleda. Volvió a llamar el saltador temporal y, a pesar de la necesidad de darse prisa antes de que alguien se acercase a ver qué tipo de pájaro había aterrizado, abrió una jarra de cerveza. La necesitaba. Luego echó un último vistazo a la vieja Inglaterra y saltó a 1894.

Mainwethering y sus guardias estaban allí, tal como habían prometido. El oficial pareció alarmado al ver llegar a un hombre con la ropa manchada de sangre, pero Everard le dio un informe tranquilizador. Tardó un rato en lavarse, cambiarse de ropa y ofrecer un relato completo al secretario. Para entonces, Whitcomb tendría que haber llegado en cabriolé, pero no había ni rastro de él. Mainwethering llamó al almacén por radio y se volvió con el ceño fruncido.

—No ha llegado todavía—dijo—. ¿Puede haber ido mal algo?

—Nada. Esas máquinas son a prueba de fallos. —Everard torció el labio—. No sé qué pasa. Quizá no me entendió y se ha ido a 1947.

Un intercambio de notas reveló que Whitcomb tampoco se había presentado allí.

Everard y Mainwethering salieron a tomar el té. Cuando volvieron seguía sin haber rastro de Whitcomb.

—Será mejor que informe a la agencia de campo —dijo Mainwethering—. Eh, vaya, deberían ser capaces de encontrarle.

—No. Espere. —Everard se detuvo un momento a pensar. Se había estado formando esa idea desde hacía tiempo. Era terrible.

—¿Tiene alguna idea?

—Sí. Más o menos. —Everard empezó a quitarse el traje victoriano. Le temblaban las manos—. Consígame ropa del siglo XX, ¿quiere? Tal vez pueda encontrarle solo.

—La Patrulla querrá un informe preliminar de sus ideas e intenciones —le recordó Mainwethering.

—Al infierno la Patrulla —repuso Everard.

6

Londres, 1944. La temprana noche del invierno ya había llegado y por las calles, golfos de oscuridad, soplaba una brisa fría. El ruido de una explosión llegó procedente de algún lugar. Ardía un fuego, grandes banderas rojas ondeaban sobre los tejados.

Everard dejó su saltador en la acera —nadie salía cuando caían las bombas V— y se movió despacio en la oscuridad. Diecisiete de noviembre; su memoria entrenada le había dado la fecha. Mary Nelson había muerto ese día.

Encontró una cabina de teléfonos en una esquina y consultó la guía. Había muchos Nelson, pero sólo una Mary en el área de Streatham. Debía de ser la madre, por supuesto. Suponía que la hija tendría el mismo nombre de pila. Tampoco sabía a la hora en que había caído la bomba, pero había formas de descubrirlo.

Al salir rugieron el fuego y el trueno. Se echó al suelo mientras los cristales volaban donde había estado. Diecisiete de noviembre, 1944. El joven Manse Everard, teniente del Cuerpo de Ingenieros de Estados Unidos, está en algún lugar al otro lado del canal de la Mancha, cerca de los cañones alemanes. No recordaba el lugar exacto, y no se detuvo a esforzarse. No importaba. Sabía que iba a sobrevivir a ese peligro.

El nuevo resplandor bailaba tras él mientras corría hacia la máquina. Saltó a ella y se elevó en el aire. Al sobrevolar Londres, sólo vio una vasta oscuridad punteada de llamas. ¡Walpurgisnacht, y el infierno desatado sobre la tierra!

Recordaba bien Streatham, una monótona extensión de ladrillo habitada por oficinistas, tenderos y mecánicos, la mismapetit bourgeoisie que se había plantado y luchado contra el poder que había conquistado Europa. Allí vivía una chica en 1943… al final se había casado con otro.

Volando bajo, intentó localizar la dirección. No muy lejos estalló un volcán. La montura se agitó en el aire y a punto estuvo de perder el equilibrio. Apresurándose hacia su objetivo, vio una casa inclinada, destruida y en llamas. Estaba a sólo tres manzanas de la casa de los Nelson. Llegaba tarde.

¡No! Comprobó la hora —sólo las diez y media— y saltó dos horas atrás. Todavía era de noche, pero la casa destruida se elevaba sólida en la oscuridad. Durante un segundo deseó avisar a los que estaban dentro. Pero no. En todo el mundo moría gente. No era Schtein, para cargar la historia sobre los hombros.

Sonrió con tristeza, desmontó y cruzó la cancela. Tampoco era un maldito daneliano. Llamó a la puerta y ésta se abrió. Una mujer de mediana edad le miró desde la oscuridad y él comprendió que era raro en aquellas circunstancias ver a un americano vestido de civil.

—Perdóneme —dijo—. ¿Conoce a la señorita Mary Nelson?

—Claro que sí. —Una vacilación—. Vive cerca. Vendrá pronto. ¿Es un amigo?

Everard asintió.

—Me ha enviado con un mensaje para usted, señora… —Enderby.

—Oh, sí, señora Enderby. Tengo una memoria terrible. Mire, la señorita Nelson quería que le dijese que lo siente mucho pero que no vendrá. Sin embargo, quiere verla a usted y a toda su familia a las diez y media.

—¿A todos, señor? Pero los niños…

—Por supuesto, los niños también. A todos ustedes. Ha preparado una sorpresa muy especial, algo que sólo ella puede mostrarles. Todos deben estar allí.

—Bien… vale, señor, si ella lo dice.

—Todos ustedes a las diez y media, sin falta. La veré entonces, señora Enderby. —Everard asintió y salió a la calle.

Había hecho lo que había podido. Ahora la casa de Nelson. Llevó el saltador tres manzanas más allá, aparcó en la oscuridad de un callejón y caminó hasta la casa. Ahora también era culpable, tan culpable corno Schtein. Se preguntó cómo sería el planeta de exilio.

No había ni rastro del transbordador Ing, y era demasiado grande para ocultarlo. Así que Charlie todavía no había llegado. Hasta entonces, tendría que tocar de oído.

Al llamar a la puerta se preguntó qué representaría haber salvado a la familia Enderby. Esos niños crecerían, tendrían hijos propios; sin duda ingleses insignificantes de clase media, pero en algún lugar de los siglos por venir un hombre importante nacería, o no. Claro está, el tiempo no era muy flexible. Excepto en contados casos, los antepasados exactos no importaban, sólo la reserva genética y la sociedad humana. Aun así, ése podría ser uno de esos raros casos.