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—Ah, sí. —Everard sintió la comezón del anhelo—. ¿Y qué hizo mientras vivía?

—Oh… le dio al rey sabios consejos, como he dicho. Fue idea suya que los de Kent dejásemos de atacar a los britanos y de llamar a más compatriotas de nuestro antiguo país; en lugar de eso, debíamos hacer las paces con los nativos. El pensaba que, con nuestra fuerza y sus conocimientos romanos, podríamos dar forma a un poderoso reino. Tal vez tuviera razón, aunque yo no veo demasiado uso para esos libros y baños, por no hablar de ese extraño dios crucificado…

»Bien, en todo caso, fue asesinado por desconocidos hace tres años y enterrado aquí con sacrificios y con aquellas posesiones que sus enemigos no se llevaron. Le hacemos ofrendas dos veces al año, y debo decir que su fantasma no nos ha importunado. Pero todavía me siento incómodo.

—Tres años, ¿eh? —dijo Whitcomb—. Entiendo…

Les llevó toda una hora poder irse, y Wulfnoth insistió en enviar al muchacho para que los guiase hasta el río. Everard, que no se sentía con ganas de caminar tanto, sonrió y llamó al saltador. Mientras él y Whitcomb montaban, le dijo con seriedad al chico con ojos saltones:

—Sabed que habéis ofrecido hospitalidad a Woden y Thunor, que desde ahora protegerán a vuestra familia de todo mal. —Y saltó tres años al pasado.

—Ahora viene lo difícil —dijo, mirando desde la espesura hacia el caserío. El montículo no estaba allí, el hechicero Stane seguía vivo—. Es muy fácil montar un espectáculo de magia para un niño, pero tenemos que sacar a ese personaje de en medio de una gran ciudad dura donde es la mano derecha del rey. Y tiene un rayo.

—Por lo que parece tuvimos éxito… o lo tendremos —dijo Whitcomb.

—No. No es irrevocable, ya lo sabes. Si fallamos, Wulfnoth nos contará otra historia dentro de tres años, probablemente que Stane está allí… ¡podría matarnos dos veces! E Inglaterra, lanzada desde la Edad Media a una cultura neoclásica, se convertirá en algo que no reconocerás en 1894… Me pregunto qué pretende Stane.

Elevó el saltador y lo envió por el cielo hacia Canterbury. El viento nocturno le azotaba la cara. Por fin se acercaron a la ciudad y aterrizaron en una arboleda. La luna era blanca sobre las semiderruidas murallas romanas de la antigua Durovernum, moteadas de negro por las reparaciones con tierra y madera de los jutos. Nadie saldría después de la puesta de sol.

Una vez más el saltador los llevó al día —cerca del mediodía— y lo enviaron al cielo. El desayuno de hacía dos horas antes y tres años en el futuro le pesaba a Everard en el estómago mientras recorría la vía romana en ruinas hacia la ciudad. Había mucho tráfico, principalmente de granjeros que llevaban chirriantes carros tirados por bueyes hacia el mercado. Un par de guardas de aspecto amenazador los pararon en la puerta y exigieron saber sus razones para entrar. En esta ocasión eran agentes de un comerciante de Thanet que los había enviado a entrevistar a varios artesanos. Los matones no parecían muy satisfechos hasta que Whitcomb les entregó un par de monedas romanas; entonces bajaron las lanzas y se les permitió pasar.

A su alrededor la ciudad bullía de ajetreo, aunque nuevamente lo que más impresionó a Everard fue el olor. En medio del gentío de jutos vio algún que otro romano britano abriéndose paso desdeñoso por entre la porquería y evitando que la túnica gastada entrase en contacto con los salvajes. Hubiese resultado gracioso de no ser patético.

Una posada extraordinariamente sucia ocupaba las ruinas cubiertas de moho de lo que había sido la casa de un rico. Everard y Whitcomb descubrieron que su dinero era muy apreciado allí donde el comercio se efectuaba principalmente mediante el trueque. Pagando un par de rondas, consiguieron toda la información que querían. La residencia del rey Hengist estaba cerca del centro de la ciudad… no era realmente un palacio, sino más bien un viejo edificio deplorablemente embellecido bajo la dirección de ese extranjero Stane… no es que nuestro buen y voluntarioso rey sea un debilucho, no me malinterpretéis, extraño… es más, sólo el mes pasado… ¡oh, sí, Stane! Vive en la casa de al lado. Un tipo extraño, algunos dicen que es un dios… ciertamente tiene ojo para la chicas… Sí, dicen que estaba detrás de todas esas conversaciones de paz con los britanos. Cada día vienen más y más de esos tiparracos, de tal forma que un hombre honrado no puede derramar un poco de sangre sin que… Oh, claro, Stane es muy sabio, no diría nada en su contra, comprended, después de todo, puede lanzar rayos…

—¿Qué hacemos? —preguntó Whitcomb cuando hubieron vuelto a su habitación—. ¿Vamos y le arrestamos?

—No, dudo que sea posible —dijo Everard con cautela—. Tengo una especie de plan, pero depende de que intuyamos qué pretende realmente. Veamos si podemos conseguir una audiencia. —Al levantarse del montón de paja que servía de cama, empezó a rascarse—. ¡Maldición! ¡Lo que esta época necesita no es alfabetización sino algo para matar las pulgas!

La casa había sido reformada cuidadosamente. Tenía la fachada blanca y un pórtico casi dolorosamente limpio en comparación con la suciedad que lo rodeaba. Dos guardias que descansaban en la escalinata se pusieron en alerta al acercarse los agentes. Everard les dio dinero y les contó la historia de que eran visitantes que traían noticias que sin duda interesarían al gran hechicero.

—Llamadlo «Hombre del mañana». Es una contraseña, ¿entendido?

—No tiene sentido —se quejó el guarda.

—Las contraseñas no tienen por qué tener sentido —dijo Everard, altivo.

El juto se alejó, agitando la cabeza con pena. ¡Todas esas nuevas ideas!

—¿Estás seguro de que esto es lo mejor? —preguntó Whitcomb—. Ya sabes que ahora estará a la defensiva.

También sé que un tío importante no va a malgastar su tiempo con cualquier extraño. ¡Este asunto es urgente! Hasta ahora no ha conseguido nada permanente, ni siquiera lo suficiente para convertirlo en una leyenda duradera. Pero si Hengist logra una verdadera unión con los britanos…

El guarda regresó, gruñó algo y los llevó escaleras arriba y por el peristilo. Más allá se encontraba el atrio, una sala de buen tamaño en la que alfombras de oso contemporáneas desentonaban con el mármol veteado y los mosaicos difundidos. Un hombre esperaba de pie frente a un tosco banco de madera. Cuando entraron, levantó la mano y Everard vio el delgado cañón de un rayo del siglo XXX.

—Pongan las manos a la vista y apartadas de los costados —dijo el hombre con suavidad—. En caso contrario, tendré que fulminarlos con un rayo.

Whitcomb tragó aire, consternado, pero Everard había esperado aquello. Aun así, notaba un nudo en el estómago.

El hechicero Stane era un hombre pequeño, vestido con una túnica delicadamente bordada que debía de venir de alguna población británica. Su cuerpo era ágil, la cabeza grande, con una cara de una fealdad agradable bajo un mechón de pelo negro. Una sonrisa tensa le curvaba los labios.

—Regístralos, Eadgar —ordenó—. Saca lo que puedan ocultar entre sus ropas.

El cacheo del juto fue torpe, pero aun así encontró los aturdidores y los lanzó al suelo.

—Puedes irte —dijo Stane.

—¿No representan ningún peligro, señor? —preguntó el soldado.

La sonrisa de Stane se ensanchó.

—¿Teniendo esto en las manos? No, vete.

Eadgar salió. Al menos todavía tenemos la espada y el hacha —pensó Everard—. Pero no son muy útiles con esa cosa apuntándonos.