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—Así que vienen del mañana —murmuró Stane. De pronto una delgada capa de sudor le cubrió la frente—. Estoy intrigado. ¿Hablan la posterior lengua inglesa?

Whitcomb abrió la boca, pero Everard, improvisando ahora que su vida estaba en juego, le hizo callar.

—¿Qué lengua es ésa?

—Así. —Stane cambió a un inglés que tenía un acento peculiar pero que todavía era reconocible para oídos del siglo XX—: Quiero saber de dónde y de cuándo vienen, cuáles son sus intenciones señores, y todo lo demás. Denme los hechos o los achicharraré.

Everard negó con la cabeza.

—No —contestó en juto—. No os entiendo. —Whitcomb lo miró, pero le dejó hacer, dispuesto a seguir al americano. La mente de Everard corría desbocada; bajo la desesperación sabía que la muerte le aguardaba al primer error—. En nuestro día hablamos así… —Y le ofreció un párrafo en mexicano, alterándolo todo lo que se atrevió.

—Por tanto… ¡es una lengua latina! —A Stane le brillaban los ojos. Agitó el rayo en la mano—. ¿De cuándo vienen?

—Del siglo XX después de Cristo, y nuestra tierra se llama Lyonesse. Se encuentra a lo largo del océano occidental…

—¡América! —Era un jadeo—. ¿Se llamó alguna vez América?

—No. No sé de qué hablas.

Stane se estremeció sin control. Dominándose dijo: —¿ Conoces la lengua romana ? Everard asintió. Stane rió nervioso.

—Entonces usémosla. No saben lo cansado que estoy de esta lengua de cerdos… —Su latín era algo entrecortado, evidentemente lo había aprendido en aquel siglo, pero era fluido. Agitó el rayo—. Perdonen mi descortesía. Pero tengo que ser cuidadoso.

—Naturalmente —dijo Everard—. Ah… mi nombre es Mencius, y mi amigo es Iuvenalis. Venimos del futuro, como ha adivinado; somos historiadores y el viaje en el tiempo acaba de inventarse.

—Hablando estrictamente, soy Rozher Schtein, del año 2987. ¿Han… oído hablar de mí?

—¿Quién no? —dijo Everard—. Vinimos buscando al misterioso Stane que parecía ser una de las figuras cruciales de la historia. Sospechábamos que podría ser un viajero temporal, un peregrinator temporis. Ahora lo sabemos.

—Tres años. —Schtein empezó a moverse febril, agitando el rayo en la mano; pero estaba demasiado lejos para saltar de pronto sobre él—. He estado aquí tres años. Si supiesen las veces que he permanecido despierto preguntándome si habría tenido éxito… Díganme, ¿está su mundo unido?

—El mundo y los planetas —dijo Everard—. Desde hace mucho tiempo. —Temblaba interiormente. Su vida dependía de su habilidad para adivinar cuáles eran los planes de Schtein.

—¿Son gente libre?

—Lo somos. Es decir, el emperador preside, pero el Senado dicta las leyes y es elegido por el pueblo.

Había una expresión casi gloriosa en el rostro de gnomo de Schtein, que lo transfiguraba.

—Como soñaba—susurró—. Gracias.

—¿Vino de su época para… crear la historia? —No —dijo Schtein—. Para cambiarla.

Las palabras le salieron en torrente, como si hubiese deseado hablar durante muchos años pero no se hubiese atrevido:

—Yo también era un historiador. Por casualidad conocí a un hombre que decía ser un mercader de las lunas de Saturno, pero como yo había vivido allí vi que era un fraude. Investigando, descubrí la verdad. Era un viajero temporal del futuro lejano.

»Deben comprenderme, la época en la que vivía era terrible, y como historiador psicográfico comprendía que la guerra, la pobreza y la tiranía que nos asolaban no eran debidas a la maldad innata del hombre, sino simplemente a la causa y el efecto. La tecnología de las máquinas había aparecido en un mundo dividido contra sí mismo, y la guerra creció hasta convertirse en una empresa mayor y más destructiva. Ha habido periodos de paz, incluso algunos bastante largos; pero la enfermedad era demasiado profunda, el conflicto formaba parte de nuestra civilización.

»Mi familia había sido masacrada en un ataque venusiano, no tenía nada que perder. Cogí la máquina del tiempo después de… deshacerme… de su dueño.

»El gran error, creía, se había producido en la Edad Oscura. Roma había fundado un gran imperio en paz, y de la paz siempre puede surgir la justicia. Pero Roma se había agotado por el esfuerzo y estaba desmoronándose. Los bárbaros que venían eran vigorosos, podían hacer mucho, sin embargo se los corrompía con facilidad.

»Pero aquí está Inglaterra. Había quedado aislada de la estructura en descomposición de la sociedad romana. Los germanos venían, patanes sucios pero fuertes y dispuestos a aprender. En mi historia, se limitaron a eliminar la sociedad britana y luego, por estar indefensos intelectualmente, fueron tragados por la nueva, y malvada, civilización llamada Occidental. Quería que pasase algo mejor.

»No ha sido fácil. Se sorprenderían de los difícil que es sobrevivir en una época diferente hasta que sabes cómo desenvolverte, incluso si dispones de armas modernas y de regalos interesantes para el rey. Pero ahora me he ganado el respeto de Hengist, y los britanos confían en mí cada vez más. Puedo unir a los pueblos en una guerra contra los pictos. Inglaterra será un solo reino, con la fuerza sajona y los conocimientos romanos, lo suficientemente poderoso como para rechazar a los invasores. El cristianismo es inevitable, claro, pero me aseguraré de que sea el tipo de cristianismo adecuado, uno que educará y civilizará a los hombres sin atar sus mentes.

»Con el tiempo, Inglaterra estará en condiciones de dominar el continente. Al final, un solo mundo. Permaneceré aquí el tiempo suficiente para asegurarme de que la alianza contra los pictos se produce, y luego desapareceré con la promesa de volver. Si reaparezco, digamos, a intervalos de cincuenta años durante los próximos siglos, seré una leyenda, un dios, que podrá asegurarse de que se mantienen en el camino correcto.

—He leído mucho sobre san Stanius —dijo Everard, despacio.

—¡He ganado! —gritó Schtein—. He dado paz al mundo. —Las lágrimas le corrían por las mejillas.

Everard se acercó. Schtein le apuntó al estómago con el rayo, sin confiar del todo en él. Everard se dio la vuelta como si nada y Schtein también se giró para mantenerlo a tiro. Pero el hombre estaba demasiado emocionado por la aparente prueba de su éxito para acordarse de Whitcomb. Everard miró al inglés por encima del hombro.

Whitcomb lanzó el hacha. Everard se echó al suelo. Schtein gritó y el rayo se disparó. El hacha se le había clavado en el hombro. Whitcomb dio un salto y le agarró la mano con la que sostenía el arma. Schtein rugió, luchando por apuntar el rayo. Everard se puso en pie para ayudar. Hubo un momento de confusión.

Luego el rayo volvió a dispararse y Schtein se convirtió de pronto en un peso muerto en sus brazos. La sangre que manaba de una terrible abertura en el pecho manchaba su abrigo.

Los dos guardas entraron corriendo. Everard cogió el aturdidor del suelo y lo situó a intensidad máxima. Una lanza le rozó el brazo. Disparó dos veces y las grandes formas cayeron al suelo. Estarían inconscientes durante horas.

Agachándose un momento, Everard prestó atención. Un grito femenino se oía en las cámaras interiores, pero nadie entraba por la puerta.

—Supongo que lo hemos hecho —dijo jadeando.

—Sí. —Whitcomb miraba con tristeza el cuerpo tirado frente a él. Parecía patéticamente pequeño.

—No pretendía que muriese —aseguró Everard—. Pero el tiempo es… cruel. Supongo que estaba escrito.

—Mejor así que frente a un tribunal de la Patrulla y el planeta de exilio —comentó Whitcomb.

—Al menos, técnicamente, era un ladrón y un asesino —dijo Everard—. Pero tenía un gran sueño. —Y nosotros lo estropeamos.