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Una semana más tarde dos guardianes introducían el robot de montaje en el taller del centro sobre una carretilla de grave­dad negativa.

Tallon había pasado la mayor parte de la semana practican­do con su sonar y, al mismo tiempo, tratando de comprender lo que le había ocurrido el primer día que habló con Helen Jus­te. Una explosión psíquica, un violento trastorno en su sub­consciente… y sin ningún motivo para ello. Descartaba todos los fenómenos vagamente paranormales que a veces se aso­cian con el amor romántico, en parte por escepticismo innato, en parte porque nunca había visto a la señorita Juste. Hogarth la había descrito como una pelirroja flaca con ojos color na­ranja, de modo que no podía ser el tipo de mujer capaz de trastornar profundamente a un hombre. Y ni siquiera en el su­puesto de que hubiera sido una mujer realmente impresionante se explicaba la súbita sensación que había experimentado Tallon y a través de la cual había sabido que Helen Juste les pro­porcionaría el equipo. Cada noche, mientras yacía en su celda esperando la pálida luz de los sueños, retornaba al problema una y otra vez, intentando arrancar de él algún significado.

Pero una vez quedó instalado el robot y se inició la tarea de programarlo, la mente de Tallon se concentró exclusivamente en el proyecto. Winfield y él, durante semanas enteras, pasa­ron todas las horas del día —a excepción de las comidas y de los rezos obligatorios— en la biblioteca de la prisión, escu­chando a lectores automáticos. La mayoría de las revistas eran de fecha muy atrasada, debido a que su importación de la Tierra no había sido estimulada nunca por el gobierno luterano y, en los últimos años, había sido prácticamente prohibida por la Tierra, a causa del empeoramiento de las relaciones entre los dos planetas desde que Aitch Mülhenburg había caído en el regazo de Emm Lutero; pero la información que contenían era igualmente valiosa.

Mientras trabajaba en ella, Tallon notó que su mente se hundía a través de las capas que los años habían superimpuesto sobre su personalidad. Emergía un Sam Tallon más joven, que se había propuesto abrirse camino en el terreno de la físi­ca, hasta que algún acontecimiento olvidado le había conduci­do al vagabundeo primero y finalmente al Bloque y a todo lo que el Bloque representaba. La alegría que Tallon experimen­taba era tan profunda, que empezó a sospechar que el verda­dero motivo para iniciar el proyecto del ojo artificial había sido un impulso subconsciente… y no el deseo de recobrar la vista ni de ayudar a Winfield. Había en él una absorbente ne­cesidad de recrearse a sí mismo tal como era… ¿cuándo? ¿Y por que un solo encuentro con Helen Juste tendría que haber disparado el impulso? No recordaba a ninguna muchacha de pelo rojo y ojos de color anormal que pudiera haber sido una proto-Helen.

Cuando el programa computado tomó forma, pusieron al robot de montaje a trabajar en dos prototipos idénticos de lo que, por falta de imaginación, llamaron “juegos de ojos”. Completando el programa, con su vasto almacén de instruc­ciones incluido en él para la electrónica microminiatura, el robot montó lentamente dos pares de gafas en la intimidad ce­rrada al vacío de su vientre estéril. Tenían un aspecto conven­cional, salvo por las cuentas que eran las cámaras de televi­sión montadas sobre el puente. Los aros servían para dirigir las microondas hacia el interior de los ojos.

El único problema que Winfield y Tallon tenían que resol­ver por si mismos —a través de las manos de Ed Hogarth— era el de mantener los rayos exactamente enfocados sobre el nervio óptico. Lo resolvieron mediante una modificación del plan original de Tallon: una sola cuña de metal en el borde de cada iris de plástico. La teoría era la de que cada movimiento del ojo llevaría a la cuña de metal a una nueva posición en un débil campo magnético generado en el interior de la armazón de las gafas, proporcionando así datos de referencia a una computadora situada en el cristal que modificaría la dirección de los rayos de acuerdo con aquellos datos.

Cuando llegaron a la parte final del programa, que se ocu­paba de los circuitos para el lenguaje infinitamente más sutil de las células gliales, Tallon estaba entregado en cuerpo y alma a la aventura intelectual. Apenas tocaba sus comidas y adel­gazaba cada día más.

El prolongado ensueño llegó a su final una tarde mientras Tallon permanecía en el cono de sonido de un lector automáti­co. Supo que se acercaba Winfield por el rápido y nervioso golpeteo del bastón que el anciano seguía utilizando conjunta­mente con la lámpara sonar.

—Tengo que hablar con usted inmediatamente, hijo mío. Siento interrumpirle, pero es muy importante —la voz de Win­field sonó ronca y apremiante.

—De acuerdo, doctor. ¿Cuál es el problema? —Tallon se le­vantó del sofá y salió de la zona de sonido.

—El problema es Cherkassky. Nuestro servicio clandestino de información dice que va a salir del hospital.

—Bueno, mientras yo esté aquí no puede alcanzarme.

—Ese es el problema, hijo mío. Dicen que aún no está apto para el servicio normal, pero se las ha arreglado para integrar­se en la plantilla del Pabellón durante su convalecencia. Sabe lo que significa eso, ¿no es cierto? ¿Sabe por qué va a venir aquí?

Lentamente, Tallon alzó las manos hasta su rostro y las yemas de sus dedos recorrieron la curva de sus ojos de plásti­co.

—Sí, doctor —murmuró—. Gracias por decírmelo. Sé por qué va a venir aquí.

VII

¡Luz… intensa y sostenida!

¡Dolor… intenso y sostenido!

Tallon se quitó las gafas y permaneció sentado, encogido en la silla, esperando a que remitiera la terrible agonía. Sabía que sus ojos habrían estado llenos de lágrimas si las glándulas no hubieran sido reventadas por los dardos de la pistola-avispa de Cherkassky. El dolor tardó largo rato en retroceder, alcanzan­do ocasionalmente su nivel anterior, como una renuente marea baja.

—¿Qué pasa, Sam? ¿No mejora la cosa? —preguntó Hogarth en tono frío y desinteresado, lo cual significaba que esta­ba alarmado.

Tallon agitó la cabeza.

—No damos en el clavo. Hay algo que no funciona en la fase de conversión. Las señales que el nervio espera y las seña­les que le proporcionamos no son compatibles… y duelen tanto que ni siquiera puedo buscar respuestas que armonicen.

—Emprendimos una gran tarea, hijo mío —dijo Winfield tristemente—. Tal vez demasiado grande, dadas las circunstan­cias.

—No se trata de eso. Todo marchaba perfectamente, hasta la última fase. La síntesis del código glial era la única parte realmente dura, pero la estábamos superando. Yo estaba bebiéndola, hasta que oí hablar de nuestro amigo Cherkassky.

—Fue solamente un rumor. No es la primera vez que nues­tro servicio clandestino de información se equivoca.

—Tal vez, pero el efecto es el mismo, sea cierto o falso el rumor. Ahora no puedo retener el concepto. No puedo decir con seguridad si hemos estado trabajando basándonos en un error fundamental o si se trata simplemente de eliminar unos cuantos parásitos. ¿Qué me dice de un anestésico local para matar el dolor mientras examino los resultados que alcanzamos?

—Sería peligroso. Podría quemar sus nervios ópticos.

—Entonces, ¿qué diablos vamos a hacer? Hemos perdido ya dos semanas tratando de sintetizar algo que todo animal inferior que anda, vuela o nada puede hacer sin proponérselo si quiera. No hay derecho a… ¡Cristo! —exclamó Tallon súbitamente, muy excitado, mientras una nueva luz iluminaba su cerebro.

—No pierda la calma —le advirtió Winfield, intranquilo—. Ya sabe cómo se castiga la blasfemia en este planeta.