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—No estaba blasfemando. Doctor, sé dónde podemos captar todo el complejo eléctrico-visual. Todo el proceso: varilla y cono, bipolares, ganglios, guales… absolutamente a punto. Preparado para que nosotros podamos utilizarlo.

—¿Dónde?

—Aquí mismo, en el taller. Los ojos de Ed son normales, ¿no es cierto?

Hogarth gimió, alarmado.

—Mis ojos están muy bien, y pretendo consérvalos así, maldito vampiro terrestre. Deje a mis ojos fuera del asunto.

—Lo haremos, pero sus ojos no nos dejan en paz a nosotros. Nos están bombardeando, a nosotros y a todo lo que le rodea a usted, con la información exacta que el doctor y yo necesitamos. Cada contracción de sus nervios ópticos nos rocía de electrones. Es usted una pequeña emisora de radio, Ed, y su tocadiscos pone una sola melodía: el código glial.

—Mi madre tenía razón —dijo Hogarth reflexivamente—. Siempre supo que cumpliría como los buenos.

—No se excite, Sam —dijo Winfield sin perder la calma.

—¿Cree que esta vez lo conseguiremos?

—Esta vez lo conseguiré.

Cuatro días más tarde, cuando el amanecer empezaba a difuminar las estrellas, Tallon vio a Winfield por primera vez.

Permaneció completamente inmóvil durante unos instantes, saboreando el milagro de la visión, sintiéndose anonadado por la repentina revelación del pináculo de tecnología humana sobre el cual se asentaba su triunfo: Los siglos de investigacio­nes sobre el complicado lenguaje de las transitorias células guales; el desarrollo de los robots de montaje y los micro-Waldos; los progresos de la filosofía cibernética que capacita­ban a un hombre para incorporar un billón de circuitos elec­trónicos a un solo trozo de cristal y utilizar únicamente aque­llos que servían a su propósito, sin saber siquiera qué circuitos eran.

—Cuéntanos lo peor, hijo mío.

—Perfecto, doctor; funciona. Puedo verle a usted. Lo malo es que también puedo verme a mí mismo.

Tallon rió su propia humorada y luchó por adaptarse a la situación increíblemente anómala de tener el cuerpo en un lugar y los ojos en otro. Para la primera prueba del nuevo juego de ojos, Winfield y él se habían sentado juntos en un ex­tremo del taller, mientras Hogarth permanecía en el otro extre­mo con instrucciones estrictas de no apartar la mirada de ellos. Tallon no se había movido, pero sus nuevos ojos le decían que estaba al otro lado de la habitación, mirando a Win­field y a él mismo.

El doctor se parecía notablemente a la imagen mental que Tallon se había formado de éclass="underline" un viejo gigante de rostro rubi­cundo y cabellos plateados. Sujetaba un bastón con una mano, y su cabeza, a la cual estaba atada la caja gris de su lámpara sonar, se mantenía en la actitud erguida y alerta del hombre ciego.

Tallon se examinó a sí mismo con curiosidad. Su rostro, de­trás de la armazón del juego de ojos, parecía más alargado y más pensativo que nunca, y lo ancho que le quedaba el mono pardo del Pabellón revelaba que había perdido alrededor de media docena de kilos desde que llegó a la prisión. Aparte de eso tenía el mismo aspecto de siempre, algo que Tallon encontró sorprendente, teniendo en cuenta cómo se sentía. Su atención se volvió de nuevo hacia Winfield, cuyo rostro estaba tenso de concentración mientras esperaba oír lo que Tallon tu viera que decirle.

—Relájese, doctor. Ya se lo he dicho: funciona perfectamente. Sólo estoy acostumbrándome a verme a mí mismo tal como me ven los demás.

Winfield sonrió; en aquel preciso instante Tallon abrió mucho la boca y se agarró a los lados de la silla en busca de apoyo, mientras el taller parecía deslizarse por debajo de sus pies y alejarse de él, rebotando.

—¡Quieto, Ed! —gritó frenéticamente—. Deje de dar saltos. Recuerde que estoy conectado a usted.

—No me importa —dijo Hogarth—. Voy a estrechar su mano. Tenía mis dudas acerca de usted, Sam, pero veo que es un muchacho brillante, a pesar de su educación universitaria.

—Gracias, Ed.

Tallon contempló fascinado cómo su propia imagen se hacía más amplia y más cercana en tanto que las muletas metálicas de Ed fluctuaban en el borde inferior de su campo visual. Extendió su mano y observó que otro Sam Tallon realizaba un movimiento idéntico. Finalmente vio la delgada mano de Hogarth que agarraba la suya. El contacto de los dedos, produciéndose en el momento exacto, fue como un shock eléc­trico.

Tallon se quitó el juego de ojos con su mano libre, sumergiéndose en una amable oscuridad, y luchó contra el mareo. Por un instante, la desorientación había sido absoluta.

—Ahora le toca a usted —dijo, alargando el juego de ojos hacia Winfield—. Quíteselos en cuanto note las primeras molestias, y no se alarme demasiado por sus sensaciones.

—Gracias, hijo mío. No se preocupe sintiéndose ligeramente incómodo, Tallon permaneció sen­tado mientras el doctor realizaba la prueba. El anciano había estado ciego durante ocho años y era probable que experimen­tara una impresión más fuerte incluso que la que había ex­perimentado Tallon.

En lo que respecta a la calidad de la visión, el juego de ojos funcionaba perfectamente, aunque quizá no había prestado la atención suficiente a las implicaciones de ver sólo —y concre­tamente— lo que podía ser visto por la persona cuyos impulsos nerviosos estaba robando. Desde un punto de vista práctico, sería preferible una peor calidad de imagen captada por un re­ceptor situado directamente encima del juego de ojos. Por otra parte, si dispusiera de algo como una ardilla amaestrada para instalarla sobre su hombro…

—Por el amor de Dios, Ed —exclamó Winfield—, deje de mover por unos segundos esa huesuda cabecita suya. Me está mareando.

—¿Qué pasa aquí? —replicó Hogarth en tono indignado—. ¿De quién es la cabeza, a fin de cuentas? Nadie me da las gra­cias por utilizar mis ojos; todo el mundo actúa como si los hu­bieran arrancado de mi cabeza.

—No se preocupe, Ed —le tranquilizó Tallon—. Le serán de­vueltos cuando hayamos terminado con ellos.

Hogarth resopló y, como de costumbre, empezó a rezongar de un modo casi inaudible. Winfield volvió a demostrar su ca­racterística obstinación conservando puesto el juego de ojos más tiempo que Tallon, y ordenando a Hogarth que se acerca­ra a las ventanas y mirase en las direcciones que él le indicaba.

Tallon escuchó con espanto cómo el anciano emitía ruido­sos suspiros de satisfacción u ordenaba furiosamente “ojos a la derecha” y “ojos a la izquierda”, mientras las protestas de Hogarth se hacían cada vez más audibles y más violentas. Todo terminó súbitamente.

—El juego de ojos ha dejado de funcionar —anunció Win­field—. Se ha estropeado.

—Ni hablar —dijo Hogarth triunfalmente—. Me he tapado los ojos con las manos.

—¡Traidora comadreja! —dijo Winfield en un estruendoso susurro, y luego se echó a reír. Tallon y Hogarth se unieron a la risa, desahogando la tensión que se había estado acumulan­do en ellos durante semanas.

Cuando finalmente dejaron de reír, Tallon descubrió que es­taba hambriento y exhausto al mismo tiempo. Recuperó el juego de ojos y observó cómo Hogarth colocaba el otro proto­tipo, todavía sin modificar, sobre la plataforma de trabajo del robot de montaje. Vio cómo las delgadas manos del hombre se movían, como surgiendo del propio cuerpo de Tallon, y empe­zaban a pulsar botones. Las portezuelas del robot se desliza­ron de través, y se oyó un siseo cuando fue expulsado el aire de su interior. Para la clase de trabajo que iba a realizar, inclu­so las moléculas de la atmósfera tenían que ser excluidas.

Tallon se puso en pie y se dio unos golpecitos en el estóma­go.

—¿No es ya la hora del desayuno?

Hogarth permaneció sentado ante el cuadro de mandos del robot.