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—Lo es, pero creo que me quedaré aquí hasta que haya ter­minado con este aparato. Algunos de los muchachos empie­zan a quejarse de que últimamente les he tenido muy descuida­dos. Y no quiero que aumente su malestar y estropeen las cosas en el último momento.

—Yo también me quedaré, hijo mío. Lo que está ahí es mi juego de ojos, y no me importa esperar unas cuantas horas para tenerlo en mi poder. Si está usted de acuerdo, le enviaré recado a la señorita Juste diciéndole que esta tarde podemos ofrecerle una demostración.

Tallon encontró extrañamente alarmante la idea de ver realmente a Helen Juste. Ella no había vuelto al taller del centro desde el día en que vio funcionar la lámpara sonar, y el inexplicable torbellino que el encuentro había creado en el interior de Tallon empezaba a aquietarse. No deseaba excitarlo de nuevo, y sin embargo…

—Desde luego. Estoy de acuerdo, doctor. Bueno, voy a ver si encuentro algo para llenar el estómago. Siento volver a mo­lestarle, Ed, pero, ¿le importaría mirarme hasta que haya cru­zado la puerta?

Tallon había decidido confiar enteramente en el juego de ojos. Dejó su sonar y su bastón sobre la mesa de trabajo y echó a andar hacia la puerta. Mientras avanzaba se concentró en la imagen de su propia espalda, tal como la veía alejarse Hogarth, y fue capaz de guiar su mano exactamente hacia el pomo de la puerta. Respiró profundamente y abrió la puerta.

—Ahora depende de usted mismo, hijo mío —le recordó Winfield detrás de él.

Tallon fue todavía capaz de captar la visión de Hogart cuando se encontraba en el rellano superior, aunque ahora re­presentaba una desventaja. Deslizó el control de la parte dere­cha de la armazón del juego de ojos hasta “pasivo”, y bajó la escalera a oscuras. Cuando llegó abajo movió de nuevo el control hasta “búsqueda y retención” y seleccionó la exten­sión máxima. Los hombres se dirigían hacia el comedor en grupos de dos y tres, y casi inmediatamente Tallon se encon­tró mirando a través de los ojos de otro prisionero.

El hombre andaba seguramente con la cabeza inclinada, ya que Tallon sólo vio pies avanzando a través del hormigón blanco. Manteniendo el control en “búsqueda y retención”, pulsó el primer botón de “rechazo”. Había incluido seis de aquellos botones en el diseño, de modo que el juego de ojos memorizara temporalmente hasta seis señales individuales y le permitiera reseleccionar cualquiera de ellas a voluntad. Un séptimo botón servía para limpiar la pequeña unidad de me­moria.

Esta vez, Tallon tuvo más suerte. Estaba mirando a través de los ojos de un hombre alto que avanzaba ágilmente, con la cabeza erguida, hacia un edificio bajo —presumiblemente el comedor—, en la esquina de una gran plaza. Otros bloques de dos y tres pisos delineaban la cuadratura, y Tallon no tenía la menor idea de cual de ellos era el taller del centro. Levantó los brazos y los agitó, como saludando a un amigo, y se vio a si mismo; una diminuta figura de pie en la entrada del segundo edificio a la derecha del comedor.

Tallon esperó hasta que su anfitrión estuvo cerca del taller; entonces echó a andar rápidamente desde la entrada hacia él, estuvo a punto de tropezar con un guardián y cayó tres pasos más allá. Un par de veces, por la fuerza de la costumbre, trató de mirar atrás por encima de su hombro, pero lo único que vio fue su propio rostro, pálido y ligeramente desencajado, vol­viéndose brevemente hacia su anfitrión.

En el vestíbulo del comedor reinaba cierto barullo a medida que los grupos convergían allí, y el anfitrión le alcanzó. Tallon se encontró mirando su propia nuca desde muy pocos centí­metros de distancia. Aunque desconcertante, la misma proximidad hizo más fácil para Tallon orientarse a través de la puerta interior y hasta un asiento vacío en una de las largas mesas. Su anfitrión se adentró más en el comedor y se sentó, mirando en una dirección que excluía a Tallon del campo vi­sual del hombre. Hurgando en el armazón del juego de ojos, Tallon limpió la unidad de memoria, conectó el alcance míni­mo de dos metros, y puso de nuevo en marcha el “búsqueda y retención”. Sufrió un momentáneo deslumbramiento mientras el juego de ojos captaba varias señales al mismo tiempo antes de seleccionar a una de ellas. De nuevo tuvo suerte: esta vez estaba mirando a través de los ojos del hombre sentado frente a él al otro lado de la mesa.

Cuando el robot en forma de torre avanzó a lo largo de la ranura central de la mesa sirviendo los desayunos, el estomago de Tallon estaba contraído a causa de la tensión. Sin embargo, se comió todo lo que le pusieron delante; tenía la impresión de que se lo había ganado.

Tallon y Winfield, con sus respectivos juegos de ojos pues­tos, adoptaron la posición de firmes cuando Helen Juste entró en el taller. Hogarth, en su condición de tullido, no estaba obli­gado a nada más que a una actitud respetuosa, pero se puso en pie y se irguió todo lo que sus muletas le permitían.

Helen Juste sonrió a Hogarth y le indicó con el gesto que vol­viera a sentarse. Tallon, que estaba conectado a Hogarth, reci­bió también la sonrisa y respondió instintivamente antes de re­cordar que no le había sido dirigida. Comprendió lo que Ho­garth había querido decir al describir a la señorita Juste como una flaca pelirroja con ojos de color naranja, y al mismo tiem­po se maravilló de que un hombre pudiera haber definido con aquella frase el fenómeno de Helen Juste. Era esbelta, no flaca, y todo en ella tenía las proporciones exactas, creando una fi­gura que hubiera emocionado a un diseñador de primera categoría de robots humanoides. Sus cabellos tenían una tonalidad más cobriza que rojiza, y sus ojos eran del color —Tallon bus­có una comparación exacta— del whisky envejecido en un frasco de brillante cristal. Se encontró a sí mismo susurrando una palabra una y otra vez: sí, sí, sí…

Helen Juste permaneció en el taller durante casi una hora, demostrando un vivo interés por los juegos de ojos, interro­gando a fondo a Winfield acerca de su funcionamiento y posi­bilidades. El doctor protestó varias veces, afirmando que el ce­rebro que estaba detrás de los juegos de ojos no era el suyo, pero aunque la señorita Juste se volvió a mirar a Tallon en aquellas ocasiones, no le dirigió la palabra. Tallon lo encontró más bien satisfactorio, complacido de haber sido situado en una categoría especial.

Antes de marcharse, Helen Juste le preguntó a Winfield si había terminado con el robot de montaje.

—No estoy seguro —dijo Winfield—. Supongo que en el ta­ller de mantenimiento desean recuperarlo lo antes posible, pero no hemos realizado aún pruebas exhaustivas con los jue­gos de ojos. Podrían ser necesarias algunas pequeñas modificaciones; de hecho, el Recluso Tallon no está realmente satis­fecho del concepto básico. Creo que desea intentarlo de nuevo con un sistema de cámaras.

La expresión de Helen Juste se hizo dubitativa.

—Bueno, como usted sabe, he estado tratando de introducir en las altas esferas de la prisión la idea de asignar responsabilidades especiales a los reclusos afectados de alguna incapaci­dad. Pero hay un límite a lo que puedo hacer en esa dirección. —Vaciló—. Me marcho de permiso dentro de tres días; para entonces tienen que haber devuelto el equipo.

Winfield la saludó a estilo militar.

—Le estamos sinceramente agradecidos, señorita Juste.

Ella se marchó, y Tallon creyó que sus ojos habían parpadeado, especulativamente, en dirección a él, pero la mirada de Hogarth estaba ya enfocada hacia otro punto, de modo que Tallon no pudo estar seguro. Se sentía deprimido por el hecho de que Helen Juste les hubiera recordado que existía un mundo fuera del Pabellón, un mundo al cual ella seguía perteneciendo.

—Creí que iba a quedarse todo el día —se quejó Hogarth amargamente encendiendo su pipa—. No puedo soportar que esa dama flacucha entre en mí taller.