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Los grupos de dígitos que había memorizado eran las coor­denadas del nuevo portal, más el salto de impulsión y el salto adicional involucrados, teniendo en cuenta las diferencias gravitatorias entre Emm Lutero y la Tierra. Representaban nada menos que un flamante planeta tipo Tierra. Él, Sam Tallon, era el poseedor del secreto individual quizá más importante del universo. Pero no iba a morir por él… por nada ni por nadie. Lo único que le debía al Bloque era una tentativa razonable para escapar. Encendió otro cigarrillo y se sentó en el borde de la cama.

En alguna parte de la ciudad de New Wittenburg había un especialista del cual Tallon desconocía el nombre y la direc­ción. El especialista establecería contacto con él cuando pudie­ra hacerlo con seguridad. Su trabajo consistía en administrar la carga de drogas, el tratamiento, que por medios a la vez fí­sicos y psicosomáticos modificaría el aspecto de Tallon lo su­ficiente como para permitirle pasar a través de los puestos de control de la terminal del espacio. Cambiarían su piel, sus ca­bellos, la pigmentación de sus ojos; cambiarían sus huellas dactilares; cambiarían incluso sus medidas Bertillon, por medio de unas drogas que producían tensiones y contraccio­nes en la musculatura y en los tejidos conjuntivos del cuerpo.

Tallon no se había sometido nunca al tratamiento y la pers­pectiva distaba mucho de entusiasmarle, pero sería preferible a perderse de vista en una prisión luterana. Si pudiera salir del hotel y permanecer en libertad, el especialista le encontraría. El problema estribaba en cómo salir.

Chupó profundamente su cigarrillo, casi permitiendo que el humo escapara de su boca, y luego lo absorbió hasta sus pul­mones. El exceso le mareó ligeramente. Se tumbó en la cama boca abajo, apoyándose sobre sus codos, y trató de calibrar objetivamente sus probabilidades.

Con todo su equipo hubieran existido seis posibles vías de escape de aquella habitación —la puerta y la ventana, las otras dos paredes, el suelo y el techo—, pero, gracias a McNulty, se había visto obligado a viajar con las manos prácticamente va­cías. Sin embargo, la P.S.E.L. ignoraba eso, y por ello se ha­bían tomado la molestia de rodearle. Tallon sospechaba que en aquel momento estaban cubriendo la calle, el pasillo y las habitaciones de encima y de ambos lados de la suya.

Aparte de la inútil automática, no tenía más que un par de zapatos de tracción en un estado sumamente dudoso. Supo­niendo que los otros estuvieran realmente allí y no fuera todo producto de sus nervios, la situación era casi desesperada. La única salida que le quedaba era, como se había propuesto inicialmente, andar con toda la tranquilidad posible hacia el res­taurante. Una ventana al final del pasillo daba a una calle dis­tinta. Si lograba alcanzarla, podía haber una leve posibilidad…

Pero esta vez la puerta que daba al pasillo se negó a abrirse.

Tallon hizo girar el pomo violentamente y tiró con todas sus fuerzas; luego recordó que el Bloque le había advertido que debía reposar unas cuantas horas después de haber cerrado la cápsula en su cerebro, o al menos no abusar del ejercicio físi­co. Retrocedió, pues, alejándose de la puerta, casi esperando que se abriera de golpe de un momento a otro. Estaba atrapa­do. La única cuestión que seguía en el aire era cual de las tres redes ejecutivas de la P.S.E.L. estaba a cargo de la operación. La proscripción de las “liquidaciones” directas, impuesta por la rígida semiteocracia que prevalecía en Emm Lutero, les había conducido a desarrollar métodos idiosincráticos de ma­nejar a los prisioneros políticamente peligrosos. El cardex en la memoria de Tallon parpadeó espontáneamente, revelando los nombres y un resumen de lo que era probable que le ocu­rriera “accidentalmente mientras se resistía a ser detenido”.

Estaba Kreuger, aficionado a inmovilizar a sus cautivos cortándoles los tendones de Aquiles; estaba Cherkassky, que les atiborraba de drogas psiconeurales hasta el punto de que uno nunca volvía a gozar de una noche de sueño apacible; y finalmente estaba Zepperitz. Zepperitz y sus métodos hacían que los otros dos parecieran casi bondadosos.

Súbitamente abrumado por su propia estupidez al haberse dejado arrastrar a aquel juego de espionaje, Tallon arrastró una silla hasta el centro de la habitación y se sentó en ella. En­trecruzó sus manos detrás de su espalda —un bulto pasivo— y esperó. La destrucción de Tallon como ser político, iniciada la primera vez que no había logrado encontrar una constelación identificable en el cielo nocturno de Emm Lutero, era ahora completa.

Se sintió frío, aprensivo e imposiblemente enfermo.

II

Hay ochenta mil portales, en números redondos, entre Emm Lutero y la Tierra. Para regresar a casa hay que pasar a través de todos ellos, prescindiendo del miedo cada vez más intenso, prescindiendo de la impresión de sentir cómo el cuer­po deja atrás el alma durante los tránsitos-parpadeo a través de las remotas extensiones del Bloque.

La nave alcanza el primer portal cruzando diagonalmente la corriente galáctica durante casi cinco días. El portal está en la actualidad relativamente cerca de Emm Lutero, pero se es­tán separando el uno del otro a un ritmo de unos seis kilóme­tros por segundo. Esto se debe a que el planeta y su sol pater­no están nadando con la marea galáctica, en tanto que el por­tal es una esfera imaginaria anclada a un punto de la inamovi­ble topografía del no-espacio.

Si la nave lleva un buen equipo de astrogación, puede pene­trar en el portal a toda marcha; pero si las computadoras que la controlan tienen alguna duda acerca de su emplazamiento exacto, pueden pasar días enteros reduciendo velocidad y ma­niobrando para situarse en posición. Ellas saben —y uno, su­dando en su celda G, también lo sabe— que si la nave no se en­cuentra a salvo dentro del portal cuando tiene lugar el salto, sus pasajeros no volverán a respirar el aire suave y compacto de la Tierra. La geometría heterodoxa del no-espacio se encar­gará de eso.

Mientras uno espera, con la garganta seca y la frente hela­da, reza por que un desdichado azar no le proyecte a incontables años-luz de distancia del hogar. Pero esto forma parte de la emoción humana en una tarea.

El no-espacio es incomprensible, pero no irracional. Supo­niendo que todos los órganos de cristal y de metal en las entra­ñas de la nave funcionen correctamente, podrían realizarse un millón de saltos desde A hasta B a través del no-espacio sin el menor tropiezo. Las dificultades surgen debido a que el no-espacio no es reciproco. Habiendo alcanzado B, el mismo salto en dirección contraria no nos devolverá a A; de hecho, nos llevará a cualquier punto fortuito del universo excepto A. Una vez ha ocurrido eso, lo único que se puede hacer es seguir dando saltos y más saltos al azar. Con la suficiente perseve­rancia y muchísima suerte, es posible situarse al alcance de un mundo habitable, aunque las probabilidades en contra son muy elevadas.

En el primer siglo de exploración interestelar, sólo la Tierra envió alrededor de cuarenta millones de exploradores-robot, de los cuales únicamente doscientos lograron regresar. De aquellos doscientos, exactamente ocho habían encontrado sis­temas planetarios utilizables. Ni una sola del puñado de naves tripuladas por hombres que saltaron accidentalmente fuera de un sistema volvió a ser vista… al menos en la Tierra. Es po­sible que algunas de ellas sigan marchando, transportando a los descendientes de sus tripulaciones originales, Holandeses Errantes cósmicos entrevistos únicamente por remotas estre­llas mientras su destino de tránsitos-parpadeo les lleva gra­dualmente más allá del alcance del pensamiento humano.