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Los ocho exploradores afortunados de aquel primer siglo es­tablecieron unas rutas zigzagueantes, que las naves tripuladas por hombres que aparecieron más tarde procuraron seguir cuidadosamente. Ese es el otro aspecto del viaje por el no-espacio que le preocupa a uno mientras espera que actúen los relés. Aunque era una deducción lógica de la ausencia de reci­procidad en el no-espacio, unos cuantos pioneros descubrieron a su costa que saltar desde un punto cercano a A no nos llevará a un punto correspondiente cercano a B. Apartarse dos segundos-luz del punto establecido para el salto, el llamado portal, equivale a iniciar un peregrinaje al azar hacia el lado más remoto de la eternidad.

Por eso, durante los lentos segundos finales en los que uno flota en su celda-G y respira el aire con olor a caucho, reza y suda.

Por eso también, el planeta Emm Lutero, anteriormente una colonia de la Tierra y ahora autónomo, conservaba celosa­mente cuatro grupos de números encerrados en el cerebro de Sam Tallon. Emm Lutero tenía un solo continente, y su acu­ciante necesidad de nuevo espacio vital igualaba al de la pro­pia Tierra. Y en un increíble golpe de suerte, un explorador había descubierto un planeta verde a sólo cuatrocientos porta­les de distancia a la ida y a menos de dos mil a la vuelta.

Lo único que se necesitaba ahora era tiempo para afincarse allí sólidamente antes de que las grandes naves —la invencible esperma de la incesante automultiplicación de la Tierra— pu­dieran penetrar en el nuevo y feraz útero.

III

Tallon no tuvo que esperar mucho.

Su primera noción de que estaba bajo los efectos de un ata­que llegó cuando se encontró bailando con Myra, una mucha­cha que había muerto en la Tierra hacía veinte años.

No, susurró, no quiero esto. Pero ella estaba en sus brazos, y giraban lentamente en la penumbra multicolor del Stardust Room. Tallon trató de sentir la dura presión de la silla en la de­saseada habitación del hotel en Emm Lutero, pero el esfuerzo resultó inútil, ya que aquello formaba parte de un futuro toda­vía muy lejano.

Súbitamente era mucho más joven, trabajando aún para graduarse en electrónica, y tenía a Myra entre sus brazos. Todo era real. Sus ojos se llenaban de embeleso con el espec­táculo de la cascada de cabellos dorados de Myra, de sus ojos color whisky. Se movían lenta y dichosamente al ritmo de la música, con Myra, como siempre, perdiendo un poco el com­pás. Como pareja de baile era una calamidad, pensó Tallon cariñosamente, pero tendría mucho tiempo para solucionar aquello cuando estuvieran casados. Entretanto, le bastaba con deslizarse con ella a través de brumas de color pastel y parpa­deos de estrellas.

El salón de baile se alejó ostensiblemente. Otro momento, otro lugar. Estaba sentado en el cómodo y antiguo bar de Berkeley, esperando a Myra. Oasis de luz anaranjada reflejándose sobre paredes artesonadas con maderas oscuras. Myra se es­taba retrasando demasiado, y él sentía aumentar su irritación. Myra sabía dónde la esperaba, de modo que si por cualquier motivo no podía acudir a la cita podía telefonearle al menos. Probablemente empezaba a sentirse demasiado segura de los sentimientos de Tallon, esperando que él fuera a su casa a en­terarse de lo que había motivado su ausencia. Bueno, le daría una lección. Empezó a beber decididamente, vengativamente… y el horror iba en aumento, extendiéndose como una mancha oscura a pesar de sus frenéticos esfuerzos por impedirlo.

La mañana siguiente. La soñolienta quietud del laboratorio de normas. El periódico extendido sobre el banco de pruebas chamuscado por cigarrillos e, increíblemente, el rostro de Myra mirándole desde las hojas de plástico. Su padre, un gi­gante triste y gruñón que había sido abandonado años antes por la madre de Myra, había asfixiado a Myra con una almo­hada y luego se había cortado las venas de las muñecas con una sierra circular portátil.

Colores disolviéndose, las penetrantes mareas de dolor, otra vez la música, y estaban bailando; pero en esta ocasión Myra se mostraba más torpe que nunca a pesar de la lentitud de los ritmos. Estaba fláccida y pesada. Tallon luchaba por sostener­la, y el aliento de Myra sollozaba y gorgoteaba en su oído…

Tallon gritó y engarfió sus dedos en los grasientos brazos del sillón.

—Ya vuelve en sí —dijo una voz—. Un tipo romántico, ¿ver­dad? Nunca puede saberse si te limitas a mirarles.

Alguien rió silenciosamente.

Tallon abrió los ojos. La habitación estaba llena de hom­bres con los uniformes grises de la fuerza de seguridad civil P.S.E.L. Portaban pequeñas armas, la mayoría de ellas con las embocaduras en forma de abanico de las pistolas-avispa, pero Tallon vio varias bocas circulares pertenecientes a un tipo de arma más tradicional. Los rostros de aquellos hombres refleja­ban diversión y desdén, y algunos de ellos aparecían marcados aún con leves líneas sonrosadas dejadas por las máscaras que les protegían del gas psiconeural. Su estómago eructaba ruidosamente con cada movimiento respiratorio, pero Tallon encontró la náusea física insignifican­te comparada con el torbellino emocional que todavía sacudía sus sentidos. El shock físico estaba mezclado con una insopor­table sensación de ultraje, de haber sido invadido, abierto en canal y clavado a la mesa de disección como un ejemplar de laboratorio. Myra, amor mío… lo siento. Oh, bastardos, son­rientes y asquerosos…

Se tensó por un instante, dispuesto a saltar hacia delante, y luego se dio cuenta de que estaba reaccionando tal como se es­peraba que lo hiciera. Por eso habían utilizado un derivado del LSD en vez de un simple gas anestesiante. Tallon se obligó a sí mismo a relajarse; podía encajar todo lo que Kreuger, Cherkassky o Zepperitz pudieran darle, y lo demostraría. Viviría, en un razonable estado de salud, aunque sólo fuera para leer todos los libros de la biblioteca de alguna prisión.

—Muy bien, Tallon —dijo una voz—. El autocontrol es muy importante en su profesión.

El que había hablado se situó en el campo visual de Tallon. Era un hombre enjuto, de rostro chupado, que llevaba la cha­queta negra y la golilla blanca de un funcionario del gobierno de Emm Lutero. Tallon reconoció el afilado rostro, el cuello verticalmente arrugado y la incongruente ondulada cabellera de Lorin Cherkassky, número dos en la jerarquía de los servi­cios de seguridad.

Tallon asintió impasiblemente.

—Buenas tardes. Me preguntaba…

—Hágale callar —interrumpió un rubio de hombros muy an­chos que llevaba los galones de sargento.

—No se preocupe, sargento —dijo Cherkassky, haciendo señal al joven para que se apartara—. No debemos desalentar al señor Tallon si desea mostrarse comunicativo. Durante los próximos días tendrá que contarnos un montón de cosas.

—Me alegrará contarles todo lo que sé, desde luego —dijo Tallon rápidamente—. ¿De qué serviría tratar de ocultarlo?

—¡Exactamente! —La voz de Cherkassky fue un excitado aullido, que le recordó a Tallon la notoria inestabilidad del hombre—. ¿De qué serviría? Me satisface que lo vea de ese modo. Ahora, señor Tallon, ¿contestará a una pregunta inme­diatamente?

—¿De qué se trata? Sí.

Cherkassky se dirigió hacia la cómoda, moviendo la cabeza sobre el largo cuello como un pavo real a cada paso, y sacó la vacía pistola automática de uno de los cajones.

—¿Dónde está la munición para esta arma?

—Allí. La tiré al cubo de la basura.

—Comprendo —dijo Cherkassky, agachándose para recupe­rar el cargador—. La ocultó usted en el cubo de la basura.

Tallon se removió en su asiento, inquieto. La cosa era de­masiado infantil para ser cierta.

—La tiré al cubo de la basura. No la quería. No quería cau­sar problemas —afirmó, sin levantar la voz.