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Cherkassky asintió con una sonrisa.

—Eso es lo que yo diría si estuviera en su situación. Sí, es casi lo mejor que podría decir—. Deslizó el cargador en la cu­lata de la pistola y se la entregó al sargento—. No pierda esto, sargento. Es una prueba.

Tallon abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla bruscamente. El mismo infantilismo de los procedimientos era una parte importante de la técnica. No hay nada más irritante, más frustrante, que verse obligado a actuar como un adulto mientras todo el mundo a nuestro alrededor se comporta con una malicia juvenil. Pero él lo encajaría todo sin derrumbarse.

Siguió un largo silencio durante el cual Cherkassky le ob­servó atentamente. Tallon permaneció completamente inmó­vil, tratando de rechazar las ráfagas de brillantes recuerdos que le asaltaban ocasionalmente, imágenes de Myra llena de vida, con su piel blanca y sus ojos color whisky. Adquirió conciencia de los barrotes del asiento hundiéndose en la parte posterior de sus piernas, y se preguntó si cualquier movimiento por su parte provocaría el impacto múltiple de una pistola-avispa. La mayoría de las autoridades la consideraban como un arma humanitaria, pero Tallon había interceptado en cierta ocasión y accidentalmente una carga entera de los diminutos dardos llenos de droga, y la subsiguiente parálisis le había cau­sado treinta minutos de agonía.

A medida que el silencio se prolongaba sin que se efectuara ningún preparativo para sacarle del hotel, Tallon empezó a preocuparse. Miró a su alrededor, intentando descubrir una pista, pero los rostros de los agentes de la P.S.E.L. permane­cían profesionalmente impasibles. Cherkassky se movía de un lado a otro con aire de satisfacción, sonriendo y apoyándose contra la pared cada vez que sus ojos se encontraban con los de Tallon.

Tallon empezó a notar una extraña sensación que afectaba a la piel de su frente y de sus mejillas, una sensación de frío mezclada con oleadas de pinchazos pasando a través de los poros individuales. He sido graduado, pensó; estoy teniendo mi primer sudor frío.

Unos segundos más tarde la puerta se abrió de golpe y en­tró un hombre uniformado llevando una pesada caja de metal gris. La depositó sobre una silla, echó una breve ojeada a Tallon y se marchó. Cherkassky chasqueó sus dedos y el sargen­to rubio abrió la caja, dejando al descubierto un tablero de mandos y varias bobinas de plástico. En una bandeja poco profunda, los diez terminales circulares de un lavacerebros bri­llaban como bisutería barata.

—Ahora, Tallon… ha llegado el momento de la verdad —dijo Cherkassky, hablando en el tono de un hombre de negocios.

—¿Aquí? ¿En el hotel?

—¿Por qué no? Cuanto más tiempo conserve la informa­ción en su cerebro, más posibilidades tendrá de transmitirla a otra persona.

—Pero hace falta un psicólogo adiestrado para aislar cual­quier secuencia específica de pensamientos —protestó Tallon—. Puede usted destruir zonas completas de mi memoria que no tienen nada que ver…

Se interrumpió mientras la cabeza de Cherkassky empeza­ba a oscilar ligeramente sobre su cuello de pavo; era evidente que se sentía muy satisfecho de sí mismo. Tallon profirió una maldición que no llegó a convertirse en palabras. Se había pro­puesto encajarlo todo en silencio, absorber todo lo que le echaran… y había empezado a gimotear antes incluso de que le tocaran. Demasiado para la corta y espectacular carrera de Tallon, el Hombre de Hierro. Apretó los labios y miró fija­mente hacia delante mientras Cherkassky colocaba los enla­zados terminales en su cabeza. El sargento dio una señal, y el círculo de uniformes grises se retiró hacia el pasillo, haciendo que la habitación resultara súbitamente más amplia y más fría. A la mortecina luz, la telaraña oscilaba perezosamente, colga­da del tubo del aire caliente.

Cherkassky se situó detrás de la silla que sostenía la caja gris, agachándose un poco para efectuar algunos ajustes en los nonios. Observó atentamente las diversas esferas y alzó la mi­rada hacia el rostro de Tallon.

—¿Sabía usted, Tallon, que su resistencia basal es anormal­mente baja? Tal vez suda demasiado; eso disminuye siempre la resistencia de la piel. Normalmente, no es usted una persona inclinada a sudar, ¿verdad? —Cherkassky frunció la nariz en un gesto de desagrado, y el sargento dejó oír una risita burlo­na.

Tallon proyectó su mirada más allá de Cherkassky, hacia la ventana. La habitación se había llenado de una especie de vaho mientras estuvo atestada, y las escasas luces de la ciudad que eran visibles parecían bolas de algodón iluminado. Anheló encontrarse en el exterior, respirando el cortante aire bajo el cielo estrellado. A Myra le había gustado pasear en noches muy frías.

—El señor Tallon no quiere que perdamos más tiempo —dijo Cherkassky en tono severo—. Tiene razón, desde luego. Vayamos al asunto. En primer lugar, Tallon, convengamos en que no hay ningún malentendido por ninguna de las partes. Se en­cuentra usted en esta situación porque forma parte de una red de espionaje que por pura casualidad obtuvo detalles de las coordenadas del portal y la impulsión y puntos de salto del planeta Aitch Mühlenburg, una adquisición territorial del ve­nerado gobierno de Emm Lutero. La información le fue trans­mitida a usted, y usted la ha fijado en su memoria. ¿Correcto?

Tallon asintió dócilmente, preguntándose si el lavacerebros sería tan desagradable como la cápsula. Cherkassky conectó el control remoto y apoyó su pulgar sobre el botón rojo. Tallon tuvo la impresión de que el instrumento que estaban utili­zando era un modelo estándar, el mismo modelo utilizado por los psiquiatras de menos categoría. Empezó a preguntarse hasta qué punto no era “oficial” el tratamiento a que le sometían. En Emm Lutero, con su único continente regido por un único gobierno mundial, no había existido nunca la necesidad de desarrollar las enormes y altamente organizadas redes de espionaje y contraespionaje que todavía proliferaban en la Tierra. Por tal motivo, los tres dirigentes de la red luterana go­zaban de una libertad casi absoluta, aunque eran responsables ante el Moderador Temporal, el equivalente a un presidente del planeta. La cuestión era hasta qué punto le estaba permiti­do a Cherkassky actuar según sus propias iniciativas.

—De acuerdo, entonces —dijo Cherkassky—. Queremos que concentre sus pensamientos en la información. Procure ser concreto. Y no trate de engañarnos pensando en otras cosas; le estaremos controlando. Levantaré mi mano cuando vaya a borrar, lo cual será alrededor de cinco segundos a partir de este momento.

Tallon se dispuso a ordenar los grupos de cifras, sintiéndose súbitamente invadido por un miedo terrible a perder su propio nombre. La mano de Cherkassky realizó un movimiento preli­minar, y Tallon luchó contra su pánico mientras las cifras se negaban a fluir adecuadamente, a pesar de su memoria adiestrada en el Bloque. Luego… nada. Los números que habrían dado a la Tierra todo un mundo nuevo habían desaparecido. No se había producido ningún dolor, ningún sonido, ninguna sensación de ninguna clase, pero el fragmento vital del conoci­miento ya no era suyo. A medida que la expectación del dolor se desvanecía, Tallon empezó a relajarse.

—No ha sido tan terrible, ¿verdad? —Cherkassky se pasó una mano por la espesa cabellera que parecía medrar como un parásito a costa de su pequeño y frágil cuerpo—. Completa­mente indoloro, diría yo.

—No he sentido nada —admitió Tallon.

—¿Pero la información ha quedado borrada?

—Sí. Ha desaparecido.

—¡Asombroso! —La voz de Cherkassky se hizo coloquial—. Nunca deja de asombrarme lo que es capaz de realizar esta cajita. Hace innecesarias las bibliotecas, ¿sabe? Lo único que cualquiera tiene que hacer es tomar un libro que realmente le guste, y puede leer y borrar, leer y borrar durante el resto de su vida.