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Momentáneamente a salvo, Tallon se dejó caer en el asiento central y activó las pantallas de observación, agradeciendo el meticuloso adiestramiento del Bloque en el manejo de todos los elementos básicos de control.

Las pantallas se llenaron de color, ampliando los pequeños paneles de visión directa, ofreciendo a Tallon una vista de naves y grúas. Captó el cuerpo de Helen cerca del transporte de personal, tendido en la misma posición, con el uniforme verde oscuro, la cabellera rojiza y la mancha de sangre cada vez más extensa.

—Lo siento, Helen —dijo en voz alta—. Lo siento mucho, muchísimo.

—¿Tallon? —restalló una voz en el techo, cerca de su cabeza—. ¿Eres tú, Tallon?

Tallon no vio ninguna rejilla que pudiera dar paso a la voz.

—Sí, soy Sam Tallon —respondió en tono fatigado—. ¿Quién habla?

—¡Fordyce! —Tallon empezó a comprender el enigma de la aparición del otro Tallon—. ¡Me habéis estado controlando todo el tiempo!

—Desde luego. ¿Cómo crees, si no, que hubiéramos podido situar a un hombre en la dirección que tu amiga le dio a Cherkassky? Fue una lástima que tuvieras que contarle a todo el mundo lo de la cápsula cerebral; significa que no podremos volver a utilizar esa técnica. El Bloque te habría hecho objeto de una severa reprimenda.

—¿Me habría?

—Sí… si hubieras logrado escapar. Pero no podrás hacerlo. Hay una escuadrilla de balsas láser encima mismo de tu cabeza, y Heller ha puesto en juego todas las armas nucleares tácticas disponibles en la zona. No conseguirás burlarlas; y si lo consiguieras, la Gran Flota no tardará en darte alcance.

Tallon estaba pensando aún en Helen Juste.

—Creo —dijo maquinalmente— que he cometido todos los errores posibles en este viaje.

—Desde luego —dijo Fordyce, con voz inexpresiva—. Adiós, Tallon.

Tallon no contestó. Acababa de observar que los agentes de la P.S.E.L. se estaban alejando de la Lyle Star a todo correr. Algunos de ellos miraban hacia el cielo mientras corrían, lo cual significaba que las balsas láser se disponían a utilizar sus brillantes lanzas rojas, y que su muerte era ahora cuestión de segundos. Ni siquiera tendría tiempo de hacer despegar la nave.

Desesperadamente, alargó la mano izquierda para iniciar la secuencia de despegue, y observó que sus dedos estaban man­chados de sangre, aunque él no había sentido ninguna herida. Luego recordó el grito de dolor de Seymour cuando estaban acercándose a la rampa. Con su otra mano giró la cabeza del perro para obtener un primer plano del cuerpo. Había un omi­noso orificio en el tórax, inmediatamente encima del vientre, que se dilataba y contraía rápidamente. El pelo de color pardo estaba ahora rojo de sangre.

—Tú también… —murmuró Tallon, notando que Seymour lamía débilmente su mano.

Un fogonazo de luz roja llameó en las pantallas de observa­ción, y el sistema de alarma de la nave desencadenó su estri­dencia mientras las balsas láser se situaban sobre la indefensa nave. Tallon permaneció sentado con la cabeza inclinada du­rante unos segundos, convencido de que iba a morir. Luego hizo algo que sólo habría hecho un hombre que estuviera loco o desesperado: alargó la mano hacia el panel del motor del no-espacio, desconectó todas las válvulas de seguridad, y pulsó el botón que ponía el motor en marcha. El salto a otro continuo aportó un silencio inmediato y un lancinante fogonazo de luz de su juego de ojos. Tallon profirió un gemido de agonía; luego todo terminó. El salto había sido completo.

En el exterior de la nave había la suave y apacible negrura de una parte de la galaxia mucho más allá de la influencia del género humano. Constelaciones desconocidas brillaban en la oscuridad. Tallon no trató de identificar las agrupaciones de resplandecientes puntitos de luz; sabía demasiado acerca de las hostiles geometrías del no-espacio.

Debido a que el salto no había sido realizado desde uno de los portales establecidos, Tallon se había lanzado a un punto fortuito de la rueda galáctica. Lo había hecho impulsado por la desesperación, pero lo había hecho deliberadamente, sabiendo que no podría regresar de aquellas oscuras inmensidades.

XX

Al principio existió únicamente una sensación de vacío y de alivio de unas presiones y una tensión intolerables. La sen­sación era similar a la que había experimentado la noche que huyó del Pabellón, pero ahora inmensamente amplificada. Tallon no tenía ninguna identidad, y ninguna de las responsabili­dades de la identidad. Durante un breve espacio de tiempo no fue nadie, nada, no estuvo en ninguna parte… y se sintió satis­fecho con aquel estado de no-existencia. Luego, parte de su mente empezó a captar el horror. El miedo empapó lentamen­te todo su ser, hasta que Tallon tuvo que apretar con fuerza sus dientes para contenerlo.

No había ningún camino de regreso.

Podía dar otro salto, y otro… hasta que se quedara sin ali­mentos o muriera de vejez. Los tránsitos-parpadeo le llevarían de un lado a otro a través de los campos estelares del infinito. Pero, por muchos saltos al azar que diera, las probabilidades de surgir al alcance de un planeta habitable eran tan escasas como para ser consideradas virtualmente inexistentes. Mientras envejecía, sentado en la misma silla, vería casi todas las manifestaciones de la materia y la energía —estrellas individuales, binarias, múltiples, nubes de gas sin forma, ruedas—… salvo que, desde luego, estaría ciego al cabo de unas cuantas horas.

Tallon se arrancó de la espiral descendente y volvió su atención hacia Seymour, que estaba tumbado en su regazo, tem­blando ligeramente, enroscado alrededor de la oscura herida. Las pulsaciones de su vientre eran ahora más rápidas, pero menos vigorosas. Tallon tenía la completa seguridad de que Seymour se estaba muriendo.

Se quitó la chaqueta, la dobló, la colocó sobre la consola de control de la propulsión antigravitatoria, y depositó al perro encima de ella. Seymour tenía dificultades para mantener los ojos abiertos, y Tallon padecía momentáneas pérdidas de vi­sión. Se levantó y empezó a buscar un botiquín, notando en sus pies la tracción de la gravedad artificial. El campo estaba diseñado para reproducir el peso normal de un hombre, pero como se originaba en las planchas del suelo y estaba sujeta a la ley del cuadrado inverso, la parte inferior del cuerpo era siempre mucho más pesada que la cabeza y los brazos.

No había ningún medicamento a la vista en la sala de con­trol, y para buscar en los otros compartimientos tendría que llevarse a Seymour. Necesitaría comida, y sería mejor organizarlo todo mientras podía ver lo que estaba haciendo.

—Lo siento, Seymour —dijo—. Esta será tu última tarea.

Tallon tomó cuidadosamente al perro en brazos y se dirigió hacia popa. La Lyle Star era básicamente un carguero convencional, con una semicubierta en el morro, la mayor parte de sus elementos motrices en la cola y un cuerpo cilíndrico central para la carga. Su sala de control, los alojamientos de la tripulación y unos almacenes ocupaban la semicubierta, y de­bajo se encontraban el equipo de astrogación, las plantas de energía para los servicios internos y otros heterogéneos alma­cenes. En la parte posterior de la semicubierta un estrecho pa­sillo lateral conducía a la cavernosa bodega. La parte de atrás de la bodega estaba atestada de balas de plantas proteínicas deshidratadas, pero la parte delantera aparecía despejada, con las argollas de amura del carguero recogidas en sus nichos. Tallon sabía que la nave estaba armada, pero no había ningún tipo de sistemas ofensivo a la vista, de modo que tuvo que llegar a la conclusión de que el Bloque había empezado a utilizar un material mucho más sofisticado desde la última vez en que él había viajado a bordo de una de sus embarcaciones. Una breve ojeada a los indicadores del nivel de existencias en los almacenes de víveres le permitió comprobar que dispo­nía de reservas para quince años, como mínimo. La idea de pasar todo aquel tiempo en la oscuridad y después morirse de hambre resultaba de lo más deprimente. Tallon se alejó a toda prisa de allí para ir a empujar otras puertas y asomarse breve­mente a unas habitaciones vacías.