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Confiando en el éxito y temiendo la decepción, Tallon se en­caramó al asiento central y gateó hacia la caja. El lado abierto estaba casi en contacto con los barrotes de la silla, y cuando Tallon se arrodilló en el espacio delimitado por las tres pare­des de la garita quedó eficazmente aislado de los paneles de vi­sión directa. Colocó su mano derecha en torno al lado de la garita, atrajo hacia él la consola del motor del no-espacio, y localizó el botón del salto. Con su mano izquierda buscó el orificio que había practicado en la pared central —ahora el único canal por el cual las señales nervio-ópticas podían alcan­zarle— y situó sus ojos directamente detrás de él.

Esta vez, cuando apretó el botón del salto, el fogonazo fue —tal como había esperado— un súbito y breve resplandor de soportable intensidad. Ahora había llegado el momento de la prueba crucial. Dio una serie de saltos, procurando mantener su cabeza en la misma posición con respecto al orificio; luego salió de la garita, sonriendo de satisfacción. Los fogonazos ha­bían variado de intensidad.

Ignorando las insistentes llamadas del hambre, Tallon de­sactivó la unidad motriz del no-espacio y situó los generadores para control manual. La Lyle Star estaba ahora ajustada para viajar por el universo del no-espacio sin modificar su posición en cualquiera de los dos planos de existencia.

Tallon separó un módulo computador numérico simple de la instalación principal y pasó algún tiempo familiarizándose con su teclado, esforzándose por recuperar la antigua y casi olvidada pericia mediante la cual sus dedos convertían al ins­trumento en una extensión de su cerebro. Cuando estuvo pre­parado, se visualizó a sí mismo como situado en el centro de una esfera hueca, y asignó coordenadas básicas de dos mil puntos regularmente espaciados en la superficie interior de la esfera. El siguiente paso del proyecto era hacer girar la Lyle Star alrededor de sus tres ejes mayores, alineando la proa con todos los puntos sucesivamente. En cada una de las posiciones realizaba el tránsito al no-espacio, calculaba en una simple es­cala arbitraria la brillantez de la señal que estaba recibiendo, e introducía la información en el computador.

Tuvo que interrumpir su trabajo tres veces para dormir antes de darlo por terminado, pero al final tenía en sus manos —por lastimosamente incompleto que fuera— el primer mapa que el hombre había trazado del universo del no-espacio.

Concretamente, era un modelo computador de baja definición de la disposición de las rutas comerciales galácticas, vistas desde un punto del no-espacio. Lo que ahora necesitaba era un modelo similar del universo del espacio normal, visto desde el mismo punto. Con ello, podría introducir los dos en el gran computador, que establecería una comparación. Había diecinueve mundos en el Imperio, y como los portales iniciales y terminales para todos menos dos de ellos se encontraban cerca de la Tierra, el modelo del espacio-normal mostraría una notable concentración en aquella zona. El mapa del no espacio no mostraría una concentración idéntica, ya que no existía una correspondencia uno-por-uno entre los dos continuums, pero Tallon confiaba en que un computador encontraría alguna correlación entre los dos. Y si lo hacía… Tallon estaría en casa, en más de un sentido.

Como si quisiera celebrar el éxito por anticipado, Tallon de­cidió obsequiarse con una comida extraordinaria mientras pensaba en el paso siguiente. Guisó un enorme filete y empezó a reducir sistemáticamente su provisión de cerveza. Después de comer se sentó plácidamente en la semicubierta y pasó revista a la situación. Hasta entonces se había desenvuelto bastante bien a ciegas, pero ello era debido a que resolvía problemas familiares con instrumentos que podía manejar casi por instinto. Construir un modelo computador de su propio uní verso de espacio normal resultaría, paradójicamente, más difícil. No sería capaz de “ver” la densidad de las entretejidas rutas espaciales, y la alternativa era introducir las coordena­das galácticas de cada portal. Esto significaría una tarea enor­me: el viaje desde Emm Lutero a la Tierra, por ejemplo, impli­caría introducir tres coordenadas por cada uno de los ochenta mil portales. Podía hacerse, desde luego —los datos estarían almacenados en alguna parte—, pero sin ojos iba a resultar… difícil. La palabra “imposible” había acudido al cerebro de Tallon, que se había apresurado a rechazarla.

Tallon bebió con moderación, sintiendo apagarse su entu­siasmo inicial. Debido a su ceguera, le aguardaba al parecer la tarea de explorar a fondo el principal computador, desmon­tándolo y volviendo a montarlo en la oscuridad, simplemente para llegar a conocerlo. Luego tendría que escuchar todo lo que tuviera acceso a su memoria, hasta obtener los datos que necesitaba. Eso podía durar cinco o diez años. Podía morirse de hambre antes de llevar a cabo lo que un hombre dotado de vista, capaz de leer el lenguaje del computador, podía realizar en unas horas.

Tallon empezó a dormitar, pero fue despertado por un ruido furtivo que no había oído durante muchos años. El miedo le paralizó por unos instantes, hasta que identificó el sonido. Es­taba oyendo a un descendiente del primer polizón que navegó a bordo de un barco en épocas remotas, cuando el hombre descubrió que podía viajar por los mares de la Tierra.

Era una rata.

XXII

Tallon había olvidado que no había ninguna luz encendida en el interior de la nave. Localizó el panel de iluminación en la consola de control y pulsó todos los interruptores, pero a pesar de que el juego de ojos funcionaba a toda potencia no captó nada. Llegó a la conclusión de que esto era debido al ex­ceso de tamizado entre la rata y él, o a que la rata se ocultaba más allá del alcance de la luz. Cualquiera de los dos factores, o ambos, habían impedido que Tallon descubriera al animal antes de que este se decidiera a moverse en busca de comida.

Tallon salió de la sala de control y se dirigió al estrecho pa­sillo situado sobre la bodega. Inclinándose por encima de la barandilla detectó algo, no tanto un resplandor luminoso como una leve disminución de la oscuridad. Era un nuevo tipo de problema. No sólo tenía que adaptarse a tener los ojos se­parados de su cuerpo, sino también deducir exactamente dón­de estaban sus ojos, basándose en unas pistas mínimas.

La rata estaba probablemente en alguna parte entre las balas de plantas proteínicas, pero recordando la rapidez con que había desaparecido cuando trató de agarrarla en la semicubierta, Tallon comprendió que sería inútil perseguirla de un lado a otro de la nave. Decidió instalar una trampa.

Existía el viejo truco de colocar una caja en el suelo y man­tener levantado uno de sus bordes por medio de un corto palo, que sería retirado cuando la presa estuviera debajo de la caja. Pero Tallon cambió de idea al recordar un experimento que había realizado en su niñez y que terminó con la muerte por aplastamiento de un pobre ratón. En las actuales circunstan­cias, la rata, que probablemente había subido a bordo en Parane, era más valiosa que el mejor de los caballos de carreras.

Tallon fue en busca de un trozo de pan, lo colocó cerca de las balas de plantas y se tumbó a poca distancia. Cerró los ojos y fingió dormir. A medida que transcurrían los minutos casi llegó a dormirse de veras. Luchó decididamente contra aquella especie de modorra; luego empezó a notar un aumento gradual de la claridad. Unas zonas grises surgieron de la oscu­ridad, seguidas de un fragmento irregular de resplandor seme­jante a la boca de una cueva. Una forma enorme se movió muy cerca, pavorosamente; unos ojos rojizos brillaron, espe­culativa y fríamente. Tallon suspiró silenciosamente. Supo que su rata había pasado simplemente cerca de otra rata que salía de su madriguera.