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De pronto pudo ver brillantes planchas metálicas del suelo en primer plano, extendiéndose hacia horizontes oscuros como un desierto sin vida. Encima había un cielo extraño, una sugerencia de inmensidad cavernosa. El interior de la bodega, visto por una rata, era un universo raro y hostil en el cual el ins­tinto natural era buscar la seguridad de los rincones oscuros, para solaz de los compañeros de ojos rojizos en las negras ma­drigueras.

Tallon se preguntó, inquieto, si el juego de ojos podría ser un receptor más eficaz de lo que había imaginado. ¿Era posi­ble que existiera una conexión entre las señales suministradas a la corteza visual y los otros procesos mentales del animal o la persona afectados, una especie de superposición emocional? Quizá, si sintonizaba con un toro que estuviera contemplando las oscilaciones de un trapo rojo, captaría sensaciones de ra­bia… Quizá el utilizar los ojos de Cherkassky le había conver­tido en un despiadado asesino, en un instrumento que se limitó a reflejar los feroces instintos del agente de la P.S.E.L. en una nueva manifestación de justicia poética. En ese caso, ¿le ha­bían transmitido amor los ojos de Helen? Absorto en esta idea, Tallon apenas observó el trozo de pan haciéndose visible a medida que la rata se acercaba a él. El pan se acercó más, se convirtió en una montaña de comida; luego, su propio rostro gigantesco, barbudo y soñoliento, se irguió en el amenazador horizonte. La escena se prolongó largo rato, y Tallon se obligó a sí mismo a permanecer inmóvil. Fi­nalmente, la rata reanudó su avance. Tallon espero hasta que la brillante estructura celular del pan estuvo muy cerca, y en­tonces saltó hacia delante. Vista a través de los ojos de la rata, su tentativa para capturarla resultaba casi cómica.

Al primer movimiento de los torpes dedos del gigante todo se hizo borroso, y Tallon volvió a sumergirse en un mundo de formas apenas entrevistas. Lo intentó tres veces más, con el mismo resultado, antes de admitir que tendría que encontrar un sistema mejor. ¿Qué ocurriría, pensó, si no podía capturar­la?

El cuadro se hizo todavía más ridículo. En la burbuja metálica de luz y aire, un hombre con ojos de plástico arrastrándose en interminable persecución de un roedor, sin capturarlo nunca porque el único momento en que lo veía era cuando el roedor le miraba a él…

—Si un buen espadachín te reta en duelo —dijo Tallon en voz alta—, insiste en luchar con pistolas.

El sonido de su voz en la solitaria quietud de la nave le re­cordó que era, después de todo, un ser humano, un miembro de la especie cuya mejor arma era el pensamiento, algo peli­grosamente fácil de olvidar en unas circunstancias como las que estaba viviendo.

Recogió el pan y fue a colocarlo sobre las planchas al final del pasillo que conducía a la sala de control. Se detuvo un ins­tante en la semicubierta, y luego entró en la sala de control y se sentó. Esta vez Tallon esperó hasta que la rata enterró su hocico en la montaña de comida. Entonces efectuó su movi­miento.

Desconectó la gravedad artificial. Mientras la rata se agitaba y chillaba flotando en el aire, Tallon avanzó hacia ella, con una jarra de plástico transparen­te que había tomado en la semicubierta. Al verle, los movi­mientos de la rata se hicieron frenéticos, contorsionando su cuerpo como un pez recién capturado y dejado caer sobre la hierba de la orilla del río, planteándole a Tallon —que sólo ob­tenía una visión fragmentaria y oscilante de sí mismo— un de­licado problema de balística. A la segunda tentativa capturó al animal, tapó la jarra y sonrió levemente mientras el recipiente de plástico vibraba en su mano.

Lo primero que hizo Tallon con sus nuevos ojos fue instruir a la Lyle Star para que descubriera dónde se encontraba.

El complejo de astrogación tardó solamente unos segundos en establecer la posición aproximada de las otras diecisiete ga­laxias del grupo, y luego pulir y confirmar sus hallazgos con lectura quasar. La nave se hallaba a unos 10.000 años-luz del centro galáctico, y a unos 35.000 años-luz de la Tierra. Tallon estaba habituado a las distancias interestelares, pero resultaba difícil contemplar las resplandecientes cifras que colgaban en el aire encima del computador sin una helada sensación de de­saliento. La distancia a través de la cual esperaba encontrar su camino de regreso era tan grande que la luz del Sol no podría alcanzarle; habría sido absorbida por el polvo interestelar en el trayecto. Pero si no hubiera polvo, y si Tallon dispusiera de un telescopio de potencia y capacidad de análisis ilimitadas, po­dría mirar a la Tierra y ver a hombres del Paleolítico Superior empezando a afirmar su supremacía sobre los bosques de la Tierra y portando orgullosamente sus armas de pedernal re­cientemente perfeccionadas.

Tallon trató de visualizarse a sí mismo cruzando con éxito aquella bóveda inimaginable —sentado en el gran sillón, con una rata cautiva parpadeando malévolamente en una jarra de plástico sobre las rodillas de Tallon—, guiado solamente por una idea nacida en la ceguera en su propia mente y girando ahora sin cesar en las células cerebrales de un computador. Por fantástica que fuera la visión, tenía que seguir adelante e intentarlo.

Para construir su modelo de las rutas espaciales, Tallon transfirió la posición de cada portal, expresada como coorde­nadas absolutas, al volumen operativo del computador, y las convirtió en coordenadas basadas en la actual posición de la Lyle Star. Esto le llevó algún tiempo, pero le proporcionó un mapa que era el equivalente en el espacio normal del que ya poseía del no-espacio. Luego introdujo el módulo conteniendo a este último mapa en el cuerpo principal del computador y lo programó para descubrir la correspondencia, si existía alguna. Era posible también que existiera una auténtica corresponden­cia tan atenuada que sólo pudiera ser descubierta por una de las redes de computadores tan amplias como el planeta que funcionaban en la Tierra, pero Tallon se negó a pensar en esa posibilidad.

Una hora más tarde el computador tintineó suavemente, y una serie de ecuaciones aparecieron en el aire encima de él, con los resplandecientes símbolos colgando silenciosamente sobre su proyector de soluciones. No era necesario que Tallon las entendiera —el complejo de astrogación era capaz de ab­sorber la información y actuar consecuentemente por sí mis­mo—, pero tenía un lógico interés en ver por sí mismo lo que podía ser perfectamente la piedra filosofal matemática que convertiría el plomo del no-espacio en el oro del espacio nor­mal.

Por un instante las ecuaciones parecieron absolutamente in­comprensibles, como si las captara no sólo con los ojos de una rata sino también con el cerebro de una rata. Contempló fija­mente las cifras, sosteniendo la jarra de plástico en alto delan­te de ellas, y paulatinamente fueron aclarándose, a medida que despertaban las adormiladas facultades matemáticas de Tallon. Reconoció los elementos de una superficie de onda cuatridimensional, el quartic, y súbitamente se dio cuenta de que estaba contemplando una definición incompleta y disfrazada de una superficie de Kummer. Esto significaba que el no-espacio era análogo a una superficie de singularidad de segun­do grado: una entidad interconectada, con dieciséis nódulos reales y otros tantos planos tangentes dobles. En consecuen­cia, no era de extrañar que, con una mezquina provisión de puntos de referencia, los años de investigación en las astrogación del no-espacio no hubiera llegado a ninguna parte.

Tallon sonrió. Si salía con bien de su actual situación, y re­sultaba que el matemático alemán del siglo XIX, Ernst Kum­mer, había sido un luterano, lo irónico del caso no tendría pa­rangón.

Tallon volvió a conectar el complejo de astrogación y la unidad motriz del no-espacio, y marcó las coordenadas y el in­cremento de salto para lo que esperaba que fuera el primer vuelo controlado en la historia de los viajes interestelares. Se quitó el juego de ojos, para evitar una prolongada explosión de luz, y lanzó a la nave al continuum del no-espacio durante los ocho segundos exigidos por las nuevas ecuaciones.