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Cuando volvió a colocarse el juego de ojos permaneció sen­tado y sudoroso durante unos segundos antes de levantar la rata de modo que le permitiera ver el informe de posición en el complejo de astrogación. Ofrecía una larga hilera de coorde­nadas absolutas que Tallon estaba demasiado excitado para comprender. Instruyó al computador para que redujera la in­formación a una sola cifra: la distancia geodésica entre la Lyle Star y la Tierra.

La nueva respuesta era ligeramente inferior a un centenar de años-luz.

Suponiendo que no hubiera realizado un salto fortuito afor­tunado, aquello significaría un error de sólo una tercera parte de un porcentaje de la distancia total.

Temblando ligeramente, de un modo impropio para el con­quistador del no-espacio, Tallon programó el salto siguiente y lo llevó a cabo. Esta vez, cuando volvió a ponerse el juego de ojos vio una brillante estrella en el cielo reflejada en las pantallas de observación. El computador señaló una distancia infe­rior a medio año-luz.

Tallon dio rienda suelta a su alegría sin la menor inhibición, y apretó la jarra de plástico, lamentando no poder transmitir a su estólido compañero la idea de que la gama que brillaba de­lante de ellos era el sol que había iluminado el camino, para que los antepasados de ambos surgieran del mar, y que sus cuerpos habían sido creados de su abundante energía, y que representaba todo lo que resumía la palabra “hogar”. No im­porta, pensó, tú y aquella otra rata de la madriguera estáis pensando cosas que yo tampoco soy capaz de comprender.

Dio otro salto, consciente de que este podía ser el último antes de poner en marcha el motor de iones. Cuando quedó completado, Tallon levantó el juego de ojos, sabiendo que tenía que encontrarse en el sistema solar, posiblemente a la vista de la propia Tierra.

Antes de que pudiera colocar el juego de ojos sobre el puen­te de su nariz, el ronco sonido de una sirena de alarma estalló a través de la sala de control.

—Identifíquese inmediatamente —ordenó una voz desabrida desde el sistema de comunicación externo—. Conteste enseguida, o será destruido por los misiles que ya han sido lanza­dos hacia su posición.

La voz repitió el mensaje en los idiomas más importantes de todo el Imperio.

Tallon suspiró profundamente. Había cruzado la mitad de la galaxia; y ahora sabia, más allá de toda duda, que había lle­gado a casa.

XXII

—Esta es la última advertencia. Identifíquese inmediatamen­te.

Tallon activó el sistema de comunicaciones.

—Hagamos las cosas un poco distintas, por una vez —di­jo—. ¿Por qué no se identifica usted?

Se produjo un silencio, y cuando la voz habló de nuevo contenía una nota de indignación apenas perceptible.

—Repetiré esta advertencia una sola vez: los misiles ya han sido enviados hacia su posición.

—No los malgaste —dijo Tallon en tono casual, apoyando sus dedos sobre el botón de salto al no-espacio—. No pueden alcanzarme. Y yo repito: quiero saber su nombre y gradua­ción.

Otro silencio. Tallon se echó hacia atrás en el gran sillón. Sabía que estaba mostrándose innecesariamente desagradable, pero aquellos 35.000 años-luz habían arrancado de él los últi­mos vestigios de tolerancia hacia el sistema político-militar en el cual había pasado la mayor parte de su vida. Mientras espe­raba una respuesta, programó a la Lyle Star para un salto a través del no-espacio de sólo medio millón de kilómetros, y lo mantuvo en reserva. Cuando terminó, unas ondas prelimina­res de color parpadearon en el aire delante de él, revelando que en alguna parte los técnicos en comunicaciones estaban traba­jando para establecer contacto visual con su nave.

Los colores aumentaron bruscamente la intensidad de su brillo y se conjugaron hasta formar una imagen tridimensional de un hombre de rostro severo y cabellos grises que vestía el uniforme de mariscal. Estaba sentado, y la imagen era tan buena que Tallon podía ver la red de venas diminutas en sus pómulos. El mariscal se inclinó hacia delante, con la incredu­lidad pintada en sus ojos.

—Su nombre, por favor —dijo Tallon en tono decidido, no haciendo ninguna concesión por el efecto que su aparición iba a producirle al mariscal.

—No sé quién es usted —dijo el mariscal lentamente—, pero acaba de suicidarse. Nuestros misiles casi han alcanzado el punto de coincidencia. Ahora es demasiado tarde para dete­nerlos.

Tallon sonrió, disfrutando un momento de megalomanía; y cuando los indicadores de proximidad dieron la alarma, pulsó el botón del salto. Un torrente de resplandor inundó sus ojos, pero se trataba únicamente del ahora familiar fogonazo del no-espacio.

Cuando la Lyle Star emergió de nuevo en el espacio nor­mal, la imagen del mariscal se había desvanecido, pero volvió a formarse unos segundos después. El hombre parecía descon­certado.

—¿Cómo ha hecho eso?

—Su nombre, por favor.

—Soy el mariscal James J. Jennings, comandante del Tercer Escalón de la Gran Flota de la Tierra Imperial —el mariscal se removió nerviosamente en su asiento; tenía el aspecto de un hombre que se está tragando una píldora muy amarga.

—Escuche con mucha atención lo que voy a decirle, maris­cal; es lo que quiero que haga.

—¿Qué le hace…?

—Por favor, calle y escuche —le interrumpió Tallon fríamen­te—. Soy Sam Tallon, ex miembro de los Servicios de Inteli­gencia Amalgamados, y estoy pilotando la Lyle Star, que fue enviada a Emm Lutero para recogerme. Puede usted confir­mar esto con relativa facilidad. El mariscal se inclinó a un lado, escuchando algo que no es­taba siendo transmitido a la nave. Asintió varias veces con la cabeza y volvió a encararse con Tallon.

—Acabo de comprobarlo. La Lyle Star fue enviada a Emm Lutero, en efecto, pero tuvo problemas. Alguien de la nave dio un salto al no-espacio, con Tallon a bordo… lo cual significa que está usted mintiendo.

Tallon habló furiosamente.

—He recorrido un largo trayecto, mariscal, y estoy…

Se interrumpió al ver que Jennings se levantaba de su silla y desaparecía durante unos segundos. Luego regresó.

—Es correcto, Tallon —dijo el mariscal con una nueva nota de respeto en su voz—. Acabamos de obtener un informe vi­sual de su nave. Es la Lyle Star, en efecto.

—¿Está seguro? Yo podría haber pintado el nombre en el casco.

Jennings asintió.

—Es cierto, pero nosotros no nos guiamos por el nombre. ¿Ignora usted que arrastra un soporte para naves y varios mi­llares de metros cuadrados de hormigón de espaciopuerto? Hay también un par de hombres muertos con uniformes lute­ranos orbitando a su alrededor.

Tallon había olvidado que la Lyle Star tenía que haber arrancado un trozo de Emm Lutero y haberlo arrastrado al no-espacio. El vacío instantáneo creado por el despegue de la nave tenía que haber causado estragos en aquella zona de la terminal. Y el cadáver de Helen se encontraba muy cerca. Su necesidad de Helen, amortiguada por el peligro y la desespera­ción, fue súbitamente aguda, borrando todo lo demás en su mente. Oh, si estuviera donde reposa Helen…

—Debo disculparme con usted, Tallon —dijo Jennings—. Ha existido un estado de guerra entre la Tierra y Emm Lutero du­rante tres días. Por eso nos mostramos tan bruscos cuando su nave fue detectada tan cerca de la Tierra y tan lejos de un por­tal. Tenía todos los indicios de un ataque por sorpresa…—No se disculpe, mariscal. ¿Puede facilitarme una comuni­cación directa con el Bloque? ¿Ahora mismo?