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—Ese no es mi departamento, Tallon. El doctor Heck le exa­minará en cuanto yo haya terminado, y estoy seguro de que hará todo lo que se pueda hacer.

Absorto en la idea de que quizá sus ojos no estaban tan da­ñados como había imaginado, Tallon permaneció paciente­mente sentado a través de los diversos tests, que duraron casi una hora. El programa incluía más de una decena de diminu­tas inyecciones, algunas de las cuales provocaron intensos ata­ques de náuseas y vértigo. Las preguntas le eran formuladas en continua sucesión, a menudo por voces femeninas, aunque él no había oído entrar a nadie en la habitación. A veces, las voces que interrogaban parecían surgir de su propio cerebro: persuasivas, seductoras o amenazadoras, alternativamente, y siempre irresistibles. Tallon oyó su propia voz balbuceando respuestas incoherentes. Finalmente notó que desconectaban las terminales de su cabeza y de su cuerpo.

—Eso es todo de momento, Tallon —dijo el doctor Muller—. En lo que a mí respecta, está usted libre. Voy a certificar que hay en usted un riesgo de seguridad de tercera categoría nor­mal, lo cual significa que podrá convivir con los otros presos y disfrutar de todos los privilegios acostumbrados. En cierto sentido, es usted afortunado.

—Supongo que utiliza usted la palabra en una acepción muy amplia, doctor —dijo Tallon, palpando el vendaje que cubría sus ojos—. ¿O me considera afortunado en comparación con otras personas que Cherkassky ha traído aquí?

—Le considero afortunado teniendo en cuenta el tipo de información que usted poseía: cualquier otro gobierno del uni­verso, incluyendo al de la Tierra, le hubiera ejecutado inmedia­tamente.

—Cherkassky intentó ejecutar mi mente. Siguió apretando el botón rojo de aquella…

—¡Basta! —La voz de Muller había perdido su afabilidad—. Ese no es mi departamento.

—Perdone, doctor. Creí que había dicho que era el jefe de psicología ¿O es que prefiere no pensar demasiado en la clase de hombres para los cuales trabaja?

Siguió un largo silencio. Cuando Muller habló de nuevo, había recobrado su cordialidad profesional.

—Le estoy recetando algo que le ayudará a superar el inevi­table periodo de adaptación, Tallon. Estoy convencido de que acabará por encontrarse muy bien aquí. Ahora le examinará el doctor Heck.

Muller debió de haber transmitido algún tipo de aviso, ya que una puerta se abrió silenciosamente y Tallon notó que una mano agarraba su brazo. Fue conducido fuera de la habita­ción y a lo largo de más pasadizos. El bloque médico, al pare­cer, era mucho mayor de lo que había esperado. Aunque a re­molque de la Tierra en muchos campos de investigación, era posible que Emm Lutero estuviera muy avanzada en técnicas quirúrgicas.

Después de todo, pensó Tallon, estamos en el siglo veinti­dós. Y una persona herida podía beneficiarse de muchos pro­gresos: microcirugía, regeneración de células, cirugía electró­nica, soldadura de tejidos…

Cuando fue escoltado hasta una habitación que olía a anti­sépticos, Tallon estaba empapado en sudor y temblaba de un modo incontrolable. Alguien le guió hasta lo que parecía un alto diván y le hizo tumbarse en él. Una sensación de calor en la frente y en los labios le reveló que su rostro estaba iluminado por unos potentes focos. El silencio era interrumpido únicamente por un suave rumor de pasos y un leve crujir de tela cerca de Tallon, el cual luchó por dominar su temblor, pero le resultó imposible; el hálito de esperanza que le habían insufla­do las palabras del doctor Muller había estropeado sus meca­nismos de control.

—Bueno, señor Tallon —la voz del hombre tenía el ligero acento germano corriente en Emm Lutero—. Veo que está usted nervioso. El doctor Muller ha dicho que necesitaba usted medicación. Creo que le suministraremos un par de centíme­tros cúbicos de una de nuestras mezclas de tranquilidad desti­lada.

—No la necesito —dijo Tallon en tono decidido—. Si no hay inconveniente por su parte, me gustaría que examinara… que examinara…

—Comprendo. Voy a echar un vistazo.

Tallon notó que le quitaban suavemente el vendaje; y luego, increíblemente, el doctor Heck empezó a silbar.

—Oh, si, ya veo… ya veo. Un desgraciado accidente, desde luego, pero las cosas podrían haber sido mucho peores, señor Tallon. Creo que podremos arreglar esto sin demasiadas difi­cultades. Requerirá algún tiempo, probablemente más de una semana, pero le echaremos un buen remiendo.

—¿De veras? —inquirió Tallon, y contuvo la respiración, extasiado—. ¿De veras cree usted que podrá hacer algo con mis ojos?

—Desde luego. Empezaremos a trabajar con los párpados mañana por la mañana (esa es la parte más complicada), y limpiaremos el puente de la nariz, y haremos algo con las ce­jas.

—Pero, mis ojos… ¿Qué me dice de mis ojos?

—No habrá problemas. ¿De qué color los quiere?

—¿Color? —Un escalofrío de miedo recorrió el cuerpo de Tallon.

—Sí —dijo Heck jovialmente—. Es una pequeña compensa­ción por estar ciego, pero podemos proporcionarle un par de ojos de plástico, de color castaño, realmente hermosos. Pueden ser azules… pero creo que ese color no le quedaría bien, y yo no se lo recomendaría, sinceramente.

Tallon no respondió. Transcurrió una helada eternidad antes de que sintiera penetrar en su brazo la ansiada aguja hipodérmica.

V

La rutina diaria en el Pabellón, tal como la explicaron a Tallon, era sencilla: más sencilla para él que para los otros pre­sos, ya que estaba rebajado de toda actividad a excepción de las tres sesiones diarias de rezos. Hasta donde se le alcanzaba, el Pabellón parecía más un campamento de instrucción militar que una cárcel. Los reclusos trabajaban siete horas al día en numerosas tareas serviles, con un mínimo de regimentación, y tenían una biblioteca y facilidades para practicar varios depor­tes.

Hasta cierto punto era un lugar agradable para residir, salvo que aquella residencia tenía carácter definitivo: las únicas sentencias que allí se pronunciaban eran a perpetuidad.

Acompañado al campo de ejercicios el primer día que salió del bloque médico, Tallon se sentó en el suelo con la espalda apoyada contra una pared calentada por el sol. Era una maña­na tranquila, apenas soplaba la brisa, y el patio de la prisión era una babel de sonidos —pasos, voces, otros ruidos sin iden­tificar—, y más allá de ellos el audible movimiento del mar. Tallon apretó su espalda contra las cálidas piedras y trató de po­nerse cómodo.

—Bueno, aquí le dejo, Tallon —dijo el guardián—. Sus com­pañeros le indicarán dónde está todo. Diviértase.

—¿Cómo podría dejar de hacerlo?

El guardián rió sardónicamente y se alejó. Apenas se había apagado el sonido de sus pasos cuando Tallon notó que algo rozaba ligeramente su pierna extendida. Se inmovilizó, tratando de recordar si en la parte meridional del continente había algún tipo de insectos particularmente desagradables.

—Disculpe, señor. ¿Es usted Sam Tallon?

La voz le sugirió la imagen de un político inculto, de rostro rubicundo y cabellos blancos.

—El mismo —Tallon se frotó nerviosamente la pierna, pero no notó nada anormal—. Sam Tallon.

—Me alegro mucho de conocerle, Sam —el recién llegado se sentó al lado de Tallon, resoplando fuertemente mientras lo hacia—. Yo soy Logan Winfield. Aquí en el Pabellón es usted todo un héroe, ¿sabe?

—Lo ignoraba.

—Oh, sí. Ninguno de nosotros aprecia al señor Lorin Cherkassky —explicó Winfield—, y en consecuencia apreciamos al hombre que ha sido capaz de enviarle al hospital para una es­tancia prolongada.

—No me proponía enviarle al hospital. Quería matarle.