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—Una laudable ambición, hijo mío. Lástima que no tuviera éxito. Sin embargo, su conducta le ha ganado a usted la amis­tad de por vida de todos los hombres de esta prisión; de por vida, porque imagino que esa será su sentencia.

—Supongo que sí.

—Supone usted bien, hijo mío. Una de las grandes ventajas de mezclar el luteranismo, del tipo que aquí tenemos, con el gobierno, es que simplifica el procedimiento para librarse de los políticos. La teoría parece ser la de que, dado que nos hemos condenado alegremente a nosotros mismos a tormen­tos eternos en el más allá con nuestros propios actos, apenas nos daremos cuenta del paso de toda una vida mortal en la prisión.

—Una curiosa teoría. ¿Por qué está usted aquí? —preguntó Tallon por pura cortesía, ya que lo único que realmente desea­ba hacer era permanecer sentado al sol y dormitar. Había descubierto que aún podía soñar, y en sueños sus castaños ojos de plástico eran tan buenos como unos ojos de verdad.

—Soy doctor en medicina. Llegué aquí procedente de Louisiana cuando este planeta fue alcanzado por primera vez. En­tonces no se llamaba Emm Lutero, desde luego. Dediqué toda una vida de duro trabajo a este mundo, y lo amaba. De modo que cuando se separó del Imperio, trabajé para devolverlo a su verdadero destino.

Tallon sonrió con cierto sarcasmo.

—Supongo que cuando pasó usted a los detalles prácticos de su tarea para devolver un mundo a su verdadero destino, esa tarea incluía el librarse de los políticos obstinados…

—Bueno, hijo mío, en mi planeta natal teníamos el dicho de que vale más prevenir que curar. De modo…

—De modo que está usted en prisión a perpetuidad por algo que le hubiera valido la misma sentencia, o peor, bajo cual­quier otro régimen político —Tallon habló furiosamente, y cuando hubo terminado se produjo un largo silencio. Un in­secto zumbó cerca de su rostro y luego se alejó en el cálido aire.

—Me sorprende oírle hablar de esa manera, hijo mío. Creí que teníamos intereses comunes, pero temo haberme equivo­cado. Me marcho.

Tallon asintió y escuchó cómo Winfield se ponía trabajosa­mente en pie. Algo volvió a rozar ligeramente su pierna. Esta vez alargó la mano hacia ello y se encontró sujetando la conte­ra de un bastón.

—Perdone —dijo Winfield—. El bastón es un recurso antiguo de los miembros de nuestra cofradía, pero su utilidad es indis­cutible. Sin él hubiera caído sobre sus piernas, con las consi­guientes molestias para ambas partes.

Transcurrieron varios segundos antes de que Tallon consi­guiera absorber el pleno significado de las palabras del doctor Winfield.

—Espere un momento. ¿Quiere usted decir que es…?

—La palabra es ciego, hijo mío. Dentro de unos años se ha­brá acostumbrado a pronunciarla.

—¿Por qué no me lo dijo antes? Yo no lo sabía. Vuelva a sentarse, por favor.

La mano de Tallon encontró el brazo del hombre y lo retu­vo. Winfield pareció considerar la idea; luego se sentó, reso­plando. Tallon sospechó que estaba muy gordo y en mala condición física. Encontraba irritante la pomposidad de Winfield, especialmente cuando le llamaba “hijo mío”, pero era un hombre que había explorado ya el camino que Tallon estaba destinado a recorrer. Permanecieron sentados en silencio durante largo rato, escuchando el rítmico crujir de la gravilla mientras el resto de los prisioneros realizaban sus ejercicios en otra parte del patio.

—Supongo que se está preguntando si perdí la vista de la misma manera que usted —dijo finalmente Winfield.

—Bueno, sí.

—No, hijo mío. Fue mucho menos dramático. Hace ocho años intenté fugarme de este lugar con la idea de buscar un modo de regresar a la Tierra. Logré llegar al marjal. Esa es la parte más fácil, desde luego; cualquiera puede alcanzar el marjal. Lo difícil es pasar al otro lado. En el marjal hay un tipo de insecto muy desagradable. Las hembras atacan al hombre en los ojos y depositan allí sus huevos. Cuando los guardianes me devolvieron al Pabellón tenía un nido de larvas en cada ojo.

“El doctor Heck se las vio y se las deseó para impedir que llegaran al cerebro. Se sintió delirantemente feliz durante casi una semana: silbaba continuamente melodías de Gilbert y Sullivan.

Tallon estaba anonadado.

—Pero, ¿qué esperaba hacer usted, suponiendo que hubiese logrado cruzar el marjal? La terminal del espacio de New Wíttenburg se encuentra a dos mil kilómetros de aquí, y aunque sólo estuviera a mil metros de distancia, no habría usted podido burlar los puestos de control.

—Hijo mío —dijo Winfield tristemente—, te preocupan demasiado los detalles. Admiro a un hombre que tiene en cuenta los detalles, pero no hasta el punto de conducirle a una actitud negativa en lo que respecta al plan principal.

¿Plan? ¿Qué plan? Lo único que usted tenía era la idea descabellada de que podría recorrer unos cuantos siglos-luz y regresar a Louisiana.

—El progreso es la historia de muchas ideas descabelladas, Sam. Los vuelos interestelares fueron una idea descabellada hasta que alguien los puso en marcha. No puedo creer que estés dispuesto a pudrirte en este lugar durante el resto de tu vida.

—Es posible que no esté dispuesto a ello, pero voy a hacerlo.

—¿Incluso si yo te ofrezco llevarte conmigo la próxima vez? —La voz de Winfield se había convertido en un susurro.

Tallon rió en voz alta por primera vez desde la mañana en que McNulty se había derrumbado en su oficina y le había en­tregado un trozo de papel conteniendo la dirección cósmica de un nuevo planeta.

—Déjeme en paz, viejo —dijo—. Ya me ha dado bastante lata. Ahora quiero que mis oídos descansen un poco.

Winfield continuó hablando.

—La próxima vez las cosas serán completamente distintas. En aquella ocasión no estaba preparado para el marjal, pero desde entonces han transcurrido ocho años. Y, le aseguro que ahora cómo cruzarlo.

—¡Pero está usted ciego! Tendría dificultades incluso para cruzar el campo de juego de unos niños.

—Ciego —dijo Winfield con aire misterioso—, pero no ciego.

—Hablando —replicó Tallon en tono similar—, pero sin ha­blar cuerdamente.

—Escuche esto, hijo mío —Winfield se acercó más, hasta que su aliento rozó la oreja de Tallon. Olía a pan y mantequi­lla—. Usted ha estudiado electrónica. Y sabe que en la Tierra, y en la mayoría de los otros mundos también, un ciego puede beneficiarse de muchos tipos de aparatos.

—Eso no cuenta para Emm Lutero, doctor, y usted lo sabe. Aquí, la industria electrónica forma parte del programa de in­vestigación espacial. Todos los especialistas en electrónica del planeta trabajan en el programa o en proyectos prioritarios re­lacionados con él, o se encuentran en ese nuevo planeta que han descubierto. Además, el Moderador Temporal ha decreta­do que unir partes fabricadas por el hombre a cuerpos mode­lados a Imagen de Dios es un sacrilegio. Los aparatos de los que usted habla sencillamente no existen en esta parte de la ga­laxia.

—Existen —dijo Winfield en tono de triunfo—. O existirán muy pronto. Yo estoy construyendo una primitiva lámpara sonar en el centro de rehabilitación de la prisión. Al menos, Ed Hogarth, que dirige el taller del centro, la está construyendo bajo mi dirección. Yo no puedo hacer el trabajo por mí mis­mo, naturalmente.

Tallon suspiró resignadamente. Parecía como si la conver­sación de Winfield estuviera hecha de fantasías y de afirma­ciones absurdas.

—¿Quiere usted decir que allí no les vigilan? ¿Que no les im­porta que dos de las normas más estrictas del gobierno sean quebrantadas con equipo del gobierno y en un establecimiento del gobierno?

Winfield se puso ruidosamente en pie.

—Hijo mío, por lo visto es usted incurablemente escéptico, aunque quiero suponer que en circunstancias menos desgra­ciadas es capaz de comportarse de un modo civilizado. Venga conmigo.