Se acerca para saludarme, pero yo prefiero las cosas claritas. La detengo y digo con voz de enfado:
—Ni se te ocurra tocarme, ¿entendido?
Eric se levanta. Prevé problemas, y antes de que abra la boca, digo señalándole:
—Tú, cállate. Estoy hablando con Amanda. Después hablaré contigo.
La mujer sonríe. Se siente bien ante el gesto de disgusto de Eric. Nos miramos con odio. Está claro que nunca seremos amigas. Soy consciente de que en ese momento nuestras pintas nada tienen que ver. Ella va vestida con un sexy y rojo vestido ceñido y unos taconazos de infarto, y yo voy con jersey rosita, vaqueros y botas planas. Vamos..., imposible competir.
Ella es consciente de esto. Lo sé por cómo me mira. Pero estoy dispuesta a dejar claro lo que pasa por mi cabeza, así que digo con seguridad:
—No necesito ir vestida de fulana para volver loco a un hombre. Empezando porque ya tengo pareja, que, mira por dónde, ¡qué casualidad!, es la misma a la que te estabas insinuando, ¡so perra!
Amanda va a protestar cuando, levantando un dedo, la hago callar.
—Trabajas para Eric. Para mi novio. Limítate a eso, a trabajar, y no busques nada más.
—Jud... —gruñe Eric.
Pero, sin hacerle caso, continúo:
—Si vuelvo a ver que intentas con él cualquier otra cosa, te juro que lo vas a lamentar. Esta vez no va a ocurrir como la última en que nos vimos. En esta ocasión, yo no me voy a ir. Si alguien se va a marchar, vas a ser tú, ¿me has entendido?
Eric se mueve de su silla. Amanda nos mira y responde:
—Creo..., creo que te estás equivocando, querida.
Dispuesta a marcar mi territorio, le doy con el dedo en el prominente canalillo, y siseo:
—Déjate de «querida» y de gilipolleces. Aléjate de Eric, pedazo de zorra, ¿de acuerdo?
—Jud... —me regaña Eric, incrédulo.
Amanda, humillada, recoge sus cosas y se va, aunque antes mira hacia atrás y dice:
—Mañana te llamaré.
Eric asiente. Ella se va, y yo, enfadada, siseo:
—Como me digas que no te has dado cuenta de cómo esa tiparraca se te insinuaba hace unos segundos, te juro que cojo esa estatuilla que hay encima de tu mesa y te abro la cabeza. —No responde, y prosigo—: Me acabas de decepcionar, ¡imbécil! Esta idiota te estaba poniendo las tetas en la cara, y tú lo estabas permitiendo.
—Te equivocas.
—No, no me equivoco. Entre Amanda y tú hay tal familiaridad que no te das cuenta, ¿verdad? Pues genial... ¡sigamos por ese camino! Cuando vea a Fernando la próxima vez, como hay familiaridad entre nosotros, sin importarme lo que tú pienses o sientas, me voy a sentar en sus piernas para hablar con él, o le voy a poner mis tetas en la cara, ¿te parece bien?
—Te estás pasando, Jud —sisea furioso.
—¡Y una mierda! —grito—. Te has pasado tú.
Su cara de cabreo es un poema. Sé que estoy exagerando; lo que he visto ha sido tonteo por parte de Amanda y no de Eric, pero ya no puedo parar.
—Tú deberías haber cortado ya el rollo con Amanda. Os he visto. ¡Joder! He visto cómo te miraba ella, y..., y... si yo no te hubiera acompañado, habrías terminado tirándotela sobre la mesa como otras veces, ¿no crees?
—Yo que tú no continuaría por ese camino... —insiste con frialdad.
—¿A cuento de qué te tiene que hacer venir a la oficina a estas horas? —No contesta—. Pero ¿no has visto cómo iba vestida? Simplemente buscaba sexo. Ni más ni menos. Y tú eres tan idiota que no te das cuenta, ¿verdad?
Eric no contesta. Mis palabras lo molestan. Recoge los papeles que Amanda ha dejado sobre la mesa y dice:
—Entre Amanda y yo no existe absolutamente nada. No te voy a negar que ella continúa su seducción, pero yo no le hago caso y...
—¡Serás gillipollas! —grito, descompuesta—. Tú sabes que ella lo sigue intentando, pero no le haces caso. ¡Genial, Eric! El próximo día que vea al tal Leonard ese al que arreglé el coche, aunque intente seducirme, lo voy a dejar. Eso sí, tranquilo, que no le voy a hacer caso aunque lo intente. Total, a ti no te importa, ¿verdad?
Eso lo enfurece. Mete los papeles en su maletín y sin mirarme sale del despacho. Lo sigo. Bajamos en el ascensor en silencio. Lo sigo hasta el coche. Nos montamos y hacemos todo el camino en silencio. Los celos y las inseguridades nos matan, y cuando llegamos a la casa y mete el coche en el garaje, nos bajamos y cada uno toma diferente camino. Él se mete en su despacho, y yo me voy a mi cuartito. Doy un portazo y me siento sobre la mullida alfombra.
¡Echo humo por las orejas!
Miro hacia el ventanal. Sólo se ve oscuridad. Enciendo mi portátil, miro mis correos, hablo con mis amigas de Facebook y su charla me relaja.
Pasan las horas, y ninguno de los dos busca al otro. Ninguno quiere hablar. Ninguno piensa en esa conversación ante la botella de Moët Chandon rosado. El reloj marca las dos de la madrugada y nuestros orgullos están heridos. De pronto, la lucecita de mis e-mails parpadea. He recibido un mensaje.
¡Eric! Con el corazón a mil, lo abro y leo:
De: Eric Zimmerman
Fecha: 6 de marzo de 2013 02.11
Para: Judith Flores
Asunto: No puedo continuar sin hablarte
Cariño, soy consciente de que tienes razón en todo lo que has dicho, pero NUNCA te engañaría ni con Amanda ni con ninguna otra.
Te quiero loca y apasionadamente.
Eric. El gilipollas.
Cuando lo leo, una sonrisita tonta se me instala en la cara.
¿Por qué ya me ha ganado con este e-mail?
Durante un rato me tienta el contestarle. Sé que lo espera. Pero no. No pienso hacerlo. Me niego. Diez minutos después, llega otro e-mail.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 6 de marzo de 2013 02.21
Para: Judith Flores
Asunto: Pídeme lo que quieras
Pequeña, la sinceridad y la confianza entre nosotros es primordial. Las palabras «Pídeme lo que quieras, AHORA Y SIEMPRE» engloban absolutamente todo entre nosotros.
Piénsalo.
Te quiero.
Eric. Un atormentado gilipollas.
Vuelvo a sonreír.
Desde luego no puedo negar que en esos meses Eric se ha vuelto más chispeante y divertido. Voy a contestar, pero mis dedos parecen no querer hacerlo, cuando llega otro e-mail.
De: Eric Zimmerman
Fecha: 6 de marzo de 2013 02.30
Para: Judith Flores
Asunto: Dime que sí
¿Te apetece una copa de Moët Chandon rosado? Te espero en el despacho.
Eric. Un loco, apasionado y atormentado gilipollas.
Suelto una carcajada. Adoro que me haga reír.
Pasa más de media hora. Leo los e-mails como cien veces y cien veces sonrío. No vuelve a enviar ninguno más. Las tripas me rugen. Tengo hambre. Camino hacia la cocina y al entrar me encuentro a Eric sentado a la mesa ante la botella de Möet Chandon rosado junto a Susto. El perro se acerca a mí y me saluda. Yo le toco su huesuda cabecita y Eric me mira. Sabe que he leído los e-mails y espera que yo dé el segundo paso. Yo retiro la vista. No quiero mirarlo o le abrazaré.
Camino hacia el frigorífico y, cuando voy a abrirlo, noto el cuerpo de mi amor detrás de mí. Se me eriza todo el vello del cuerpo. No me muevo. No respiro. Siento cómo pasa sus fuertes manos por mi cintura; me pega a su cuerpo y, cuando cierro los ojos y apoyo mi nuca en su pecho, murmura en mi oído:
—No quiero. No puedo. No deseo estar enfadado contigo.
—Yo tampoco.
Silencio. Estoy tan emocionada porque me abrace que no puedo hablar. Eric mordisquea el lóbulo de mi oreja.
—Nunca caería en el juego de Amanda. Te quiero demasiado como para perderte.
Sus palabras me enloquecen. Sigo sin moverme, y entonces me da la vuelta. Con sus manos coge mi rostro y besa mi frente, mis ojos, las mejillas, la punta de la nariz, la barbilla, y cuando va a besarme la boca, hace eso que tanto me gusta. Chupa mi labio superior, después el inferior, me da un mordisquito, y luego asalta mi boca. Con su mano me coge por la nuca mientras yo salto para estar a su altura. Me agarra con sus fuertes brazos y no me suelta. Cuando separa su boca de la mía, me mira y murmura: