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—¿Se lo merece?

Luz hace un gesto afirmativo con la cabeza.

—Cuando yo me peleé con Alicia por lo de la película y ella me llamó tonta, me enfadé mucho, ¿verdad? —me recuerda mi sobrina, y yo asiento. La niña prosigue—: Ella me pidió perdón, y tú me dijiste que debía pensar si mi enfado era tan importante como para perder a mi mejor amiga. Pues ahora, tita, yo te digo lo mismo. ¿Tan enfadada estás como para no perdonar al tito Eric?

Sigo mirando boquiabierta al renacuajo que me ha dicho eso cuando interviene mi padre:

—Morenita, somos esclavos de nuestras palabras.

—Exacto, papá, y Eric también lo es —manifiesto al recordar las cosas que él me dijo.

Mi pequeña sobrina me mira a la espera de una contestación. Pestañea como un osito. Es una niña y no debo olvidarlo. Por ello, con la poca paciencia que aún me queda, murmuro:

—Luz, si tú quieres, cómete todo el campo de fútbol. Te lo regalo, ¿vale?

—¡Guay! —aplaude la pequeña.

Todos sonríen, y sus sonrisas me desquician. ¿Por qué nadie entiende mi enfado?

Saben que Eric y yo hemos roto, aunque nadie, a excepción de mi hermana, sabe que es por una mujer, y ni siquiera a ella le he contado toda la verdad. Si Raquel o cualquier otro conociera el trasfondo de nuestra discusión, ¡fliparía en colorines!

Consciente de que mi agobio sube, sube y sube, me voy a ver a mi amiga Rocío. Estoy segura de que ella no me hablará de Eric. Y no me equivoco.

Regreso para comer. El teléfono no para de sonar y lo apago.

¡Basta ya, por favorrrrrrr!

A las diez me voy al pub. Tengo que trabajar. Pero cuando estoy en la puerta saludando a unos amigos, veo pasar un BMW oscuro y reconozco a Eric al volante. Me escondo. No me ha visto y, por la dirección que lleva, intuyo que se dirige a casa de mi padre.

Maldigo, maldigo y maldigo. ¿Por qué es tan insistente?

Cuando el desespero comienza a fraguar en mí una gran desazón, alguien me toca por la espalda y, al volverme, me encuentro con David Guepardo. ¡Qué chico más mono! Encantada, sonrío e intento centrarme en él. Entramos en el pub. Me invita a una copa y yo a él a otra. Es amable, un bombón, y por su mirada y las cosas que dice sé lo que busca. ¡Sexo! Pero no. Hoy no estoy yo muy fina, y decido omitir los mensajes que me manda mientras empiezo a servir copas en la barra.

Veinte minutos después, veo entrar a Eric en el local, y mi corazón se desboca.

Tun-tun... Tun-tun...

Va solo. Mira alrededor y rápidamente me localiza. Camina con decisión hacia donde estoy y, cuando llega, dice:

—Jud, sal de ahí ahora mismo y ven conmigo.

David lo mira, y después me mira a mí.

—¿Conoces a este tipo? —pregunta.

Voy a responder cuando Eric se me adelanta.

—Es mi mujer. ¿Algo más que preguntar?

¿Su mujer? ¿Será prepotente?

Sorprendido, David me mira. Yo pestañeo y, finalmente, mientras termino de preparar un cubata para el pelirrojo de la derecha, respondo:

—No soy tu mujer.

—¿Ah, no? —insiste Eric.

—No.

Le entrego la consumición al pelirrojo, y éste me sonríe. Yo hago lo mismo. Una vez que le cobro miro a Eric, que aguarda desesperado, y le aclaro:

—No soy nada tuyo. Lo nuestro acabó y...

Pero Eric, clavando sus espectaculares ojos azules en mí, no me deja terminar.

—Jud, cariño, ¿quieres dejar de decir tonterías y salir de esa barra?

Molesta por sus palabras, gruño.

—Las tonterías las vas a dejar de decir tú, chato. Y repito: no soy tu mujer y tampoco soy tu novia. No soy absolutamente nada tuyo y quiero que me dejes vivir en paz.

—Jud...

—Quiero que me olvides y me dejes trabajar —prosigo, molesta—. Quiero que te fijes en otra, que le des la barrila a ella y que te alejes de mí, ¿entendido?

Mi gesto es serio, pero el de Eric es tenebroso.

Me mira..., me mira..., me mira...

Tiene la mandíbula tensa y sé que está conteniendo sus impulsos más primitivos, esos que me vuelven loca. ¡Dios, soy una masoca! David nos mira a ambos, pero antes de que pueda decir algo, Eric murmura:

—De acuerdo, Jud. Haré lo que me pides.

Sin más, se da la vuelta y va al fondo de la barra. Incómoda, lo sigo con la mirada.

—¿Quién es ese tipo? —pregunta David.

No respondo. Sólo puedo seguir con la mirada a Eric y ver cómo mi compañero de barra le sirve un whisky. David insiste.

—Si no es mucha indiscreción, ¿quién es?

—Alguien de mi pasado —contesto como puedo.

Con un enfado por todo lo alto, intento olvidarme de que Eric está aquí. Sigo preparando bebidas y sonriendo a la gente que se acerca a mí para pedirlas. Durante un buen rato, no lo miro. Quiero obviar su presencia y divertirme. David es un encanto e intenta continuamente hacerme reír. Pero mi risa se congela y mi sangre se corta cuando, al ir a coger una botella de la estantería, veo a Eric hablando con una chica guapa. No me mira. Está del todo centrado en la muchacha, y eso me pone a cien. Pero de mala leche.

¡Madre..., madre..., qué celosa estoyyyyy!

Una vez que cojo la botella, me doy la vuelta. No quiero seguir contemplando lo que él hace, pero mi puñetera curiosidad me obliga a mirar de nuevo. Las señales que le hace la chica son las típicas que usamos las mujeres cuando un hombre nos interesa. Toque de pelo, de oreja y sonrisita de «acércate... que te estoy invitando a algo más».

De pronto, la rubia le pasa un dedo por la mejilla. ¿Por qué lo toca? Él sonríe.

Eric no se mueve y soy testigo de cómo ella cada vez se aproxima más y más, hasta quedar totalmente encajada entre sus piernas. Eric la mira. Su ardiente mirada me calienta. Le pasa un dedo por el cuello, y eso me subleva.

¿Qué hace el insensato?

Ella sonríe, y él baja la mirada.

¡Lo mato!

Esa bajada de ojos, acompañada de su torcida sonrisa, sé lo que significa: ¡sexo!

Mi corazón late desbocado.

Eric está haciendo lo que le he pedido. Se ha fijado en otra, se divierte, y yo, como una imbécil, estoy aquí sufriendo por lo que yo misma le he pedido. Vamos, ¡para matarme!

Quince minutos después, observo que se levanta, coge de la mano a la chica y, sin mirarme, sale del local.

¡Lo matooooooooooooo...!

Mi corazón bombea enloquecido y, si sigo respirando así, creo que voy a hiperventilar. Salgo de la barra, camino hacia el baño y me refresco la nuca con agua. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! Eric me acaba de demostrar que él no se anda con chiquitas y que su juego es fuerte y devastador. Necesito aire o esfumarme de aquí. Tengo que desaparecer del local o soy capaz de organizar la matanza de Texas, pero en Jerez.

Cuando salgo del baño, como puedo, me quito de encima a David y quedo en verlo la noche siguiente. Al llegar a mi coche, me subo y grito de frustración. ¿Por qué soy tan rematadamente imbécil? ¿Por qué le digo a Eric que haga cosas que me van a doler? ¿Por qué no puedo ser tan fría como él? Soy española, temperamental, mientras Eric es un impasible alemán. Enciendo el coche, y la radio comienza a sonar. La voz de Álex Ubago llena mi coche y cierro los ojos. La canción Sin miedo a nada me pone los pelos de punta.

Idiota, idiota, idiota... Soy rematadamente ¡IDIOTA!

Enciendo el móvil mientras empiezo inconscientemente a tararear:

Me muero por explicarte lo que pasa por mi mente,

me muero por entregarte y seguir siendo capaz de sorprenderte,

sentir cada día ese flechazo al verte.

Qué más dará lo que digan, qué más dará lo que piensen.

Si estoy loca es cosa mía...

Busco el teléfono de Eric y, cuando estoy a punto de llamarle, me paro. ¿Qué estoy haciendo?

¿Qué narices voy a hacer?

Enajenada, cierro el móvil.

No le voy a llamar. ¡Ni loca!