Sus ojos echan fuego. No lo estoy haciendo bien. Sé que estoy metiendo la pata hasta el fondo, pero ya nada puedo hacer. ¡Soy una bocazas! Eric me mira. Asiente con la cabeza. Se muerde el labio.
—¿Has estado ocultándomelo?
—Sí.
—¿Por qué? Creo que lo primero que nos pedimos cuando retomamos nuestra relación fue sinceridad, ¿no, Judith?
No respondo. No puedo. Tiene razón. Soy lo peor. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! De pronto, la puerta del garaje se abre y aparecen Sonia y Marta. Nos miran, y Sonia dice:
—Vosotros, ¿para qué tenéis los móviles?
Me sorprendo al verlas aquí. ¿Qué hora es? Pero Eric grita:
—¡Mamá, ¿cómo has podido darle la moto a Judith?!
La mujer me mira. Yo suspiro.
—Hijo, vamos a ver, relájate. Esa moto en casa no hacía nada, y cuando Judith me dijo que ella hacía motocross como Hannah, lo pensé y decidí regalársela.
Eric resopla y grita otra vez:
—¡¿Cómo tengo que deciros que no os metáis en mi vida?! ¡¿Cómo?!
—Perdona, Eric... ¡Es mi vida! —aclaro ofendida.
Marta, al ver el genio de su hermano, lo mira y grita, señalándole:
—Punto uno: a mamá no le grites así. Punto dos: Judith es mayorcita para saber lo que puede o no puede hacer. Punto tres: que tú quieras vivir en una burbuja de cristal no quiere decir que los demás lo tengamos que hacer.
—¡Cállate, Marta! ¡Cállate! —sisea Eric.
Pero su hermana se acerca a él, y añade:
—No me voy a callar. Os hemos estado escuchando desde el interior de la casa. Y te tengo que decir que es normal que Judith no te contara ni lo de la moto ni otras cosas. ¿Cómo te lo iba a contar? Contigo no se puede hablar. Eres don Ordeno y Mando. Hay que hacer lo que a ti te gusta, o montas la de Dios. —Y mirándome, dice—: ¿Le has contado lo mío y lo de mamá?
Niego con la cabeza, y Sonia, llevándose las manos a la boca, susurra:
—Hija, por Dios..., cállate.
Eric, sin dar crédito, nos mira. Su gesto cada vez es más oscuro. Finalmente, se quita el abrigo. Tiene calor. Lo deja sobre el capó del coche, se pone las manos en la cintura y, mirándome intimidatoriamente, pregunta:
—¡¿Qué es eso de si me has contado lo de mi madre y mi hermana?! ¡¿Qué más secretos me ocultas?!
—Hijo, no grites así a Judith. Pobrecilla.
No puedo hablar. Tengo la lengua pegada al paladar, y Marta, ni corta ni perezosa, dice:
—Para que lo sepas, mamá y yo llevamos meses recibiendo un curso de paracaidismo. ¡Ea!, ya te lo he dicho. Ahora enfádate y grita; eso se te da de lujo, hermanito.
La cara de Eric es todo un poema.
—¡¿Paracaidismo?! ¿Os habéis vuelto locas?
Las dos niegan con la cabeza y, de pronto, Simona, con gesto descompuesto, entra en el garaje.
—Señor, Flyn está llorando. Quiere que suba usted.
Eric mira a la mujer y dice:
—¿Qué hace Flyn despierto a estas horas? —Da un paso, pero se para en seco. Mira a su hermana y a su madre, y pregunta—: ¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí vosotras a estas horas?
No les da tiempo a contestar. Sale escopeteado hacia la habitación de Flyn. Sonia va tras él. Marta me mira y, asustada, pregunto:
—¿Qué pasa?
Marta suspira y me mira.
—Cielo, siento decirte que mi sobrino se ha caído con el skate y se ha roto un brazo.
Cuando escucho eso las piernas se me doblan. No. ¡No puede ser verdad!
—¿Cómo?
—Os hemos llamado por teléfono mil veces, pero no lo cogíais.
Blanca como la pared, miro a Marta.
—No había cobertura donde estábamos. ¿Está bien?
—Sí, aunque no hace más que repetir que Eric se va a enfadar contigo.
Mientras entramos en el interior de la casa, mi corazón bombea con fuerza. Eric no me perdonará nada de todo esto. Todos los secretos que me martirizaban han salido a la luz al mismo tiempo. Eso le enfadará mucho. Lo sé. Lo conozco.
Cuando entro en la habitación de Flyn, el pequeño está escayolado. Me mira, y cuando me voy a acercar a él, Eric se pone delante y sisea:
—¿Cómo has podido desobedecerme? Te dije que no al skate.
Tiemblo. Tiemblo descontroladamente y con un hilo de voz susurro:
—Lo siento, Eric.
Con el gesto totalmente desencajado, me mira con desprecio.
—No lo dudes, Judith. Por supuesto que lo vas a sentir.
Cierro los ojos.
Sabía que esto sucedería algún día, pero jamás pensé que Eric reaccionaría tan a la tremenda. Estoy tan desorientada que no sé qué decir. Sólo veo su fría mirada. Echándome a un lado, me acerco al niño y le beso en la frente.
—¿Estás bien?
El crío asiente.
—Perdóname, Jud. Me aburría, cogí el skate y me caí.
Con cariño, sonrío y murmuro:
—Lo siento, cielo.
El pequeño asiente con tristeza. Eric me coge del brazo, me saca de la habitación junto a su madre y a su hermana, y dice con furia:
—Idos a dormir. Ya hablaré con vosotras. Yo me quedo con Flyn.
Esa noche, cuando entro en nuestra habitación, no sé qué hacer. Me siento en la cama y me desespero. Quiero estar con Eric y con Flyn. Quiero acompañarlos, pero Eric no me lo permite.
36
A la mañana siguiente, cuando bajo a la cocina, están sentadas a la mesa Marta, Eric y Sonia. Discuten. Cuando yo entro, se callan, y eso me hace sentir fatal.
Simona, con cariño, me prepara una taza de café. Con su mirada me pide tranquilidad. Conoce a Eric y sabe que está furioso, y me conoce a mí. Cuando me siento a la mesa miro a Eric y pregunto:
—¿Cómo está Flyn?
Con una mirada dura que no me gusta, sisea:
—Gracias a ti, dolorido.
Sonia mira a su hijo y gruñe:
—¡Maldita sea, Eric!, no es culpa de Judith. ¿Por qué te empeñas en culpabilizarla?
—Porque ella sabía que no debía enseñarle a utilizar el skate. Por eso la culpabilizo —responde, furioso.
Me tiemblan las piernas. No sé qué decir.
—Pero ¿tú eres tonto o te lo haces? —interviene Marta.
—Marta... —sisea Eric.
—¿Qué es eso de que ella no debía? Pero ¿no ves que el niño ha cambiado gracias a ella? ¿No ves que Flyn ya no es el niño introvertido que era antes de que ella llegara? —Eric no responde, y Marta continúa—: Deberías darle las gracias por ver a Flyn sonreír y comportarse como un crío de su edad. Porque, ¿sabes, hermanito?, los críos se caen, pero se levantan y aprenden, algo que por lo visto tú todavía no has aprendido.
No responde. Se levanta y sin mirarme se marcha de la cocina. Mi corazón se encoge, pero tras echar una mirada a las tres mujeres que me observan, murmuro:
—Tranquilas, hablaré con él.
—Dale un pescozón. Es lo que se merece —sisea Marta.
Sonia me mira, toca mi mano y murmura:
—No te culpabilices de nada, tesoro. Tú no tienes la culpa de nada. Ni siquiera de tener la moto de Hannah y salir con Jurgen y sus amigos.
—Tenía que habérselo dicho —declaro.
—Sí, claro, ¡como si fuera tan fácil decirle algo a don Gruñón! —protesta Marta—. Demasiada paciencia tienes con él. Mucho le tienes que querer porque, si no, es incomprensible que lo soportes. Yo lo quiero, es mi hermano, pero te aseguro que no lo soporto.
—Marta... —susurra Sonia—, no seas tan dura con Eric.
Se levanta y se enciende un cigarrillo. Yo le pido otro. Necesito fumar.
Cuando salgo de la cocina veinte minutos después, me acerco hasta la puerta del despacho de Eric. Tomo aire y entro. Al verme, clava sus acusadores ojos en mí y sisea:
—¿Qué quieres, Judith?
Me acerco a él.
—Lo siento. Siento no haberte dicho lo...