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—No me valen tus disculpas. Has mentido.

—Tienes razón. Te he ocultado cosas, pero...

—Me has mentido todo este tiempo. Me has ocultado cosas importantes cuando tú sabías que no debías hacerlo. ¿Tan ogro soy que no puedes decirme las cosas?

No respondo. Silencio. Nos miramos y, finalmente, pregunta:

—¿Qué significado tiene para ti eso de ahora y siempre? ¿Qué significa para ti el compromiso de estar juntos?

Sus preguntas me descolocan. No sé qué responder. Silencio. Al final, él dice:

—Mira, Judith, estoy muy cabreado contigo y conmigo mismo. Mejor sal del despacho y déjame tranquilo. Quiero pensar. Necesito relajarme o, tal y como estoy, voy a hacer o decir algo de lo que me voy a arrepentir.

Sus palabras me sublevan y, sin hacerle caso, siseo:

—¿Ya me estás echando de tu vida como haces siempre que te enfadas?

No responde. Me mira, me mira, me mira, y yo decido darme la vuelta y salir de la habitación.

Con lágrimas en los ojos me dirijo hacia mi cuarto. Entro y cierro la puerta. Sé que su enfado es justificado. Sé que yo me lo he buscado, pero él tiene que darse cuenta de que si no le he dicho nada ha sido porque todos temíamos su reacción. Estoy arrepentida. Muy arrepentida, pero ya nada se puede hacer.

Diez minutos después, Marta y Sonia pasan a despedirse de mí. Están preocupadas. Yo sonrío y les indico que se marchen tranquilas. La sangre no llegará al río.

Cuando se van, me siento en la mullida alfombra de mi habitación. Durante horas pienso y me lamento. ¿Por qué lo he hecho tan mal? De pronto, oigo que un coche se marcha. Me asomo a la ventana y me quedo sin palabras al ver que quien se va es Eric. Salgo de la habitación, busco a Simona, y ésta, antes de que yo pregunte, me explica:

—Ha ido a ver a Björn. Ha dicho que no tardará.

Cierro los ojos y suspiro. Subo a la habitación de Flyn, y el pequeño, al verme, sonríe. Su aspecto es mejor que el de la noche anterior. Me siento en su cama y murmuro, tocándole la cabeza.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Te duele el brazo?

El crío asiente y, al sonreír, digo:

—¡Aisss, Dios!, cariño, pero ¡si te has roto también un diente!

La alarma en mi cara es tal que Flyn murmura:

—No te preocupes. La abuela Sonia dice que es de leche.

Asiento, y me sorprende con sus palabras:

—Siento que el tío esté tan enfadado. No cogeré el skate. Me advertiste de que nunca lo usara sin estar tú delante. Pero me aburría y...

—No te preocupes, Flyn. Estas cosas pasan. ¿Sabes?, yo cuando era pequeña me rompí una vez una pierna al saltar en moto y, años después, un brazo. Las cosas pasan porque tienen que pasar. De verdad, no le des más vueltas.

—¡No quiero que te vayas, Judith!

Eso me descoloca.

—¿Y por qué me voy a marchar? —pregunto.

No contesta. Me mira, y entonces murmuro con un hilo de voz:

—¿Te ha dicho tu tío que me voy a ir?

El crío niega con la cabeza, pero yo saco mis propias conclusiones.

Dios, no. ¡Otra vez no!

Trago el nudo de emociones que en mi garganta pugna por salir. Respiro y susurro:

—Escucha, cielo. Tanto si me voy como si me quedo, seguiremos siendo amigos, ¿vale? —Asiente, y yo con el corazón dolorido cambio de tema—: ¿Te apetece que juguemos a las cartas?

El niño accede, y yo me trago las lágrimas. Juego con él mientras mi cabeza piensa en lo que ha dicho. ¿Querrá Eric que me vaya?

Tras la comida, Eric regresa. Va directo a la habitación de su sobrino, y yo me abstengo de entrar. Durante horas me tiro en el sillón del salón y veo la televisión, hasta que no puedo más, y salgo al exterior con Susto y Calamar. Me doy una vuelta por la urbanización y tardo más de la cuenta con la esperanza de que Eric me busque o me llame al móvil. Pero nada de eso ocurre, y cuando regreso, Simona sale de su casa y me indica que el señor ya se ha ido a dormir.

Miro mi reloj. Las once y media de la noche.

Confusa porque Eric se acueste sin regresar yo, entro en la casa y, tras dar de beber a los animales, subo la escalera con cuidado. Me asomo al cuarto de Flyn y el pequeño duerme. Voy hasta él, le doy un beso en la frente y me encamino a mi habitación. Al entrar, miro hacia la cama. La oscuridad no me deja ver con claridad a Eric, pero sé que el bulto que vislumbro es él. En silencio, me desnudo y me meto en la cama. Tengo los pies congelados. Quiero abrazarlo y, cuando me acerco a él, se da la vuelta.

Su desprecio me duele, pero decidida a hablar con él, murmuro:

—Eric, lo siento, cariño. Por favor, perdóname.

Sé que está despierto. Lo sé. Y sin moverse responde:

—Estás perdonada. Duérmete. Es tarde.

Con el corazón roto me acurruco en la cama y, sin tocarlo intento dormirme. Doy mil vueltas y al final lo consigo.

37

Cuando me despierto al día siguiente estoy sola en la cama. Eso no me extraña, pero cuando bajo a la cocina y Simona me indica que el señor se ha ido a trabajar, resoplo de indignación. ¿Por qué me he dormido justo hoy?

Como puedo paso el día junto a Flyn. El pequeño está irascible. Le duele el brazo y su buen rollo conmigo es nulo.

Desesperada me siento con Simona a ver «Locura esmeralda». Ese día Luis Alfredo Quiñones, el amor de Esmeralda Mendoza, cree que ella lo engaña con Rigoberto, el mozo de cuadras de los Halcones de San Juan, y cuando el capítulo acaba Simona y yo nos miramos desesperadas. ¿Cómo nos pueden dejar así?

Eric no viene a comer, y al regresar bien entrada la tarde de la oficina, cuando me ve, no me besa. Me saluda con un seco movimiento de cabeza y se va a ver a su sobrino. Cena con él, y cuando llega la hora de dormir, hace lo mismo de la noche anterior. Se da la vuelta y no me habla. No me abraza.

Durante cuatro días soporto ese trato. No me habla. No me mira. Y el jueves me sorprende cuando me busca en mi cuartito y me espeta:

—Tenemos que hablar.

¡Uf!, qué mal suena esa frase. Es asoladora, pero asiento.

Me indica que pase a su despacho. Va a ver a su sobrino. Hago lo que me pide. Lo espero. Espero durante más de dos horas. Me está provocando. Cuando entra en el despacho mis nervios están por todo lo alto. Él se sienta a su mesa. Me mira como llevaba días sin mirarme y se repanchinga en su sillón.

—Tú dirás.

Boquiabierta, le miro y siseo:

—¡¿Yo diré?!

—Sí, tú dirás. Te conozco, y sé que tendrás mucho que decir.

Como un huracán me cambia el gesto. Su chulería en ocasiones me puede y, sin más, me explayo:

—¿Cómo puedes ser tan frío? ¡Por favor! Estamos a jueves y llevas desde el sábado sin hablarme. ¡Oh, Dios!, me estaba volviendo loca. ¿Acaso pretendes no hablarme nunca más? ¿Martirizarme? ¿Clavarme en una cruz y ver cómo me desangro delante de ti? Frío..., frío..., eso es lo que eres: un alemán frío. Todos sois iguales. No tenéis sentido del humor. Pero si cuando os cuento un chiste ni os reís, y si soy simpática os creéis que estoy flirteando. Por favor, ¿en qué mundo vivimos? Me tienes aburrida, ¡aburrida! ¿Cómo puedes ser tan..., tan... gilipollas? —grito—. ¡Harta! ¡Estoy harta! En momentos así no sé qué hacemos tú y yo juntos. Somos fuego contra hielo, y me estoy cansando de intentar que no me consumas con tu puñetera frialdad.

No responde. Sólo me mira y prosigo:

—Tu hermana Hannah murió, y tú te ocupas de su hijo. ¿Crees que ella aprobaría lo que estás haciendo con él? —Eric resopla—. Yo no la conocí, pero por lo que sé de ella, estoy segura de que hubiera enseñado a hacer a Flyn todo lo que tú le niegas. Como dijo tu hermana la otra noche, los niños aprenden. Se caen, pero se levantan. ¿Cuándo te vas a levantar tú?

—¿A qué te refieres? —murmura con furia.

—Me refiero a que dejes de preocuparte por las cosas cuando aún no han pasado. Me refiero a que dejes vivir a los demás y entiendas que no a todos nos gusta lo mismo. Me refiero a que aceptes que Flyn es un niño y que debe aprender cientos de cosas que...