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Cuando entramos en el bonito restaurante, escaneo el local en busca de ella. Como imaginaba, está sentada a una mesa con varias personas. Durante un rato la observo. Parece encantada y feliz.

—Judith, si quieres, lo dejamos —susurra Marta.

Yo niego con la cabeza. Mi venganza se va a completar. Camino con decisión hasta la mesa, y Betta, cuando nos ve a las tres, se queda blanca. Yo sonrío, y le guiño un ojo. Para mala, ¡yo! Cuando estamos a su lado, Frida dice:

—Hombre, Betta. ¿Tú aquí?

—¡Vaya, vaya, qué casualidad! —digo, riendo, y Betta se descompone.

Todos los comensales que hay a la mesa nos miran, y yo me presento.

—Soy Judith Flores, española como Betta. —Todos asienten, y murmuro con una sonrisa encantadora y angelical—: Encantada de conocerlos.

Los comensales sonríen, y sin perder tiempo, pregunto:

—Un pajarito me ha dicho que hoy alguien te iba a preguntar algo importante. ¿Es cierto que te han pedido matrimonio?

Con una descolocada sonrisa, asiente, y su prometido, un hombre entradito en años, afirma, feliz:

—Sí, señorita. Y esta preciosidad ha dicho que sí. —Y cogiéndole la mano, añade—: De hecho, mi madre le acaba de dar el anillo de pedida de la familia, una verdadera joya.

Los invitados aplauden, y Marta, Frida y yo también. Todos sonríen mientras nos ofrecen unas copas de champán y, encantadas de la vida, las aceptamos y bebemos. Nos hacen hueco. Nos sentamos con ellos a la mesa, y Betta me observa. Yo sonrío y, mirando al futuro marido de ella, digo:

—Raimon, ella sí que es una joya..., una auténtica joyita.

El hombre asiente, orgulloso, y, divertida, junto a mis dos compinches, los animamos a que todos griten: «¡Que se besen!»

Betta me mira furiosa y, yo, encantada, aplaudo hasta que por fin se besan. Cuando lo hacen, cabeceo, y con una angelical voz, vuelvo a preguntar:

—¿Y quién es el primo Alfred?

Un joven de mi edad levanta la mano, y mirándolo, pregunto:

—¿Le has dicho a Raimon que tú te acuestas con Betta también? Creo que merece saberlo, aunque todo quede en familia.

Las caras de todos cambian. Raimon, el novio, se levanta y pregunta:

—¿Cómo dice, joven?

Con pesar, asiento. Toco en el hombro al pobre Raimon, me levanto y cuchicheo:

—Vamos, Alfred, ¡cuéntaselo!

Todos miran al abochornado joven, y Frida insiste:

—Venga, Alfred..., es tu primo. Es lo mínimo que puedes hacer.

Betta está roja. No sabe dónde meterse mientras los que iban a convertirse en sus suegros le exigen que les devuelva el anillo de la familia. Encantada por ver aquello, miro al descolorido Raimon y murmuro:

—Sé que es una putada lo que te estoy contando, pero a la larga me lo vas a agradecer, Raimon. Esta joyita sólo se casa contigo por tu dinero. En la cama, no le pones nada y se acuesta con media Alemania. Y antes de que lo preguntes, sí, lo puedo demostrar.

Fuera de sí, Betta se levanta y grita mientras la madre de Raimon le estira del dedo para recuperar su anillo:

—¡Mentira, eso es mentira! ¡Raimon, no la escuches!

Marta, que ha estado callada hasta este instante, sonríe con malicia y apunta:

—Betta..., Betta..., que te conocemos. —Y mirando a los comensales, añade—: Mi hermano se llama Eric Zimmerman, salió con ella un tiempo, pero la dejó cuando la encontró con su propio padre retozando en la cama. ¿Qué les parece? Feo, ¿verdad?

Alucinados, todos se levantan para pedir explicaciones, y Frida murmura:

—¡Aisss, Betta, cuándo aprenderás!

Raimon está furioso y sus padres, junto a otras personas, no dan crédito a lo que escuchan. Alfred no sabe dónde meterse. Todos gritan. Todos opinan. Betta no sabe qué decir y, entonces, sin tocarla, me acerco a ella y murmuro en españoclass="underline"

—Te lo dije. Te dije que conmigo no se jugaba, ¡zorra! Vuelve a acercarte a Eric, a su familia, a sus amigos o a mí, y te juro que te echan de Alemania.

Dicho esto, Frida, Marta y yo salimos del restaurante. Mi venganza con esa idiota ha finalizado. Con la adrenalina por los aires, decidimos ir a bailar al Guantanamera. No quiero regresar a casa. No quiero ver a Eric, y un poquito de salsa cubana y ¡azúcar! me vendrá bien.

38

Al día siguiente, con una resaca monumental, pues la noche ha sido de órdago y sólo he dormido unas horas en la casa de Marta, cuando llego a casa de Eric, él está allí. Cuando me ve entrar con las gafas de sol puestas, camina hacia mí y sisea furioso:

—¿Se puede saber dónde has dormido?

Sorprendida, levanto la mano y murmuro:

—En medio de la calle te puedo asegurar que no.

Gruñe. Blasfema. Me hace saber lo preocupado que ha estado. No le hago caso. Camino decidida mientras siento sus pasos detrás de mí. Está furioso, y cuando entro en mi cuartito, le doy con la puerta en las narices. Eso le ha debido de cabrear una barbaridad. Espero a que entre y me grite, pero no lo hace. ¡Bien! No me apetece oírle gruñir. Hoy no.

Mientras termino de meter mis cosas en las cajas de cartón intento ser fuerte. No voy a llorar. Se acabó llorar por Iceman. Si no le importo, no tengo por qué quererlo yo a él. Tengo que terminar con esto cuanto antes. Cuando acabo de cerrar una caja de libros, decido subir a mi habitación. Aquí tengo muchas cosas. Por suerte, no me cruzo con Eric, y cuando entro en el dormitorio, suspiro al ver que tampoco está. Dejo un par de cajas y entro a ver a Flyn.

El pequeño, al verme, se alegra, pero cuando se da cuenta de que me estoy despidiendo de él, su gesto cambia. Su dura mirada vuelve y susurra:

—Prometiste que no te irías.

—Lo sé, cielo. Sé que te lo prometí, pero en ocasiones las cosas entre los adultos no salen como uno prevé, y al final, se complican más de lo que imaginabas.

—Todo es culpa mía —dice, y se le contrae la cara—. Si yo no hubiera cogido el skate, no me habría caído, y el tío y tú no habríais discutido.

Lo abrazo. Lo acuno. Nunca me habría imaginado que lloraría por mí, e intentando que las lágrimas no desborden mis ojos, murmuro:

—Escucha, Flyn. Tú no tienes la culpa de nada, cariño. Tu tío y yo...

—No quiero que te vayas. Contigo me lo paso bien, y eres..., eres buena conmigo.

—Escucha, cielo.

—¿Por qué te tienes que ir?

Sonrío con tristeza. Es incapaz de escucharme y yo de explicarle una vez más el absurdo cuento de por qué me voy. Al final, le quito las lágrimas de los ojos y le digo:

—Flyn, siempre me has demostrado que eres un hombrecito tan duro como tu tío. Ahora lo tienes que volver a ser, ¿vale? —El crío asiente, y prosigo—: Cuida bien a Calamar. Recuerda que él es tu superamigo y tu supermascota, y quiere mucho a Susto, ¿de acuerdo?

—Te lo prometo.

Sus ojos vidriosos me encogen el corazón y, tras darle un beso en la mejilla, murmuro:

—Escucha, cariño. Te prometo que vendré a verte dentro de un tiempo, ¿vale? Llamaré a Sonia y ella nos ayudará a que nos veamos, ¿quieres?

El niño asiente, levanta el pulgar, yo levanto el mío, los unimos y nos damos una palmada. Eso nos hace sonreír. Lo abrazo, lo beso y con todo el dolor de mi corazón salgo de la habitación.

Una vez fuera, no puedo respirar. Me llevo la mano al pecho y al final logro tomar aire. ¿Por qué todo tiene que ser tan triste? Cuando entro en mi habitación, abro el armario. Miro todas aquellas preciosas cosas que Eric me compró y, tras pensarlo, decido llevarme sólo lo que vino de Madrid. Al coger mis botas negras, veo una bolsa, la abro y sonrío con tristeza al ver mi disfraz de poli malota. No lo he estrenado. Por unas cosas u otras al final no me lo he puesto para Eric. Lo meto en una de las cajas, junto a mis vaqueros y mis camisetas. Después, entro en el baño y cojo mis pinturas y mis cremas. Nada de lo que hay allí es mío.