Cuando regreso a la habitación me acerco a mi mesilla. Vacío un cajón y miro los juguetes sexuales. Toco la joya anal con la piedra verde. Los vibradores. Los cubrepezones. Todo aquel arsenal no lo quiero, puesto que me recordará a él. Cierro el cajón. Allí se queda. Los ojos se me están cargando de lágrimas. Momento tonto. La culpable es la lamparita que meses atrás Eric compró en el rastro de Madrid y no sé qué hacer. La miro, la miro y la miro. Él compró las dos. Al final, decido llevármela. Es mía.
Me doy la vuelta, y Eric me está observando desde la puerta. Está impresionante con su vaquero de cintura baja y la camiseta negra. Se le ve algo demacrado. Preocupado. Pero imagino que yo estoy igual. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero lo que sí sé es que su mirada es fría e impersonal. Esa que pone cuando no quiere demostrar lo que siente. No quiero discutir. No me apetece y, mirándole, murmuro:
—La verdad es que estas lamparitas nunca han pegado con la decoración de tu habitación. Si no te importa, me llevo la mía.
Asiente. Entra en la habitación y, acercándose a la suya, murmura mientras la toca:
—Llévatela. Es tuya.
Me muerdo el labio. Guardo la lamparita en la caja y le escucho decir:
—Esto ha sido lo que siempre me ha llamado la atención de ti, que seas totalmente diferente de todo lo que me rodea.
No respondo. No puedo. Entonces, en un tono más calmado, Eric afirma:
—Judith, siento que todo acabe así.
—Más lo siento yo, te lo puedo asegurar —le recrimino.
Noto que se mueve por la habitación. Está nervioso y, finalmente, pregunta:
—¿Podemos hablar un momento como adultos?
Trago el nudo de emociones que tengo en mi garganta y asiento. Ya no me llama «pequeña», ni «morenita», ni «cariño». Ahora me llama «Judith» con todas sus letras. Me doy la vuelta y lo miro. Cada uno estamos a un lado de la cama. Nuestra cama. Ese lugar donde nos hemos amado, querido, besado, y Eric empieza:
—Escucha, Judith. No quiero que por mi culpa te veas privada de un trabajo. He hablado con Gerardo, el jefe de personal de la delegación de Müller de Madrid, y vuelves a tener el puesto que tenías cuando nos conocimos. Como no sé cuándo te querrás reincorporar, le he dicho que en el plazo de un mes te pondrás en contacto con él para retomar tu trabajo.
Niego con la cabeza. No quiero volver a trabajar en su empresa. Eric continúa:
—Judith, sé adulta. Una vez me dijiste que tu amigo Miguel necesitaba un trabajo para pagar su casa, su comida y poder vivir. Tú has de hacer lo mismo, y con el paro y la crisis que hay en España te resultará muy difícil conseguir un trabajo decente. Hay un nuevo jefe en ese departamento y sé que no tendrás ningún problema con él. En cuanto a mí, no te preocupes. No tienes por qué verme. Ya te he aburrido bastante.
Esta última frase me duele. Sé que la dice por lo que le grité la otra noche, pero no digo nada. Lo escucho. La cabeza me da vueltas, pero sé que tiene razón. Vuelve a tener razón. Contar con un trabajo hoy en día es algo que no está al alcance de todo el mundo y no puedo rechazar la oferta. Al final, accedo:
—De acuerdo. Hablaré con Gerardo.
Eric asiente.
—Espero que retomes tu vida, Judith, porque yo voy a retomar la mía. Como dijiste cuando besaste a Björn, ya no soy el dueño de tu boca ni tú de la mía.
—Y eso ¿a qué viene ahora?
Con la mirada clavada en mí, dice cambiando el tono de su voz:
—A que ahora podrás besar a quien te venga en gana.
—Tú también lo podrás hacer. Espero que juegues mucho.
—No dudes que lo haré —puntualiza con una fría sonrisa.
Nos miramos, y cuando no puedo más, salgo de la habitación sin despedirme de él. No puedo. No salen las palabras de mi boca. Bajo la escalera a todo gas, y llego a mi cuartito. Cierro la puerta, y entonces, sólo entonces, me permito maldecir.
Esa noche, cuando todo está empaquetado, le indico a Simona que un camión irá a las seis de la mañana para llevarlo todo al aeropuerto. Veinte cajas llegaron de Madrid. Veinte regresan. Con tristeza cojo un sobre para hacer lo último que tengo que hacer en esa casa. Con un bolígrafo, en la mitad del sobre escribo «Eric». Después, cojo un trozo de papel y tras pensar qué poner, simplemente anoto: «Adiós y cuídate». Mejor algo impersonal.
Cuando suelto el bolígrafo, me miro la mano. Me tiembla. Me quito el precioso anillo que ya le devolví otra vez y, temblorosa, leo lo que pone en su interior: «Pídeme lo que quieras, ahora y siempre».
Cierro los ojos.
El ahora y siempre no ha podido ser posible.
Aprieto el anillo en la mano y finalmente, con el corazón partido, lo meto en el sobre. Suena mi móvil. Es Sonia. Está preocupada esperándome en su casa. Dormiré allí mi última noche en Múnich. No puedo ni quiero dormir bajo el mismo techo que Eric. Cuando llego al garaje y saco la moto, Norbert y Simona se acercan a mí. Con una prefabricada sonrisa, los abrazo a los dos y le doy a Simona el sobre con el anillo para que se lo entregue a Eric. La mujer solloza y Norbert intenta consolarla. Mi marcha los entristece. Me han cogido tanto cariño como yo a ellos.
—Simona —intento bromear—, en unos días te llamo y me dices cómo sigue «Locura esmeralda», ¿de acuerdo?
La mujer cabecea, intenta sonreír, pero lloriquea más. Le doy un último beso y me dispongo a marchar cuando al levantar la vista veo que Eric nos observa desde la ventana de nuestra habitación. Lo miro. Me mira. Dios..., cómo le quiero. Levanto la mano y digo adiós. Él hace lo mismo. Instantes después, con la frialdad que él me ha enseñado, me doy la vuelta, me monto en la moto y, tras arrancarla, me marcho sin mirar atrás.
Esa noche no duermo. Sólo miro al vacío y espero que el despertador suene.
39
Cuando llego a Madrid, nadie sabe de mi llegada. Nadie me recibe. No he llamado a nadie. Contrato una furgoneta en el aeropuerto y meto todas mis cajas en ella. Cuando salgo de la T-4 intento sonreír. ¡Vuelvo a estar en Madrid!
Pongo la radio, y las voces de Andy y Lucas cantan:
Te entregaré un cielo lleno de estrellas, intentaré darte una vida entera
en la que tú seas tan feliz, muy cerquita estés de mí.
Quiero que sepas..., lelelele.
Intento cantar, pero mi voz está apagada. No puedo hacerlo. Simplemente soy incapaz. Cuando llego a mi barrio, la alegría me inunda, aunque luego, cuando tengo que ocuparme de las veinte cajas yo solita, la alegría se convierte en mala leche. ¿He metido piedras?
Una vez que acabo, cierro la puerta de mi casa y me siento en el sofá. De vuelta en el hogar. Levanto el teléfono decidida a llamar a mi hermana. Al final, lo cuelgo. No me apetece dar explicaciones todavía, y mi hermana será un hueso duro de roer. Enchufo el frigorífico y bajo a comprar algo de comida al Mercadona. Cuando regreso y coloco lo que he comprado, la soledad me come. Me carcome.
Tengo que llamar a mi hermana y a mi padre.
Lo pienso, lo pienso, lo pienso. Al final decido comenzar por mi hermana y, como era de esperar, a los diez minutos de colgar la tengo en la puerta de mi casa. Cuando abre con su llave, estoy sentada en el sofá y, al verme, murmura:
—Cuchuuuuuu, pero ¿qué te ha pasado, cariño?
Ver a mi hermana, su embarazo y su mirada es el colmo de todo, y cuando me abraza lloro, lloro y lloro. Me tiro llorando dos horas en las que ella me acuna y me dice una y otra vez que no me preocupe por nada. Que haga lo que haga estará bien. Cuando me tranquilizo, la miro y pregunto:
—¿Dónde está Luz?
—En casa de su amiga. No le he dicho que estás aquí o ya sabes...
Eso me hace sonreír y murmuro:
—No le digas nada. Mañana me quiero ir a Jerez a ver a papá. Cuando regrese la visitaré, ¿vale?
—Vale.
Con mimo le paso la mano por su abultada barriga, y antes de que yo pueda decir nada, suelta: