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—Mi avión sale a las siete y media. Por lo tanto, date prisita en lo que quieras hablar conmigo, que tengo que pasar por el hotel, pillar la maleta y coger mi vuelo.

Maldice. Me mira, ofuscado.

—¿No me vas a contar con quién estuviste anoche?

—¿Has respondido tú a mi pregunta? —No responde; sólo me mira y siseo—: Quiero que sepas que sé que me mentiste.

—¿Cómo? —pregunta, descolocado.

—Me ocultaste la separación de mi hermana y luego tuviste la poca vergüenza de enfadarte conmigo porque yo te escondía cosas de tu familia.

—No es lo mismo —se defiende.

Con frialdad, esa frialdad que él me ha enseñado, lo miro y siseo:

—Eres un embustero, un ser frío y deplorable que no ve la viga en su ojo. Sólo ve la paja en el ojo ajeno. Y en respuesta a con quién he pasado la noche, sólo te diré que soy libre para pasar la noche con quien quiera, como lo eres tú. ¿Te vale mi contestación?

Me mira, me mira, me mira, y finalmente, se levanta y dice:

—Adiós, Judith.

Se va. ¡Se marcha!

Mi cara de estupefacción es tremenda. Se marcha dejándome sola en medio del Jardín Inglés.

Con la adrenalina por los aires, observo cómo se aleja. Él nunca dará su brazo a torcer. Es demasiado orgulloso, y yo también. Al final me levanto, cojo un taxi, voy al hotel, recojo mi maleta y me voy al aeropuerto. Cuando el avión despega, cierro los ojos y murmuro:

—¡Maldito cabezón!

43

Diez días después hay una convención de Müller en Múnich a la que tengo que asistir. Intento escaquearme, pero Gerardo y Miguel no me lo permiten, e intuyo que el señor Zimmerman tiene algo que ver en ello. Cuando mi avión llega aquí los recuerdos me avasallan. De nuevo estoy en esta majestuosa ciudad. Acompañada por Miguel y varios jefazos más de todas las delegaciones de España llegamos hasta el lugar donde se organiza la convención a las once de la mañana. Una vez allí me siento junto a Miguel y la convención empieza. Busco a Eric entre la multitud de asistentes y lo localizo. Está en la primera fila, y el corazón se me encoge cuando lo veo junto a Amanda. ¡Bruja!

Como siempre parecen muy compenetrados y, cuando Eric sube al estrado para hablar delante de más de tres mil personas llegadas de todas las delegaciones, lo miro con orgullo. Escucho todo lo que dice y soy consciente de lo guapo, guapísimo que está con aquel traje gris oscuro. Cuando su discurso acaba y Amanda sube al estrado junto a él, me tenso. Eric la ha cogido por la cintura, y ella, encantada, saluda con gesto de triunfo.

Miguel me mira. Yo trago con dificultad, pero intento sonreír. Tras el acto, unos camareros comienzan a pasar copas de champán y canapés. Parapetada entre mis compañeros españoles, estoy al tanto de todo. Eric se acerca, junto Amanda. Ambos saludan a todos los asistentes y deseo salir corriendo cuando lo veo llegar hasta mi grupo. Con una encantadora, pero fría, sonrisa, nos mira a todos. No me presta ninguna atención especial, y cuando me saluda ni siquiera posa sus ojos en los míos. Me da la mano como a uno más y después se marcha para seguir saludando al resto de los comensales. Amanda cruza una mirada conmigo y veo la guasa en sus ojos. ¡Será perra!

Mientras saludan a otros, observo cómo Eric vuelve a coger a Amanda por la cintura y se hace fotos. En ningún momento hace ademán de mirarme. Nada, absolutamente nada. Es como si nunca nos hubiéramos conocido. Sin pestañear observo cómo se hace fotos con otras mujeres, y la carne se me pone de gallina cuando veo que Eric dice algo a una mirándole los labios. Lo conozco. Sé lo que significa esa mirada y a lo que conllevará. Me pica el cuello. ¡Los ronchones! ¡Oh, no! Los celos pueden conmigo, ¡no puedo soportarlo!

Cuando ya no aguanto más, busco una salida. Tengo que salir de allí como sea. Cuando llego hasta una de las puertas, alguien me toma la mano. Me doy la vuelta con el corazón acelerado y veo que es Miguel. Por un instante, he pensado que sería Eric.

—¿Dónde vas?

—Necesito un poco de aire. Hace mucho calor ahí dentro.

—Te acompaño —dice Miguel.

Cuando encontramos por fin una salida, Miguel saca una cajetilla de tabaco y le pido uno. Necesito fumar. Tras las primeras caladas mi cuerpo se comienza a tranquilizar. La frialdad de Eric, unida a Amanda y a cómo ha mirado a otras mujeres, ha sido demasiado para mí.

—¿Estás bien, Judith? —pregunta Miguel.

Asiento. Sonrío. Intento ser la chispeante chica de siempre.

—Sí, es sólo que hacía mucho calor.

Miguel asiente. Sé que imaginará cosas, pero no quiero hablarlo con él. Tras el cigarrillo, soy yo la que propongo entrar de nuevo. Debo ser fuerte y se lo tengo que demostrar a él, a Amanda, a Miguel y a todo el mundo.

Con paso seguro, regreso hasta el grupo de España e intento integrarme en las conversaciones, pero no puedo. Cada vez que me doy la vuelta, Eric está cerca, halagando a alguna mujer. Todas quieren fotos con él; todas, menos yo.

Dos horas después, cuando estoy en uno de los baños, oigo cómo una de esas mujeres dice que el jefazo Eric Zimmerman le ha dicho que es muy mona. ¡Será boba la tía! Sin poder evitarlo, la miro. Es un pibón tremendo. Una italiana de enormes pechos, curvas sinuosas y pelo cobrizo. Se muestra nerviosa y lo entiendo. Que Eric te diga algo así mirándote es para ponerte nerviosa.

Cuando salgo del baño me cruzo con Amanda. Me mira. La muy arpía me mira y me guiña un ojo con diversión. Siento unas irrefrenables ganas de agarrarla de su rubio pelo y arrastrarla por el suelo, pero no. No debo. Estoy en una convención; tengo que ser profesional y, sobre todo, le prometí a mi padre que no me volvería a comportar como una camorrista.

Al llegar a mi grupo me sorprendo cuando veo que Eric habla con ellos. Junto a él hay una monada morena de la delegación de Sevilla que babea mientras habla. Eric, consciente del magnetismo que provoca entre las mujeres, bromea con ella, y ésta, como una tonta, se toca el pelo y se mueve nerviosa. Cierro los ojos. No quiero verlos. Pero al abrirlos me encuentro con la mirada de Eric, que dice:

—La señorita Flores los llevará hasta donde he organizado la fiesta. Ella conoce Múnich. —Yo levanto el mentón, y Eric añade, entregándome una tarjeta—. Los espero a todos allí.

Dicho esto, se marcha. Yo pestañeo.

Todos me miran y comienzan a preguntarme cómo llegar hasta el sitio que el jefazo ha dicho. Miro la tarjeta, y tras recordar dónde está esa sala de fiestas, nos dirigimos hacia el autobús que nos llevará al hotel, hasta que llegue la noche y sea el evento.

Cuando el autobús nos deja en el hotel, aprovecho para darme una ducha. Estoy muy tensa. No quiero ir a esa fiesta, pero he de hacerlo. No me puedo escaquear. Eric ya se ha encargado de que no me escaquee. Tras secarme el pelo, oigo unos golpes y unos jadeos. Escucho con atención y al final sonrío. La habitación de al lado es la de Miguel, y por lo que oigo, lo está pasando muy bien.

Doy unos golpes en la pared y los jadeos paran. ¡No quiero escucharlos!

Me cambio el traje gris claro y me pongo un vestido negro con strass en la cintura. Me calzo unos tacones que sé que me sientan muy bien, y el pelo me lo recojo en un moño alto. Cuando me miro al espejo, sonrío. Sé que estoy sexy. Con seguridad, Eric no me mirará, pero mi apariencia hará que otros hombres me observen.

Al menos que me suban la moral, ¿no?

A las nueve, tras cenar en el hotel, nos reunimos todos en el hall. Como es de esperar todos buscan en mí a la persona que les llevará hasta donde el jefazo ha dicho. Tras hablar con el conductor del autobús, nos sumergimos en el tráfico de Múnich, y sonrío al pasar junto al Jardín Inglés. Con cariño miro los lugares por donde paseé con Eric y fui feliz durante una bonita época de mi vida, pero el buen rollo se me acaba cuando el autobús llega a destino y nos tenemos que bajar.

Entramos en el local. Es enorme, y como era de esperar, el señor Zimmerman ha preparado una colosal fiesta. Todos aplauden. Miguel me mira y, divertida, murmuro: