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Te quiero, pequeña.

Eric (el gilipollas)

Cuando cierro el ordenador, resoplo. Ya imaginaba que mi padre lo tendría al día.

Las tornas han cambiado. Ahora es él quien escribe y yo quien no contesta. Ahora entiendo lo que él sintió en su momento. Trato de olvidarlo como él trató de olvidarme, y soy consciente de que no me deja hacerlo, como yo no lo dejé a él.

45

El día en que llego a Madrid tras mi semana en Llanes, regreso con el corazón todavía más partido. Saber que Eric me busca me hace estar insegura hasta del mismo aire que respiro. El tiempo no ha eliminado el dolor, lo ha acrecentado a unos niveles que nunca pensé que existían.

Llamo a mi padre. Le digo que ya he llegado a Madrid y charlo con él.

—No, papá. Eric me desespera y...

—Tú tampoco eres una santa, cariño. Eres cabezona y retadora. Siempre has sido así, y justamente has ido a dar con la horma de tu zapato.

—¡Papáaaaa!

Mi padre ríe, y contesta:

—¡Ojú, morenita! ¿No recuerdas lo que tu madre decía?

—No.

—Ella siempre decía: «El hombre que se enamore de Raquel, tendrá una vida sosegada, pero el hombre que se enamore de Judith, ¡pobrecito! Va a estar a la gresca día sí, día también».

Sonrío al recordar esas palabras de mi madre, y mi padre añade:

—Y así es, morenita. Raquel es como es y tú eres como tu madre, ¡una guerrera! Y para aguantar a una guerrera sólo hay dos opciones: o das con un tonto que nunca abra la boca, o das con un guerrero como es Eric.

—¿Y tú qué eres papá, un tonto o un guerrero?

Mi padre se ríe.

—Yo soy un guerrero como Eric. ¿Cómo crees, si no, que aguanté a tu madre? Y aunque Dios se la llevó pronto de mi vida, nunca otra mujer ha llegado a mi corazón porque tu madre dejó el listón muy..., muy alto. Y eso es lo que le pasa a Eric, tesoro. Tras conocerte a ti, sabe que no va a encontrar otra igual.

—Sí, de tonta —me mofo.

—No, cariño. De lista. De espabilada. De divertida. De graciosa. De gruñona. De peleona. De maravillosa. De bonita. De todo, morenita..., de todo.

—Papá...

—Como bien presuponía, Eric te pertenece, y tú le perteneces a él. Lo sé.

Soy incapaz de no echarme a reír.

—Por favor, papá, como guionista de culebrones ¡no tienes precio!

Cuando cuelgo, sonrío.

Como siempre, hablar con mi padre me relaja. Quiere lo mejor para mí y, como él dice, lo mejor para mí es ese alemán, aunque yo en estos momentos lo dude.

Por la noche, cuando abro el ordenador, tengo un nuevo mensaje de Eric.

De: Eric Zimmerman

Fecha: 31 de mayo de 2013 14.23

Para: Judith Flores

Asunto: No me dejes

Sé que me quieres aunque no contestes. Lo vi en tus ojos la última noche en el hotel. Me echaste, pero me quieres tanto como yo te quiero a ti. Piénsalo cariño. Ahora y siempre tú y yo.

Te quiero. Te deseo. Te echo de menos. Te necesito.

Eric

¿Por qué es tan romántico?

¿Dónde está el frío alemán?

¿Por qué sus palabras románticas me ponen tonta y las necesito leer y releer? ¿Por qué?

Cuando apago la luz de mi habitación, vuelvo a pensar en lo único que pienso últimamente. Eric. Eric Zimmerman. Huelo su camiseta. No sé qué voy a tener que hacer para olvidarlo.

Me despierto a las seis de la mañana sobresaltada. He soñado con Eric. ¡Ya ni en sueños me lo quito de la mente!

¡Pa matarme!

¿Por qué cuando estás obsesionada con alguien el día y la noche se resume en pensar sólo en él?

Enfadada, no consigo conciliar el sueño y decido levantarme. Cabreada como estoy opto por hacer una limpieza general. Eso me relajará. Me pongo a ello y a las diez de la mañana tengo una liada en la casa que no hay ni por dónde cogerla.

¡Menuda leonera he organizado!

Estoy nerviosa. El corazón me palpita enloquecido y decido darme una ducha, pasar de la casa e ir a correr. Darme unas carreritas me vendrá de lujo. Eliminaré adrenalina. Cuando salgo de la ducha, me recojo el pelo en una coleta alta, me pongo unos piratas negros, las zapatillas de deporte y una camiseta.

De pronto, suena el timbre y, al abrir sin mirar, me quedo sin habla cuando me encuentro con Eric. Está más guapo que nunca vestido con esa camisa blanca y los vaqueros. Asustada por tenerlo tan cerca, intento cerrar la puerta, pero no me deja. Mete un pie.

—Cariño, por favor, escúchame.

—No soy tu cariño, ni tu pequeña, ni tu morenita ni nada. Aléjate de mí.

—¡Dios, Jud!, me estás destrozando el pie.

—Quítalo y no lo destrozaré —respondo mientras trato de cerrar la puerta con todas mis fuerzas.

Pero no quita el pie.

—Eres mi amor, mi cariño, mi pequeña, mi morenita y, además, eres mi mujer, mi novia, mi vida y miles de cosas más. Y por eso quiero pedirte que vuelvas a casa conmigo. Te echo de menos. Te necesito y no puedo vivir sin ti.

—Aléjate de mí, Eric —gruño mientras batallo inútilmente con la puerta.

—He sido un idiota, cariño.

—¡Oh, sí!, eso no lo dudes —siseo al otro lado de la puerta.

—Un idiota con todas sus letras al dejar marchar lo más bonito que ha pasado por mi vida. ¡Tú! Pero los idiotas como yo se dan cuenta e intentan rectificar. Dame de nuevo otra oportunidad y...

—No quiero escucharte. ¡No, no quiero! —grito.

—Cariño..., lo he intentado. He intentado darte tu espacio. Darme a mí el mío. Pero mi vida sin ti ya no tiene sentido. No duermo. Estás en mi mente las veinticuatro horas del día. No vivo. ¿Qué quieres que haga si no puedo vivir sin ti?

—Cómprate un mono —chillo.

—Cariño..., lo hice mal. Oculté lo de tu hermana y tuve la poca decencia de enfadarme contigo cuando yo hacía lo mismo que tú.

—No, Eric, no... Ahora no te quiero escuchar —insisto a punto de llorar.

—Déjame entrar.

—Ni lo sueñes.

—Pequeña, déjame mirarte a los ojos y hablar contigo. Déjame solucionarlo.

—No.

—Por favor, Jud. Soy un gilipollas. El hombre más gilipollas que hay en el mundo, y te permitiré que me lo llames todos y cada uno de los días de mi vida, porque me lo merezco.

Las fuerzas se me acaban. Escuchar todo lo que él me dice comienza a poder conmigo, y cuando dejo de apretar la puerta, Eric la abre totalmente y murmura, mirándome:

—Escúchame, pequeña... —Y al mirar al fondo, pregunta—: ¿Limpieza general? ¡Vaya, estás muy, muy cabreada!

La comisura de sus labios se curva, y entonces, yo grito, histérica, al ver que se mueve.

—No se te ocurra entrar en mi casa.

Se para. No entra.

—Y antes de que sigas con el chorreo de palabras bonitas que me estás diciendo —lo suelto, furiosa—, quiero que sepas que no voy a volver a hipotecar mi vida para que todo de nuevo vuelva a salir mal. Me desesperas. No puedo contigo. No quiero dejar de hacer las cosas que a mí me gustan porque tú quieras tenerme en una jaula de cristal. No, ¡me niego!

—Te quiero, señorita Flores.

—Y una chorra. ¡Déjame en paz!

Y pillándole de improviso, cierro la puerta de un portazo. Mi pecho sube y baja. Estoy acelerada. Eric lo ha vuelto a hacer. Ha vuelto a decirme las cosas más bonitas que un hombre puede decir a una mujer, y yo, como una tonta, lo he escuchado.

Soy idiota. Tonta. Lela. ¿Por qué?, ¿por qué lo escucho?

El timbre de la puerta vuelve a sonar. Es él. No quiero abrir.

No quiero verlo, aunque me muera por hacerlo. Pero de pronto oigo una voz. ¿Ésa es Simona? Abro la puerta y, boquiabierta, veo a Norbert junto a su mujer. El hombre dice:

—Señorita, desde que usted se marchó de la casa, ya nada es igual. Si vuelve, le prometo que la ayudaré a poner su moto a punto siempre que quiera.