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Levanto las cejas, y Simona, tras abrazarme, me da un beso en la mejilla.

—Y yo prometo llamarte, Judith. El señor me ha dado permiso. —Y cogiéndome las manos, cuchichea—. Judith, te echo de menos y, si no vuelves, el señor nos martirizará el resto de nuestros días. ¿Tú quieres eso para nosotros? —Niego con la cabeza, e insiste—: Además, ver «Locura esmeralda» sola no tiene la gracia que tenía como cuando la veíamos juntas. Por cierto, Luis Alfredo Quiñones le pidió el otro día matrimonio a Esmeralda Mendoza. Lo tengo grabado para que lo veamos las dos.

—¡Ay, Simona...! —Suspiro y me llevo las manos a la boca.

De pronto Susto y Calamar entran en la casa y comienzan a ladrar.

—¡Susto! —grito al verlo.

El perro salta, y yo lo abrazo. Le he echado tanto de menos... Después, toco a Calamar y susurro:

—Cómo has crecido, enano.

Los animales saltan encantados a mi alrededor. Me recuerdan. No se han olvidado de mí. Eric, apoyado en la pared, me está mirando cuando entra Sonia con una encantadora sonrisa y me besa.

—Cariño mío, si no te vienes con nosotros tras la que ha movilizado Eric, es que eres tan cabezota como él. Este hijo mío te quiere, te quiere, te quiere, y me lo ha confesado.

La estoy mirando sorprendida cuando entra mi padre.

—Sí, morenita, este muchacho te quiere mucho y te lo dije: ¡regresará a ti! Y aquí lo tienes. Él es tu guerrero y tú eres su guerrera. Vamos, tesoro mío..., te conozco, y si ese hombre no te gustara, ya habrías retomado tu vida y no tendrías esas ojeras.

—Papá... —sollozo, llevándome las manos a la boca.

Mi padre me da un beso y murmura:

—Sé feliz, mi amor. Disfruta de la vida por mí. No me hagas ser un padre preocupado el resto de mis días.

Dos lagrimones me caen por la cara cuando oigo:

—¡Cuchufletaaaaaaaaaaa! —Mi hermana solloza, emocionada—. ¡Aisss, qué bonito lo que ha hecho Eric! Nos ha reunido a todos para pedirte perdón. ¡Qué romántico! ¡Qué maravillosa muestra de amor! Un hombre así es lo que yo necesito, no un gañán. Y por favor, perdónale porque no te contara lo de mi separación. Yo le amenacé con machacarlo si lo hacía.

Miro a Eric. Sigue apoyado fuera de mi casa y no aparta sus ojos de mí. En este momento, entra Marta y, guiñándome un ojo, cuchichea:

—Como digas que no al cabezón de mi hermano, te juro que me traigo a todos los del Guantanamera para convencerte mientras bebemos chupitos y gritamos: «¡Azúcar!» —Río—. Piensa lo que ha sido para él pedirnos ayuda a todos. Este chico por ti se ha abierto en canal, y eso se lo tienes que recompensar de alguna manera. Vamos, quiérele tanto como él te quiere a ti.

Me río. Eric también ríe, y mi sobrina grita:

—¡Titaaaaaaaaaaaaaaa! El tito Eric ha prometido que este verano me iré con vosotros los tres meses de las vacaciones a tu piscina, y en cuanto al chi..., a Flyn, es muy enrollado. ¡Mola mazo! No veas cómo juega a Mario Cars. ¡Qué fuerte! Es buenísimo.

Esto parece el metro en hora punta. El salón está lleno de gente mientras Eric me mira con sus preciosos ojazos azules sin entrar en mi casa. De pronto, llega Flyn. Al verme se tira a mi cuello. Me abraza y me besa. Adoro sus besos, y cuando se suelta, sale por la puerta y me río al ver que arrastra el árbol de Navidad rojo.

¿Han traído el árbol rojo de los deseos?

Eso me hace reír. Miro a Eric, y éste se encoge de hombros.

—Tía Jud —dice Flyn—, todavía no hemos leído los deseos que pedimos en Navidad. —Eso me emociona, él murmura—: He cambiado mis deseos. Los que escribí en Navidad no eran muy bonitos. Además, le he confesado al tío Eric que yo también ocultaba secretos. Le he dicho que yo fui quien agitó la coca-cola ese día para que te explotara en la cara y que por mi culpa te caíste en la nieve y te hiciste la fea herida de la barbilla.

—¿Por qué se lo has dicho?

—Tenía que decírselo. Siempre has sido buena conmigo, y él tenía que saberlo.

—¡Ah!, por cierto, cariño —indica Sonia—, a partir de este año las Navidades las celebraremos juntos. Se acabó celebrarlas por separado.

—¡Bien, abuela! —salta Flyn, y yo sonrío.

—Y nosotros estaremos también —puntualiza mi emocionado padre.

—¡Bien, yayo! —aplaude Luz, y Eric se ríe con las manos en los bolsillos.

Lo miro. Me mira. Nuestros ojos se encuentran, y cuando creo que no puede llegar más gente, entran Björn, Frida y Andrés con el pequeño Glen. Los dos hombres no dicen nada. Sólo me miran, me abrazan y sonríen. Y Frida, abrazándome también, murmura en mi oído:

—Castígale cuando lo perdones. Se lo merece.

Ambas nos reímos, y yo me llevo las manos a la cara. No me lo puedo creer. Mi casa está llena de gente que me quiere, y todo esto lo ha movilizado Eric. Todos me miran a la espera de que diga algo. Estoy emocionada. Terriblemente emocionada. Eric es el único que está todavía fuera. Le he prohibido entrar. Con decisión, se acerca a mi puerta.

—Te quiero, pequeña —declara—. Te lo digo a solas, ante nuestras familias y ante quien haga falta. Tenías razón. Tras lo de Hannah estaba encerrado en un bucle que no me favorecía y a mi familia tampoco. Lo estaba haciendo mal, especialmente con Flyn. Pero tú llegaste a mi vida, a nuestras vidas, y todo cambió para bien. Créeme, amor, que eres el centro de mi existencia.

Un «¡ohhhhhh!» algodonoso escapa de la garganta de mi hermana, y yo sonrío cuando Eric añade:

—Sé que no hice las cosas bien. Tengo mal genio, soy frío en ocasiones, aburrido e intratable. Intentaré corregirlo. No te lo prometo porque no te quiero fallar, pero lo voy a intentar. Si accedes a darme otra oportunidad, regresaremos a Múnich con tu moto y prometo ser quien más te aplauda y más grite cuando compitas en motocross. Incluso, si tú quieres, te acompañaré con la moto de Hannah por los campos de al lado de casa. —Y clavando su mirada en mis ojos, susurra—: Por favor, pequeña, dame otra oportunidad.

Todos nos miran.

No se oye una mosca.

Nadie dice nada. Mi corazón bombea a un ritmo frenético.

¡Eric lo ha vuelto a hacer!

Lo quiero..., lo quiero y lo adoro. Ése es el Eric romántico que me vuelve loca.

Voy hasta la puerta, salgo de mi casa, me acerco a Eric y, poniéndome de puntillas, acerco mi boca a la suya, chupo su labio superior, después el inferior y, tras darle un mordisquito, manifiesto:

—No eres aburrido. Me gusta tu mal genio y tu cara de mala leche, y no te voy a permitir que cambies.

—De acuerdo, cariño —asiente con una gran sonrisa.

Nos miramos. Nos devoramos con la mirada. Sonreímos.

—Te quiero, Iceman —digo finalmente.

Eric cierra los ojos y me abraza. Me aprieta contra su cuerpo, y todos aplauden.

Eric me besa. Yo lo beso y me fundo en sus brazos, deseosa de no soltarme nunca más.

Así estamos unos minutos, hasta que se separa de mí. Todos se callan.

—Pequeña, me has devuelto dos veces el anillo, y espero que a la tercera vaya la vencida.

Sonrío, y sorprendiéndome de nuevo, clava una rodilla en el suelo y, poniendo el anillo de diamantes delante de mí, dice, desconcertándome:

—Sé que fuiste tú la que me pidió matrimonio la otra vez por un impulso, pero esta vez quiero que sea mi impulso, y sobre todo que sea oficial y ante nuestras familias. —Y dejándome boquiabierta, continúa—: Señorita Flores, ¿te quieres casar conmigo?

Me pica el cuello. ¡Los ronchones!

Me rasco. ¿Boda? ¡Qué nervios!

Eric me mira y sonríe. Sabe lo que pienso. Se levanta, acerca su boca a mi cuello y sopla con dulzura. En este mismo instante, acepto que él es mi guerrero, y yo, su guerrera, y agarrándole la cara, lo miro directamente a los ojos y respondo:

—Sí, señor Zimmerman, me quiero casar contigo.

En el interior de mi casa todos saltan de alegría.

¡Boda a la vista!

Eric y yo, abrazados, los miramos y somos felices. Entonces, agarro el picaporte de la puerta y la cierro. Mi amor y yo nos quedamos en el descansillo de mi casa, solos.