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Batya Gur

Piedra por piedra

Traducción del hebreo de Ana María Bejarano

Título originaclass="underline" Even tajat even

A mi madre, Rosa Mann

Del lugar en el que tenemos razón

nunca brotarán

las flores en primavera.

El lugar en el que tenemos razón

está pisoteado y duro como un patio.

Yehuda Amijai

«El lugar en el que tenemos razón»

1

Ella empezó a venir en el otoño y no dejó de hacerlo ni una noche. Boris Tabashnik, el vigilante nocturno empleado por el moshav, se acordaba perfectamente de la primera vez, porque había caído una lluvia breve y repentina, y antes de que empezara a llover había lucido una luna diluida en un halo borroso, como en las noches de siroco, una luna que asomaba por entre las nubes pesadas y rojizas.

También esa noche, como todas las demás desde el otoño, Boris vio a la mujer al final del estrecho camino interior paralelo al vallado -el que rodea el moshav hasta llegar al cementerio- aproximarse a la farola grande que ilumina el portón automático que se cierra cada tarde al oscurecer. Como todas las noches de los últimos meses la miró cuando pasaba bajo la farola, hasta que se fue alejando. Estaba sentado en la silla de madera que había colocado junto a la puerta de hierro marrón abierta a la oscuridad, como si la estuviera esperando. A medida que las noches iban pasando la figura de ella, que aparecía siempre entre la media noche y la una de la madrugada, se iba convirtiendo en la señal para hacer la primera pausa en la guardia de una noche de trabajo, para poner a hervir el agua del café y sentarse al escritorio. El regreso de ella caminando por aquella carretera, unas veces al cabo de dos horas y otras al amanecer, cuando la noche empezaba a palidecer, le hacía levantar la vista del asiento de madera, junto a la desvencijada mesa, hacia la ventana estrecha que miraba al exterior, convirtiéndose eso también en señal de algo, como una especie de muesca en el tiempo: unas veces como recordatorio para estirar un poco los músculos y otras como un impulso para salir a la carretera, dar una vuelta alrededor del moshav y cerciorarse de que todo estaba en orden.

A medida que iban pasando las noches reconocía en su interior la esperanza de que ella apareciera de nuevo. Durante las últimas noches, desde que le había visto el rostro a la luz del día, su agitación iba en aumento al verla aparecer caminando. Nunca volvía la cabeza hacia él cuando pasaba por delante de la entrada iluminada de la garita. Tampoco esa noche. Boris volvió a sentir ahora que la habitación entera, tan estrecha e inhóspita, con sus resplandecientes paredes blancas y la cama de hierro con el viejo colchón cubierto por una colcha naranja peluda y áspera, se convertía, en el momento en el que ella pasaba a poca distancia, en una especie de entregado centinela que proyectaba una silueta oblicua sobre la oscuridad del exterior.

Había estado lloviendo durante toda la última semana y el cuerpo alargado de espalda encorvada y cabeza gacha, con unas botas negras que a cada paso desgajaba del barro que cubría el camino, se movía con una pesadez mucho más patente que de costumbre. Al pasar bajo la farola que había junto al portón automático, la luz se proyectó sobre lo que primero pareció una joroba, pero que ahora, a la luz del foco, resultó ser una mochila grande y oscura que le cubría la espalda y los hombros. Con las dos manos sujetaba un cilindro largo y grueso oculto por un envoltorio blanco. A pesar de que su paso era firme y de que tenía el andar propio de quien sabe adónde se dirige, y a pesar también de que ahora Boris ya sabía que la mujer había nacido en el moshav en una familia respetable y veterana en el lugar, esta vez despertó en él, quizá por la carga que llevaba en las manos, que desde lejos parecía pesada, y por la mochila, una sensación de camaradería mezclada con piedad, como si estuviera ante una refugiada.

Hacía más de tres años, unos meses después de que inmigrara a Israel, que Boris Tabashnik se presentaba todas las noches a las once menos cuarto en la garita del puesto de vigilancia del moshav, y que desde las once, hora de inicio de su guardia nocturna, cumplía con su deber con gran meticulosidad y responsabilidad. Cada noche comprobaba el interruptor que activaba el portón automático, escudriñaba a conciencia los rostros de los que iban en los coches que entraban y salían, anotaba las matrículas y, sólo después, cuando disminuía el trajín de vehículos, se sentaba en la única silla que había en la garita. Por la noche, a veces unas horas después del inicio de la guardia, hacía su ronda por esa carretera interna del moshav por la que la mujer caminaba noche tras noche, y cuando la terminaba se permitía a sí mismo sentarse a la inestable mesa de madera para trabajar en sus anotaciones. Hacia el amanecer se tomaba un respiro para leer y escribir, para dedicarse al diario que estaba escribiendo y a las traducciones al ruso de la poesía hebrea contemporánea que le publicaban en una sección fija del semanario en ruso Stari.

En ocasiones, al llegar, se encontraba al secretario del moshav, que era quien lo había aceptado para ese trabajo hacía más de tres años con una mezcla de recelo e incomodidad manifiesta -«me han dicho que era usted una persona importante en la Unión Soviética, de la intelligentsia, periodista o algo así», había observado entonces, mientras Boris se encogía de hombros y balbuceaba confuso-, esperándolo junto a la garita con las más diversas excusas. A veces le llevaba el talón del mes para ahorrarle a Boris el paseo a la secretaría por la mañana, y siempre se interesaba por que todo estuviera en orden mientras echaba una mirada por toda la habitación rectangular con evidente curiosidad, como en busca de algún cambio.

Al principio, Boris Tabashnik no pensaba que siempre fuera a ganarse la vida con ese empleo de vigilante nocturno. Pero lo que estaba destinado a durar tan sólo unos meses -«hasta que se encuentre otra solución», en palabras de los funcionarios de la Agencia Judía, que le habían explicado lo difícil que era encontrar algo adecuado a un hombre de su edad y talento- resultó ser una cómoda fuente de ingresos fijos que le permitía escribir y traducir, y al mismo tiempo lo liberaba de la dependencia de la revista rusa en la que los distintos miembros de la redacción mantenían unas relaciones retorcidas y agobiantes. El puesto que ocupaba lo obligaba a permanecer despierto durante toda la noche, lo que no le resultaba difícil ya que de cualquier modo solía dormir muy poco por las noches. Excepto por los vehículos que pasaban de vez en cuando, muy escasos ya pasada la medianoche, no había nada que lo molestara. «De momento estoy aquí», se decía a sí mismo en medio de cierta admiración que encerraba no poca satisfacción por lo limitado de su vida exterior, una limitación gracias a la cual, le parecía a él, su vida interior se estaba enriqueciendo en gran manera. A veces se quedaba a la puerta de la garita mirando los campos que se extendían al otro lado del portón, oscuros y enigmáticos en las noches sin luna, insinuantes y amenazadores en las noches en las que aquélla brillaba. Le encantaba seguir los cambios de los tonos del cielo, del soplar del viento, detectar el paso de los pesados sirocos hasta convertirse en un suave frescor, y es que le gustaba ese modo silencioso, aparentemente repentino aunque en realidad hecho de finísimas variaciones de los más leves matices en medio de los cuales el verano se convierte en otoño y el otoño en invierno.

Ella siempre pasaba después de medianoche y sólo el eco de sus pesados pasos y la luz de la farola que la iluminaba por un momento delataban su presencia. Nadie cruzaba por ahí a pie a esas horas y Boris adivinaba que ella no quería que la vieran, por lo que se esforzaba en pasar desapercibido y minimizar su presencia, de manera que si ella no lo sorprendía en la puerta, procuraba permanecer dentro del cuarto aunque mirando a la ventana.