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No sabía por qué se había sentido empujado a seguirla precisamente aquella noche, una noche de luna llena. Si se hubiera detenido a reflexionar sobre ello, quizá se habría quedado en su cuarto. Aquella marcha encerraba algo de riesgo, era una especie de puerta hacia otras cosas que podían desencadenarse o manar de ella. Se quedó mirando largamente cómo ella se alejaba por la carretera estrecha que serpenteaba en esa noche iluminada, bajo un cielo claro y estrellado en el que una luna redonda y llena aparecía alta transformando su cálido tono amarillo en blanco. Boris no podía apartar la vista de la silueta oscura y alta que iba envuelta en el abrigo grande y negro. Los hombros, que normalmente llevaba encogidos, iban ahora extendidos hacia atrás por el peso de la mochila; la cabeza la tenía inclinada hacia delante, como si anduviera buscando algo en él suelo, y con las manos sostenía aquel envoltorio cilíndrico que parecía pesar mucho, mientras seguía alejándose hasta no ser más que una mancha oscura y borrosa que iba desapareciendo y fundiéndose con un horizonte invisible, el único movimiento en la distancia de una figura cuyo ruido de pesados pasos iba muriendo al mezclarse con el susurro de las copas de los árboles y unos lejanos graznidos. De repente, aquella noche, la estrecha carretera, las extensiones de campo, la silueta alta y encorvada que estaba a punto de desaparecer en el recodo, todo se convirtió en una especie de símbolo, en el boceto palpable de la esencia de la vida. Boris pestañeó. Por un momento había visto con los ojos de su espíritu decenas de portones, filas de arcos negros que una mujer de espalda encorvada atravesaba en medio de la oscuridad, bajo una luna blanca, como si estuviera predestinada a andar y andar por unos espacios sin fin cuyos bordes estaban pintados en tonos marrón y arena. Entonces se vio empujado a hacer lo que había tenido tentaciones de hacer casi cada noche: después de revisar con cuidado el portón automático para asegurarse de que estuviera bien cerrado, la siguió a una distancia prudencial.

Durante las rondas que hacía por el camino interior paralelo a la valla, Boris solía detenerse para contemplar, a lo lejos, el cementerio, que se encontraba en la colina que había al otro lado de los trigales, más allá de las plantaciones de cítricos. A veces, en las noches de primavera y verano, llegaba hasta el cementerio, al norte del moshav, y en dos ocasiones incluso había entrado en él, se había detenido junto a las blancas lápidas y había bebido agua, turbado al respirar el perfume de las enormes rosas que allí crecían e impresionado por una tranquilidad mezclada con una fuerte presencia de susurros y de olores y del trasiego de la gran cantidad de insectos que vivían allí, como si aquel lugar no tuviera nada que ver con la muerte.

A medida que se iba aproximando al cementerio, su corazón latía con más fuerza. En realidad, cualquier noche hubiera podido pedirle que se identificara y preguntarle qué estaba haciendo allí, pero nunca se le había ocurrido entrometerse en la soledad que se había impuesto a sí misma con sus paseos rutinarios de andar vacilante.

Los pasos de ella se hicieron más rápidos al llegar a los pies de la colina y, ya en la entrada, Boris vio que prácticamente iba corriendo. Él se quedó fuera, junto al seto, viendo cómo ella se dirigía hacia la derecha. Boris, desde su escondite entre los arbustos, miraba el cementerio, un rectángulo largo que se extendía sobre la colina, más pequeño que los naranjales de al lado, que ya despedían el embriagador aroma del azahar, una floración que anunciaba la primavera que había irrumpido con toda su fuerza tras una semana de lluvias gracias a las cuales la tierra despedía ahora un aroma fresco y húmedo.

Ella se detuvo en un lugar próximo a la valla, no lejos de la entrada, ante una lápida blanca que resplandecía a la luz de la luna, y depositó con delicadeza el envoltorio grande para, acto seguido, arrodillarse y quitarse la mochila de la espalda. Después se incorporó despacio, enderezó los hombros y se cruzó de brazos. La luna se alejó un poco y parecía que las estrellas se ocultaban. Se sentó en el suelo embarrado, junto al arriate que bordeaba la tumba. Hacía tiempo que Boris tenía que haberla seguido para averiguar qué hacía, se recriminó a sí mismo para contrarrestar el desasosiego que le producía aquel reprobable acto de espionaje contra una mujer en un momento en el que se creía completamente sola; entonces vio que ella se quitaba el abrigo, se enrollaba los pantalones, se quitaba las botas negras de goma y los calcetines militares de lana y se tendía en el interior del arriate con la cabeza apoyada en la piedra de la lápida como si fuera una almohada. El espanto se apoderó de Boris al ver la relajación del cuerpo de ella, los brazos caídos a ambos lados y las manos desmenuzando montones de tierra, hasta el punto de que por un momento le pareció que lo que deseaba era filtrarse en el interior de la tierra. Pasado un buen rato volvió a sentarse, anduvo rebuscando en el bolsillo del abrigo y se encendió un cigarrillo. Él también sintió deseos de fumar, pero se puso de rodillas y permaneció en silencio sin quitarle los ojos de encima. El humo se diluía en el aire negro impregnado del perfume del azahar y de la tierra mojada.

La vio encender con una cerilla un quinqué de petróleo que había sacado de la mochila. Ahora se encontraba rodeada por un halo luminoso en medio de la oscuridad. Se levantó y cogió un azadón grande que estaba apoyado en el seto, se puso a cavar muy despacio alrededor de la tumba, y arrancó unas plantas de la tierra que después dejó a un lado y, de dos en dos, las llevó a un rincón apartado. Hasta cinco veces fue a aquel rincón del que regresaba después de varios minutos. Finalmente, colocó el envoltorio blanco junto al quinqué, dentro del círculo de luz, y abrió el paño blanco que lo envolvía. Boris se incorporó para ver mejor cómo se arrodillaba en el barro ante lo que ahora quedaba al descubierto entre las manchas amarillentas que proyectaba la lámpara y las sombras negras, y que resultó ser una escultura de mármol blanco, una figura alta, estrecha y larga, que ella estaba poniendo de pie. Después se levantó, retrocedió unos pasos y se quedó mirando la escultura. Ahora podía Boris observarla bien: se trataba de una figura cuyas piernas largas y finas estaban en posición de marcha y cuyos pies -uno delante del otro- surgían directamente de un pedestal cuadrado y ancho del cual no se distinguían. Más arriba aparecía un torso plano, estrecho y delicado, terminado en el tallo fino de un cuello largo al que parecía que le costaba sostener el peso de la cabeza, a pesar de ser ésta muy pequeña en comparación con la altura de la figura. La mujer colocó la escultura a su lado, se sentó a sus pies, inclinó la cabeza hacia ella, deslizó la cara por su superficie, se balanceó hacia delante y hacia atrás, se levantó, la cogió y emprendió la marcha hacia el rincón en el que había dejado las plantas que había arrancado. Pero entonces vio que se detenía, como si dudara, hasta que de pronto volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia el portón del cementerio. Boris, asaltado por el pánico, se apartó casi reptando hacia un lado y de nuevo se quedó agachado entre dos arbustos, mientras la veía mirar la tumba desde fuera del portón y, después, apartarse hacia el otro lado del seto, dar unos pasos como si estuviera midiendo algo y colocar la escultura en el suelo con suma delicadeza. Ahora, la figura de piedra blanca se encontraba en medio de la oscuridad, fuera, con el rostro vuelto hacia el cementerio.

Boris, desde detrás de un seto que estaba justo enfrente de ella, respiraba con precaución para que no lo oyera -ella se encontraba muy cerca de él- y vio que sacaba de la mochila un paquete rectangular envuelto en un papel de aluminio que crujía en medio de un silencio que en ese momento sólo rompía el eco de unos ladridos lejanos. Después abrió el papel, extendió los bordes hacia un lado y tomó entre las manos un bloque no muy grande de algo que parecía arcilla clara. Miró a su alrededor y de nuevo se vio Boris asaltado por el temor de que pudiera oírlo respirar. Pero ella, con otro cigarrillo sin encender colgándole de los labios, tocaba ahora el bloque de arcilla y elevaba el rostro hacia el cielo, para después bajar la cabeza, dejar escapar un fuerte suspiro y empezar a amasar con fuerza la arcilla.