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Con la respiración contenida, Boris seguía los movimientos de las grandes manos de ella y la inclinación de su cabeza, cubierta por una espesa melena que a ratos se echaba para atrás dejando al descubierto sus afilados pómulos. La luz amarillenta y las negras sombras conferían a sus gestos un encanto misterioso que le recordó a Boris las tallas de madera que había visto en su infancia en un libro sobre princesas y fantasmas que salían a escondidas a bailar por las noches.

Volvió a rebuscar en la mochila y sacó algo del fondo, un objeto cilíndrico y plateado, alargado, que colocó en el arriate. Boris, en medio de la mancha de luz, vio de qué se trataba y comprendió de pronto que lo que parecía arcilla no lo era en absoluto, pero siguió ahí agachado, apretándose contra sus talones, completamente petrificado, incluso cuando vio que ella se inclinaba para unir el cilindro al bloque amarillento que antes había ablandado con las manos. De nuevo volvía a inclinarse sobre la mochila para sacar algo de ella, de modo que se arrodilló, de espaldas a él y muy cerca de la lápida. De repente, Boris oyó el ruido de un taladro, el rechinar escalofriante del metal penetrando en el mármol, y la mujer quedó envuelta en una nube de polvo blanco. Lo que más sorprendió a Boris fue el hecho de que ella no hubiera conectado la taladradora a ninguna fuente de alimentación eléctrica, porque no sabía que existieran taladros que funcionaran sin electricidad. En medio de su asombro se incorporó y se quedó de pie al otro lado del seto, temeroso de que el hueco golpear del metal en la piedra se oyera desde lejos y despertara a todos, que los atrajera hasta allí y pudieran contemplar la escena: él observando como un ladrón entre los arbustos y ella taladrando agujeros en la lápida. Tenía que detenerla, plantarse delante y formularle una pregunta completamente legítima en boca de un vigilante nocturno: ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué estropeaba la lápida? Pero no podía. Los decididos movimientos de ella, de quien sabe perfectamente lo que se trae entre manos, aquel rostro abatido que antes había visto dirigirse hacia el cielo y la soledad de los paseos nocturnos, todo ello le impedía a Boris hacer el más mínimo movimiento. A pesar de todo se recordó a sí mismo que podía meterse en un buen lío por culpa de ella, pero por otro lado aplacaba sus temores al decidir que todo aquello muy bien podía estar sucediendo mientras él se encontraba en la garita de vigilancia y que él solo no podía estar al tanto de todos los actos de los miembros del moshav o tener conocimiento de lo que cada uno tenía intención de hacer en cada momento. Además, si ahora la detenía, nunca sabría cuáles eran sus intenciones y Boris ansiaba averiguarlo, tanto lo deseaba que olvidó que esa curiosidad, la voluntad de saber más acerca de aquella mujer y acerca de lo que hacía, abría una ventana a un coro de voces a las que él procuraba acallar y de las que se protegía, porque tras ellas podían llegar las esperanzas, el deseo, y después…

Hay momentos en los que una persona nota que la casualidad lo ha llevado a ser testigo de algo distinto y extraño que no tiene nada que ver con él, pero que si permite que suceda se convierte casi en cómplice de ello. De cualquier modo, en aquel momento, los pensamientos de Boris no discurrían de forma tan ordenada como para poder pensar en ello. Actuaba como cualquier otro lo hubiera hecho, o mejor dicho, callaba como se calla uno cuando sabe que está sucediendo algo cuyo significado se nos escapa, aunque ese significado sea real. También es posible que se tratara de una especie de veneración por lo que ella hacía, una veneración misteriosa e ininteligible, precisamente por tratarse de un acto sorprendente e incomprensible.

Al moverse ella un poco hacia atrás, Boris pudo ver el agujero en el mármol y que en él introducía cuidadosamente un dedo, luego un dedo más, como si lo estuviera midiendo, y después volvió a sentarse. Boris no podía apartar la vista de su silueta, hecha de manchas amarillas, doradas y negras, ni de sus pies, que tenía clavados en la tierra húmeda, ni de las botas de goma, tiradas junto a la mochila. La mujer le hizo un agujero al bloque amarillento y metió en él el cilindro plateado al que unió un cordón negro que parecía un cable eléctrico. De pronto Boris lo entendió todo y supo perfectamente que aquel cable no era un cable corriente sino una mecha de seguridad. La eficiencia tan cabal, la seguridad con la que sujetaba ahora las tenacillas que había sacado de la mochila y el cuidado con el que apretaba el detonador contra el pistón y los unía con un cordón negro, provocaron en Boris un gran temor, como si estuviera observando los preparativos de una espantosa ceremonia pagana. Ahogó, pues, un grito que estuvo a punto de escapársele cuando vio, desde la seguridad de su escondite al otro lado del seto, cómo rellenaba el hueco que había hecho en la piedra con lo que parecía arcilla y no lo era, puesto que se trataba de material explosivo plástico, y cómo tiraba, con unos movimientos pacientes y muy bien calculados, muy despacio, de la mecha de seguridad, hasta más allá de los límites de la tumba. Lo fue arrastrando por la tierra húmeda y lo seguía con la vista mientras avanzaba hacia el muro del cementerio. Boris empezó a retroceder. Rápidamente calculó que para ponerse a salvo debía llegar a la cuesta de la colina, a pesar de que seguía negándose a creer que ella fuera a encender la mecha, al tiempo que ni quería ni podía detenerla ya. Reptó hacia atrás sobre el vientre, buscando con las manos posibles obstáculos, mientras ella estaba allí de pie bajo un cielo cuya luna aparecía muy lejana, pequeña y alta, iluminándolo todo con un tono claro, y luego, volviendo la cabeza en todas direcciones, recogió la mochila y salió del cementerio llevando también la escultura entre los brazos, como si la deslizara por la pendiente de la colina, muy cerca de donde él se encontraba, y mientras él apretaba el cuerpo contra la tierra húmeda y cubierta de hierba, ella iba soltando tras de sí aquella mecha negra. Boris sólo pensaba detenerla si ella no se situaba a una distancia prudente. Pero sabía muy bien que ella se pondría a resguardo para proteger la escultura. Por los movimientos tan delicados y por el cuidado con el que depositó en el suelo la figura blanca del muchacho, bastante cerca por cierto de donde Boris se encontraba, mirando primero la estatua y después el portón, como si estuviera midiendo la distancia, Boris comprendió enseguida que no pensaba volarse a sí misma. Él yacía ahora en la falda de la colina, con la barbilla apoyada en las manos, así es que vio que encendía la mecha con un movimiento rápido y que se quedaba un instante observando el extremo de la mecha, para después darse la vuelta y echar a correr por la cuesta. Boris todavía pudo ver que la mujer se caía al suelo atrayendo hacia sí la escultura y se cubría la cabeza con las manos, antes de que él mismo ocultara su cara entre la hierba.

El ruido de la explosión lo ensordeció todo. Sólo pasados unos segundos, que se hicieron eternos, se atrevió Boris a levantar la cabeza hacia aquella nube blanca que ascendía desde el cementerio. Miró a la mujer a hurtadillas para comprobar que ya se había levantado, que volvía a estar de pie, bien erguida, donde antes había estado tendida, enfrente del seto, y después observó que unas lenguas de fuego que aparecieron bajo las nubes de humo y polvo se elevaban ondulantes. Fue entonces cuando se oyó a lo lejos el eco de los ladridos de los perros mezclado con el ruido del fuego que chisporroteaba. De repente, Boris tomó conciencia de la situación, se puso de pie y, sin dirigirle ni una mirada más, echó a correr hacia delante en dirección al cementerio. Observó la columna de fuego y las nubes de humo y empezó a buscar febrilmente a su alrededor, primero corriendo hacia el extremo izquierdo del camposanto y después hacia el derecho, donde finalmente encontró un enorme grifo a cuya boca se encontraba acoplada una serpenteante manguera de goma. Boris abrió el grifo hasta el tope, tiró con todas sus fuerzas de la manguera y empezó a regarlo todo, al principio alrededor de la tumba y después apuntando hacia las llamas que se elevaban desde la fosa, que se había abierto en el lugar en el que antes se encontraba el arriate que rodeaba la lápida. Las lápidas de alrededor se habían resquebrajado y derrumbado. Transcurrió un tiempo hasta que el fuego se fue apagando, pero Boris no soltaba la manguera y seguía apretando el extremo para aumentar la presión del chorro. Cuando alzó la vista hacia el portón del cementerio la vio ahí de pie a unos pocos metros de él. Los restos de las llamas la iluminaban por partes: los pies descalzos, los pantalones remangados, la melena, el perfil afilado, a cada instante un detalle distinto del cuerpo. Aquel juego de luces y sombras le daba un aspecto entrecortado, como si estuviera hecha de un sinfín de piezas. Permanecía ahí sin moverse, siguiendo los movimientos de él, y cuando el fuego se hubo apagado y la oscuridad volvió a inundarlo todo y se convirtió en una distorsionada y enorme mancha, se acercó muy deprisa a la tumba que ahora estaba al descubierto, se arrodilló y empezó rápidamente a cubrirla con los montones de tierra que prácticamente todavía seguían ardiendo.