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No reconoció a los guardias de las metralletas y permaneció donde estaba, desistiendo de acercarse a la questura. Los dos guardias fueron hacia el edificio y uno de ellos abrió la puerta y la sostuvo. Cuando los tres civiles estuvieron dentro, los guardias los siguieron. La puerta se cerró.

Brunetti se acercó al piloto, que estaba amarrando la popa de la lancha. Al ver aproximarse al comisario, saludó.

– ¿Qué es todo eso, Foa? -preguntó Brunetti con las manos en los bolsillos señalando a la questura con un movimiento de la cabeza.

– No lo sé, señor. Me han ordenado recoger al vicequestore en su casa a las ocho y treinta, y luego hemos ido a buscar al questore a su casa.

– ;Y los chicos de las metralletas? -preguntó Brunetíi.

– Estaban con el que me dio la orden, señor, el paisano. Se ha presentado aquí a las ocho y me ha entregado una carta.

– ¿La tiene usted? -preguntó Brunetti.

– No, señor; se quedó con ella cuando la hube leído.

– ¿De quién era?

– No he reconocido la firma, ni siquiera el cargo, un subsecretario del secretario de un comité. Pero el membrete era del Ministerio del Interior.

– Ah -suspiró Brunetti, suavemente, más para sí que para Foa-. ¿Qué decía la carta?

– Que obedeciera las instrucciones del portador, y él me dijo a quién tenía que recoger y por qué orden.

– Comprendo -dijo Brunetti, procurando aparentar que lo que decía Foa no le interesaba especialmente. Dio las gracias al joven, entró en la questura y subió al despacho de la signorina Elettra.

– ¿No ha sido invitado a la fiesta? -preguntó ella al verlo entrar.

– Qué va. Es sólo para mayores. -Y, después de una pausa-: ¿Alguna idea?

– Ninguna. El vícequestore me ha llamado desde la lancha para decirme que estaría reunido con el questore durante buena parte de la mañana y que lo dijera así a todo el que le llamara.

– ¿Ha mencionado a alguien más? -preguntó Brunetti, convencido de que Patta no habría perdido la oportunidad de dejar caer el nombre o, por lo menos, el cargo de cualquier autoridad importante con la que fuera a reunirse.

– No, señor.

Brunetti reflexionó y dijo:

– ¿Hará el favor de llamarme cuando termine?

– ¿Desea verlo?

– No; pero quiero saber cuánto dura la reunión.

– Le llamaré -dijo ella, y Brunetti subió a su despacho.

Pasó la hora siguiente leyendo el periódico que tenía desplegado sobre la mesa sin disimulo y mirando desde la ventana a campo San Lorenzo. Los africanos no reaparecieron. Para calmar la inquietud, fue abriendo los cajones de la mesa y sacando todos los objetos y papeles que justificadamente pudiera tirar. Al cabo de media hora, la papelera estaba llena, y el periódico, cubierto de objetos heterogéneos que no había podido identificar o no se atrevía a desechar.

Sonó el teléfono. Pensando que sería la signorina Elettra, contestó diciendo:

– ¿Ya han salido?

– Aquí Bocchese, comisario -dijo el técnico-. Creo que debería bajar -añadió, y colgó el teléfono.

Brunetti asió el periódico por las puntas y arrojó los objetos en el cajón de abajo, que cerró con el pie, y bajó al laboratorio.

Encontró a Bocchese sentado a su escritorio, donde muy pocas veces lo había visto. El técnico estaba siempre tan atareado limpiando, midiendo y pesando cosas que a Brunetti nunca se le había ocurrido pensar que también podía sentarse a no hacer nada.

– ¿De qué se trata? -preguntó el comisario-. ¿De esas huellas?

– Sí, señor. En los archivos de la Interpol no hay ninguna que coincida con las del muerto. Ni en los de personal ni en los de personas con antecedentes. -Espero a que Brunettí asimilara esto y añadió-: Ahora bien… -Cuando vio que el comisario lo miraba fijamente, prosiguió-: Al introducir las huellas en el ordenador para cotejarlas, apareció un aviso que decía que íodas las peticiones de información debían ser trasladadas inmediatamente al Ministerio del Interior.

– ¿Y eso se hizo? -preguntó Brunetti, preocupado por las consecuencias.

Bocchese, con una tos de falsa modestia, dijo: -MÍ amigo creyó preferible no molestarlos con su petición.

– Ya entiendo -dijo Brunetti. Y así era. -Me dijo, sí, que podía mirar en otro sitio, pero que quizá le llevara tiempo. -Antes de que Brunetti pudiera hablar, el técnico dijo-: No; no se lo pedí. -Bocchese agitó una mano en lo que podía interpretarse como un comentario acerca de la fiabílidad de los amigos y dijo-: También me dio una respuesta muy extraña acerca de la huella encontrada en esa casa.

– ¿Qué dijo su amigo? -preguntó Brunetti acercándose a la mesa, pero sin sentarse.

– Corresponde a la de Michele Pací, que hasta hace tres años era agente del DIGOS. [2]

– ¿Era?

– Sí; murió.

Bocchese dejó que esta información calara y añadió:

– Le pregunté si no podía haber un error y me dijo que lo mismo había pensado él y por eso hizo otra comprobación. La coincidencia es perfecta, probablemente, porque el DÍGOS es muy meticuloso en lo de tomar las huellas para las fichas de sus empleados.

– ¿Cómo murió?

– El expediente no lo dice. La anotación reza… -Bocchese miró unos papeles que tenía en la mesa-. «Muerto en acto de servicio.»

– En tal caso, ¿cómo es posible que sus huellas estén en la puerta y en esa bolsa?

Bocchese no pudo sino encogerse de hombros.

– Volví a cotejarlas cuando liego la respuesta. La coincidencia es inequívoca. Si las huellas del archivo del ministerio son suyas, también lo son esas otras dos.

– ¿Lo cual quiere decir que no está muerto?

Con una sonrisa apenas perceptible, Bocchese dijo:

– A no ser que prestara la mano a otro.

– ¿Había visto algo así? -preguntó Brunetti.

– No.

– ¿Podría alguien haberlas dejado allí a propósito? Quiero decir, alguien que no fuera él -indagó Brunetti, pero parecía un disparate.

Bocchese rechazó la idea.

– ¿Entonces está vivo?

– Eso diría yo.

– ¿Y la Interpol? ¿Algún resultado?

– No han encontrado coincidencias.

– ¿No tienen las huellas de miembros de otras fuerzas de policía en sus archivos?

– Yo así lo creía -dijo Bocchese-. Pero quizá del DIGOS no porque no es exactamente una fuerza de policía.

Después de un largo silencio, Brunetti dijo:

– ¿Tiene confianza en su amigo?

– ¿En que no lo diga a nadie?

– Sí.

– Tanta como en cualquier otra persona -respondió Bocchese, y añadió-: Que no es mucha. -Al ver el gesto de contrariedad de Brunetti, dijo-: No hablará. Además, lo que él hizo es ilegal.

Brunetti regresó a su despacho andando despacio, mientras trataba de encontrar una explicación a lo que le había dicho Bocchese. Si realmente aquellas huellas las había dejado un agente del servicio secreto italiano, era imposible adivinar adonde podía llevar a Brunetti aquella investigación. Después de reflexionar un momento, comprendió que lo más probable era que no le llevara a ningún sitio. En la historia reciente abundaban los ejemplos de insabbiatura, la práctica de echar tierra sobre los casos comprometedores. En algunos había trabajado él, y siempre había tenido que claudicar por cobardía. O por desesperación.

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[2] Divisióni Investigacioni Generali de Operazioni Speciali.