—Estupendo —dijo Teppic. Ptaclusp terminó de hacer anotaciones en la primera tablilla de cera y cogió otra.
—En cuanto a la punta, ¿qué os parece si la ponemos de electro? Si dibujas los planos con esa idea en la cabeza desde el principio siempre sale un poquito más barato, y además hay quien primero se conforma con que la punta sea de plata y luego vienen y te dicen «No sé, no me acaba de gustar, ¿y si la cambiáramos por otra de electro?», y entonces…
—Sí, que sea de electro.
—Y supongo que también querréis la distribución del modelo habitual, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Una cámara funeraria y una antecámara, naturalmente. Si me lo permitís yo os recomendaría el modelo Memfis. Es muy elegante, y además incluye una sala del tesoro extra que hace juego con la decoración de las demás. Resulta muy útil para guardar todos esos pequeños objetos personales de los que no puedes separarte. —Ptaclusp dio la vuelta a la tableta y empezó a deslizar el punzón por el otro lado—. Y, naturalmente, supongo que también querréis una suite similar para la Reina, oh monarca que vivirá eternamente…
—¿Eh? Oh, sí… Sí, claro, supongo que sí —dijo Teppic mirando a Dios—. Quiero todo lo que sea necesario en estos casos, ya sabéis.
—No hay que olvidar los laberintos, por supuesto —dijo Ptaclusp intentando que no le temblara la voz—. Son muy populares en esta era. Ah, el laberinto es muy importante… Decidir que quieres un laberinto después de que los ladrones hayan entrado en la pirámide es una pérdida de tiempo y de dinero, ya podéis imaginarlo. Puede que yo sea un poquito anticuado, pero soy un firme partidario de los laberintos. Sí, no hay nada como un buen laberinto… Tal y como solemos decir los del oficio, puede que consigan entrar, pero nunca conseguirán salir. Hace aumentar un poquito el coste final, pero… ¿qué es el dinero en un momento como éste, oh señor de las aguas?
«¿Qué es el dinero? ¿Algo de lo que no disponemos, quizá?», dijo una vocecita perdida en las profundidades de la cabeza de Teppic. Teppic la ignoró. «Es el destino —se dijo—, y resistirse al destino nunca ha servido de nada.»
—Sí —dijo, y se irguió—. Laberintos… Una idea excelente. Que sean dos.
El punzón de Ptaclusp atravesó limpiamente la tablilla.
—Claro, oh piedra de las piedras, uno para él y uno para ella —graznó—. Muy bien pensado, y siempre resulta más cómodo. ¿Deseáis la selección de trampas habitual? Nuestra gama ofrece abismos, pozos de arena, pendientes engrasadas, bolas de piedra, lanzas que caen del techo, flechas…
—Sí, sí —dijo Teppic—. Queremos trampas. Que haya muchas trampas, montones de trampas. Las queremos todas. Sí, eso es… Poned una de cada.
El arquitecto tragó una honda bocanada de aire.
—Y, naturalmente, supongo que también desearéis incluir el número habitual de estelas, avenidas, esfinges ceremoniales… —empezó a decir.
—Cuantas más haya mejor —dijo Teppic—. Lo dejamos en vuestras manos.
Ptaclusp se limpió el sudor de la frente.
—Estupendo —dijo—. Maravilloso. —Se sonó la nariz—. Si me permitís que me atreva a decirlo, oh sembrador de la semilla, creo que vuestro padre es extremadamente afortunado al tener un hijo tan respetuoso y considerado. ¿Puedo añadir que…?
—Puedes marcharte —dijo Dios—, y esperamos que los trabajos empiecen de forma inmediata.
—Os aseguro que empezarán enseguida —dijo Ptaclusp—. Yo… Esto…
A juzgar por su expresión Ptaclusp parecía estar debatiéndose con algún problema filosófico de dimensiones más bien colosales. —¿Sí? —preguntó Dios con voz gélida.
—Es que uh. Está el pequeño detalle del uh. No olvidemos el uh. Naturalmente, apreciadísimo y más antiguo de los clientes, pero el hecho es que uh. No es que exista ni la más leve duda sobre vuestra solvencia o capacidad de crédito, pero uh. No, yo no querría dar a entender ni por un solo instante que uh.
Dios le lanzó una mirada que habría hecho parpadear a una esfinge. De hecho una esfinge joven no sólo habría parpadeado, sino que habría acabado volviendo la cabeza en otra dirección.
—¿Deseas decir algo? —preguntó—. El tiempo de Su Majestad es extremadamente limitado y valioso.
Ptaclusp movió las mandíbulas sin emitir ningún sonido, pero no se necesitaban grandes dotes proféticas para predecir cómo terminaría la cosa. Cuando el gran sacerdote miraba de aquella forma incluso un dios podía quedar reducido a un estado de confusión balbuceante y temblorosa. Y lo peor era que las serpientes del báculo también parecían estarle observando…
—Uh. No, no. Lo siento, disculpadme. Estaba… eh… pensaba en voz alta, nada más. Entonces me marcho, ¿verdad? Sí, sí, creo que me marcho… Hay tanto que hacer. Uh.
Ptaclusp se despidió con una reverencia tan pronunciada que su cabeza casi tocó el suelo.
Llevaba recorrida la mitad de la distancia que le separaba del arco cuando Dios volvió a hablar.
—La pirámide tiene que estar terminada dentro de tres meses —añadió—. Ha de estar lista para la Inundación.[11]
—¿Qué?
—Estás hablando con el monarca número 1.398 del linaje real —dijo Dios con voz gélida.
Ptaclusp tragó saliva.
—Lo siento —murmuró—. Lo que quería decir es… ¿Qué, oh, gran rey? Quiero decir que… Sólo el acarreo de los bloques exigirá… Uh. —Los labios del arquitecto temblaron espasmódicamente mientras su imaginación jugueteaba con varios comentarios posibles, los desarrollaba y veía cómo se convenían en cenizas bajo la mirada de Dios—. Bueno, Espadarta no se construyó en un día —farfulló por fin.
—Nos parece que ese trabajo no fue encargado por nosotros —dijo Dios, y obsequió a Ptaclusp con una sonrisa. En ciertos aspectos la sonrisa era aún peor que todo cuanto la había precedido—. Pagaremos una bonificación extra, naturalmente —añadió.
—Pero si nunca pa… —empezó a decir Ptaclusp, y no terminó la frase.
El arquitecto clavó la mirada en el suelo y dejó que sus hombros se fueran encorvando lentamente.
—Las penalizaciones por no terminar el trabajo a tiempo serán terribles, naturalmente —dijo Dios—. La cláusula habitual, ya sabes.
Ptaclusp ya no se sentía con ánimos de seguir discutiendo.
—Naturalmente —dijo admitiendo la derrota—. Es un honor, claro. Y ahora, si sus eminencias tienen la bondad de disculparme… Aún quedan unas cuantas horas de luz.
Teppic asintió.
—Gracias —dijo el arquitecto—. Que vuestras sagradas ingles den el máximo fruto posible. Eh… Con la respetuosa excepción debida a vuestro rango y condición, gran sacerdote.
Dios y Teppic le oyeron bajar corriendo por la escalera.
—Será magnífica. Un poco demasiado grande, pero… Sí, será magnífica —dijo Dios.
Volvió la cabeza hacia la columnata y contempló el panorama necropolitano que se extendía por la otra orilla del Djel.
—Será magnífica… —repitió.
Sintió una nueva punzada de dolor en una pierna y torció el gesto. Ah, sí, tendría que volver a cruzar el río aquella misma noche, no cabía duda… Tendría que haberlo hecho hacía varios días, y lo había estado retrasando con pretextos estúpidos. Pero, naturalmente, no estar en situación de servir adecuadamente al reino sería algo impensable…
—¿Te ocurre algo, Dios? —preguntó Teppic.
—¿Alteza?
—Me pareció que estabas un poco pálido.
Una oleada de pánico inundó los arrugados rasgos de Dios. El gran sacerdote hizo un terrible esfuerzo de voluntad y se irguió en toda su considerable estatura.
11
Al igual que ocurre en otras muchas culturas que habitan valles fluviales, el Reino no pierde el tiempo con trivialidades como el verano, la primavera y el invierno, y basa su calendario en el palpitar del gigantesco corazón del Djel; de ahí las tres estaciones, el Tiempo de la Semilla, la Inundación y el Empape. Es un sistema lógico, sencillo y práctico aprobado por todos con la única excepción de algunas corales populares.[31]