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—¿Podemos esperar que sucedan más cosas parecidas?

—Sí —dijo IIb—. No tendría que haber nódulos negativos, pero parece que los hay. Podemos esperar flujos acelerados y flujos invertidos, y probablemente incluso rizos de corta duración. Me temo que podemos esperar que haya toda clase de anomalías temporales. Será mejor que saquemos a los trabajadores de aquí.

—Supongo que no hay forma de conseguir que trabajen a ritmo acelerado cobrando la paga de ritmo lento fijada por el Gremio, ¿verdad? —preguntó Ptaclusp—. Calma, calma, era sólo una idea. Pero estoy seguro de que tu hermano hará alguna sugerencia similar.

—¡No! ¡Hay que mantener alejado a todo el mundo! ¡Colocaremos los bloques que faltan y la taparemos!

—De acuerdo, de acuerdo. Estaba pensando en voz alta, nada más. Como si no tuviéramos bastantes problemas…

Ptaclusp volvió a internarse en el grupo de trabajadores y se abrió paso hasta llegar al centro. Allí por lo menos había silencio. De hecho, había un silencio absoluto.

—Bueno, bueno —dijo—. ¿Qué está…? Oh.

Ptaclusp IIb echó un vistazo por encima del hombro de su padre y se metió la mano en la boca hasta la muñeca.

El hallazgo estaba muy arrugado. Era muy antiguo, y estaba claro que hubo un tiempo lejano en el que había sido un ser vivo. Ahora yacía sobre la losa y hacía pensar en una pasa tan grande y arrugada que rayaba en la obscenidad.

—Era mi almuerzo —dijo el jefe de escayoladores—. Era mi maldito almuerzo, lo juro. Con las ganas que tenía de hincarle el diente a esa manzana…

Ptaclusp vaciló. Todo aquello le parecía muy familiar. Ya había experimentado aquella sensación antes. Era una abrumadora sensación de reja vu.[15]

Su mirada se encontró con los ojos horrorizados de su hijo. Los dos empezaron a girar lentamente sobre sí mismos moviéndose de forma tan sincronizada como si fueran una sola persona temiendo lo que podrían ver en cuanto hubieran completado la rotación.

Se vieron a sí mismos en pie detrás de sí mismos discutiendo sobre algo que IIb juraba que ya había oído.

«Y no se equivoca —comprendió Ptaclusp, horrorizado—. Ése de ahí soy yo. Qué distinto resulto visto desde fuera… Y ese otro de ahí también soy yo. Asimismo. Igualmente. En fin, lo que sea… Es un rizo. Igual que esos remolinos diminutos que se forman en el río, sólo que éste se ha formado en el discurrir del tiempo. Y acabo de recorrerlo dos veces.»

El otro Ptaclusp alzó la vista y le miró.

Hubo un larguísimo y agónico momento de tensión temporal casi insoportable seguido por un ruido como el que podría hacer un ratón hinchando una bola de chicle y el rizo se desintegró. La silueta se desvaneció.

—Sé qué está causando todo esto —murmuró IIb. Su voz sonaba un poco ahogada, probablemente debido a que se había vuelto a meter la mano en la boca—. Ya sé que la pirámide todavía no está terminada, pero se terminará así que los efectos están… Bueno, es una especie de eco que se mueve hacia atrás. Papá, tendríamos que parar ahora mismo, es demasiado grande, estaba equivocado, no…

—Cierra la boca. ¿Puedes calcular dónde se formarán los nódulos? —preguntó Ptaclusp—. Y vamonos de aquí. Todos los chicos nos están mirando. Contrólate, hijo.

IIb reaccionó de forma instintiva. Su mano fue hacia el ábaco que colgaba de su cinturón.

—Bueno, sí, probablemente —dijo—. Es una mera función de la distribución de las masas y…

—Estupendo —dijo el constructor de pirámides con voz firme y tranquilizadora—. Empieza a trabajar en ello. Ah, y reúne a los capataces y diles que vengan a verme.

La llamita que había empezado a arder en los ojos de Ptaclusp hacía que parecieran dos bolitas de mica. Su mandíbula había adquirido los contornos cuadrados de un bloque de granito.

Puede que todo esto sea cosa de la pirámide —dijo—. Estoy pensando muy deprisa, y soy consciente de ello.

Y dile a tu hermano que venga también —añadió.

«Es el efecto piramidal —pensó—. Estoy recordando una idea que voy a tener. Será mejor que no le dé demasiadas vueltas. Hay que ser práctico.»

Contempló la pirámide a medio edificar.

—No podríamos terminarla a tiempo, bien lo saben los dioses —dijo—. Ahora no tendremos que hacerlo. ¡Podemos tardar todo lo que queramos!

—¿Te encuentras bien? —preguntó IIb—. Papá, ¿te ocurre algo?

—¿Qué era eso? ¿Uno de tus rizos temporales? —replicó Ptaclusp con voz adormilada.

¡Menuda idea! Nadie volvería a quitarles un contrato de las manos. ¡Conseguirían las bonificaciones por terminar antes del plazo fijado y no importaría el tiempo que tardaran!

—¡No! Papá, deberíamos…

—Pero tú estás seguro de que puedes calcular dónde se producirán esos rizos, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí, pero…

—Perfecto.

Ptaclusp estaba tan excitado que casi temblaba. En cuanto a los trabajadores, quizá habría que subirles el sueldo, pero valdría la pena y aparte de eso IIa acabaría teniendo alguna de sus habituales ideas brillantes para reducir los gastos. La ciencia económica era casi tan eficaz como la magia. Los chicos tendrían que resignarse. Después de todo, en el pasado se habían quejado por cualquier cosa. No querían trabajar con hombres libres, no querían trabajar con inmigrantes de Maravillolandia y, de hecho, no querían trabajar con nadie salvo con miembros del Gremio que cobraran el salario establecido. Bueno, ahora trabajarían consigo mismos, y Ptaclusp estaba seguro de que ni el agremiado más quisquilloso se atrevería a quejarse por ello.

IIb dio un paso hacia atrás y tensó los dedos sobre el ábaco buscando el consuelo tranquilizador de aquel contacto que le resultaba tan familiar.

—Papá, ¿en qué estás pensando? —preguntó con cierto temor.

Ptaclusp le miró.

—Dobles —respondió, con una sonrisa radiante.

La política resultaba más interesante. Teppic tenía la sensación de que por fin había encontrado una actividad en la que podría hacer alguna aportación valiosa.

Djelibeibi era un reino antiquísimo y respetado. Pero también era pequeño y carecía de poder, al menos en el sentido de poder con filos cortantes que era el único que parecía importar actualmente. No siempre había sido así, y Dios se había encargado de explicárselo. Hubo un tiempo en el que Djelibeibi gobernaba el mundo gracias al respeto que siempre inspiran la nobleza y la superioridad natural, y rara era la ocasión en que necesitaba utilizar el ejército permanente de veinticinco mil hombres que poseía en aquella lejana época de esplendor.

Ahora disponía del poder más sutil que le proporcionaba ser un estado muy angosto situado entre los inmensos imperios enfrentados de Espadarta y Efebas, cada uno de los cuales era al mismo tiempo un escudo y una amenaza. Los faraones del Djel llevaban más de mil años manteniendo la paz en todo aquel flanco del continente gracias a una combinación de extremada diplomacia, modales exquisitos y la admirable cautela de movimientos de un ciempiés saturado de adrenalina. Si sabes utilizarlo adecuadamente, el mero hecho de haber existido durante más de siete mil años puede ser un arma formidable.

—¿Quieres decir que somos terreno neutral? —preguntó Teppic.

—Espadarta es una cultura del desierto, como nosotros —replicó Dios formando un puente con las manos—. Hemos ayudado a modelarla a lo largo de los años. En cuanto a Efebas… —El gran asesino sorbió aire por la nariz—. Sus habitantes tienen algunas creencias muy extrañas.

—¿A qué te refieres?

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15

Literalmente, «Volveré a estar aquí de nuevo».