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—Creen que el mundo está gobernado por la geometría. Alteza. Todo se reduce a una cuestión de líneas, ángulos y números. Esa clase de teorías… —Dios frunció el ceño— puede acabar llevando a que quienes creen en ellas conciban ideas muy poco sólidas, Alteza.

—Ah —dijo Teppic mientras tomaba la decisión de averiguar más cosas sobre las ideas poco sólidas tan pronto como le fuera posible—. Así que secretamente estamos de parte de Espadarta, ¿no?

—No. Es muy importante que Efebas siga siendo fuerte.

—Pero tenemos más en común con Espadarta, ¿verdad?

—Eso es lo que les inducimos a creer, Alteza.

—Pero Espadarta es una cultura del desierto, ¿no?

Dios sonrió.

—Me temo que los espadartanos no se toman muy en serio las pirámides, Alteza.

Teppic intentó digerir la información que acababa de recibir.

—Bueno, entonces… ¿Del lado de quién estamos realmente?

—Del nuestro, Alteza. Siempre hay un camino. Debéis recordar que vuestra familia ya iba por su tercera dinastía antes de que nuestros vecinos tuvieran ni la más mínima idea de cómo se fabrican los bebés.

La delegación diplomática de Espadarta daba la impresión de haber estudiado la cultura del Djel con un entusiasmo que rozaba el frenesí. Lo primero que saltaba a la vista era que sus integrantes no la habían comprendido. Se habían limitado a tomar prestadas todas las cosas que les habían parecido útiles y las habían unido de una forma sutilmente errónea hasta formar un todo francamente disparatado. Por ejemplo, todos los diplomáticos utilizaban el Caminar de los Tres Giros tal y como es representado en los frisos a pesar de que la corte del Djel sólo lo empleaba en ciertas ocasiones. Las protestas de sus vértebras hacían que torcieran el gesto de vez en cuando.

También lucían las Khrúspides de la Mañana y los abalorios del Segundo Camino, así como el faldellín de Tho-Da-Vhía junto con —y no era de extrañar que las doncellas que se encargaban de manejar los abanicos intentaran ocultar sus sonrisas—, ¡grebas que hacían juego![16]

Incluso Teppic tuvo que toser para mantener la seriedad. «Pobrecitos —pensó—, hacen lo que pueden y no hay que pedirles más. Son como niños…»

Y aquel pensamiento fue rápidamente seguido por otro. «Estos niños podrían barrernos del mapa en una hora», añadió el segundo pensamiento.

Las sinapsis de su cerebro parecían tener ganas de funcionar a toda velocidad, y el cortejo de pensamientos no tardó en aumentar con la incorporación de un tercero. «Son sólo ropas, por el amor del cielo —dijo el tercer pensamiento—. Estás empezando a tomarte todo esto demasiado en serio, Teppic.»

Las togas blancas del grupo llegado de Efebas resultaban mucho más discretas y elegantes. Todos los diplomáticos de Efebas se parecían un poquito los unos a los otros, como si en algún lugar del país hubiera una prensa que producía hombrecillos calvos con rizadas barbas blancas.

Las dos delegaciones se detuvieron delante del trono y se inclinaron al mismo tiempo.

—Hola —dijo Teppic.

—Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere, os da la bienvenida y os ordena que bebáis vino con él —dijo Dios, y llamó al mayordomo dando una palmada.

—Oh, sí, creo que es una idea excelente —dijo Teppic—. ¿Queréis sentaros?

—Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere os ordena que toméis asiento —dijo Dios.

Teppic se devanó los sesos intentando dar con un discurso adecuado a la ocasión. Durante su estancia en Ankh-Morpork había oído montones de discursos, y pensó que había muchas probabilidades de que fueran iguales en todo el mundo.

—Estoy seguro de que nos llevaremos estupendamente…

—¡Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere os ordena que le escuchéis con la máxima atención! —retumbó la voz de Dios.

—… una larga historia de amistad…

—¡Escuchad y recordad las sabias palabras de Su Grandeza el Faraón Teppicamón XXVIII, Señor de los Cielos, Auriga del Carro del Sol, Timonel de la Barcaza del Sol, Guardián del Conocimiento Secreto, Monarca del Horizonte, Protector del Camino, el Flagelo de la Misericordia, el Nacido en Noble Cuna, el Rey Que Nunca Muere!

Los ecos se fueron desvaneciendo en la lejanía.

—Eh… Dios, ¿podría hablar contigo un momentito?

El gran sacerdote se inclinó sobre el trono.

—Oye, ¿no podríamos prescindir de ciertos formalismos? —siseó Teppic.

Los rasgos aquilinos de Dios adoptaron la expresión impasible e indescifrable típica de quien está luchando con un concepto que no le resulta nada familiar.

—Por supuesto que no, Alteza. Son tradicionales —dijo por fin.

—Creía que se suponía que debía hablar con estas personas. Ya sabes… Charlar sobre fronteras, intercambios comerciales y todas esas cosas. He estado pensando mucho en ello y tengo unas cuantas ideas. Quiero decir que… Si no paras de gritar me temo que va a resultarme un poco difícil exponerlas, ¿entiendes?

Dios le obsequió con una sonrisa cortés.

—Oh, no, Alteza. Todo eso ya ha sido discutido y acordado, Alteza. Hablé con ellos esta mañana.

—Entonces, ¿qué se supone que debo hacer?

Dios movió una mano trazando un pequeño círculo en el aire.

—Lo que os plazca, Alteza. Lo normal es sonreír y hacer que se sientan a gusto.

—¿Y eso es todo?

—Su Majestad podría preguntarles si les gusta ser diplomáticos, Alteza —dijo Dios.

Los ojos que devolvieron la mirada furibunda de Teppic eran tan inexpresivos como un par de espejos.

—Soy el faraón —siseó Teppic.

—Ciertamente, Alteza. Pero estos asuntos tan banales no deben empañar el resplandor de vuestra augusta posición, Alteza. Mañana impartiréis la justicia suprema del faraón, Alteza. Ése sí que es un desafío digno de un monarca, Alteza.

—Ah. Sí, claro.

Era bastante complicado. Teppic escuchó atentamente la exposición del caso, una acusación de robo de ganado considerablemente agravada por el hecho de que los matices de las leyes del Djel fuesen lo bastante sutiles como para hacer palidecer de envidia a una cebolla. «Esto es lo que debería hacer todo el tiempo —pensó—. Nadie más puede averiguar quién es el propietario del maldito buey. Ésta es la clase de labor que sólo los monarcas pueden llevar a cabo. Bien, veamos… Hace cinco años él le vendió el buey al otro, pero al parecer después se descubrió que…»

Los ojos de Teppic fueron del preocupado rostro de un granjero al igualmente preocupado rostro del otro. Los dos tenían las manos tensas sosteniendo sus maltrechos gorros de paja delante del pecho, y ambos mostraban la expresión de perplejidad paralizada de los hombres sencillos que se han dejado llevar por el entusiasmo y descubren de repente que el pleito insignificante que les oponía les ha sacado de su aldea y les ha colocado encima de un suelo de mármol con su dios sentado encima de un trono a escasa distancia de sus narices. Teppic estaba seguro de que en aquellos momentos tanto el uno como el otro habrían renunciado rápidamente a los derechos que afirmaban poseer sobre aquella dichosa res a cambio de encontrarse a diez kilómetros de distancia del palacio.

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16

Este pasaje no puede ser entendido a menos que se realice un considerable esfuerzo de adaptación. Si un embajador extranjero (impulsado por un genuino deseo de no desentonar en el ambiente) se presentara en el Palacio de la Zarzuela ataviado con bata de cola y boina, luciendo una guitarra a la espalda y una rosa entre los dientes, y llevara a remolque una cabra con dos banderillas clavadas en la grupa causaría más o menos la misma impresión.