El camello inclinó la cabeza y contempló las cuatro almohadillas peludas en que terminaban sus patas.
«Supongamos que la velocidad es igual a galope…»
—¿Cómo has conseguido que hiciera eso? —preguntó Teppic.
—¡No he sido yo! ¡Lo está haciendo él solo! ¡Agárrate!
No resultaba nada fácil. Teppic había ensillado el camello, pero no le había puesto el arnés. Ptraci tenía a su alcance varios puñados de pelo de camello a los que agarrarse, pero Teppic sólo disponía de unos cuantos puñados de Ptraci. No importaba dónde intentara poner las manos: sólo encontraban carne caliente y perfumada que cedía agradablemente bajo sus dedos. Nada de lo que había aprendido durante sus estudios le había preparado para aquello, pero estaba claro que toda la educación de Ptraci había tenido como objetivo prepararla para situaciones semejantes. Su larga cabellera azotaba el rostro de Teppic y le envolvía en el aura irresistible y fascinadora de su perfume.[21]
—¿Estás bien? —gritó Teppic intentando hacerse oír por encima del viento.
—¡Me agarro con las rodillas!
—¡Eso debe de resultar muy difícil!
—¡Te dan clases especiales!
Los camellos galopan lanzando sus patas lo más lejos posible del cuerpo y corriendo como locos después para atraparlas. Maldito Bastardo ascendió por el camino serpenteante que salía del valle con las articulaciones de las patas haciendo un ruido muy curioso y bastante parecido al que habrían producido unas castañuelas que llevaran un par de días metidas dentro de la nevera, y bajó a toda velocidad por la cañada que terminaba en el desierto. Los riscos de caliza de la cañada iban quedando atrás.
Y detrás de ellos la Gran Pirámide sufría los tormentos inconmensurables de la inexorable marea geométrica que le impedía desprenderse de su carga de Tiempo, y aullaba. La gigantesca estructura fue separando su base del suelo, deslizó su inmensa masa por los aires con un movimiento tan imparable como el de un objeto imparable, giró sobre sí misma noventa grados exactos e hizo algo inconcebiblemente feo con la textura del tiempo y el espacio.
Maldito Bastardo avanzaba por la cañada con el cuello extendido al máximo y las imponentes fosas nasales tan dilatadas como las entradas de aire de un motor a reacción.
—¡Está aterrorizado! —chilló Ptraci—. ¡Los animales siempre presienten cuándo van a ocurrir esta clase de cosas!
—¿A qué clase de cosas te refieres?
—¡A los incendios forestales y cosas así!
—¡Pero si aquí no hay árboles!
—Bueno, las inundaciones y… ¡Esas cosas! ¡Tienen un extraño instinto natural que les advierte!
«… Pi 1700[u/v]. E/v lateral. Igual a una rebanada de entre siete y doce…»
El sonido les alcanzó. Era tan silencioso como el de un reloj hecho de dientes de león dando la medianoche, pero poseía presión. El sonido rodó sobre ellos en una marea tan asfixiante como el terciopelo y tan repugnante como un pastel relleno de carne pasada que hubiera recibido unos cuantos golpes.
Y desapareció.
Maldito Bastardo redujo la velocidad gradualmente hasta ponerse al paso, un procedimiento muy complicado que exigía dar instrucciones increíblemente precisas a cada pata por separado.
Hubo una indefinible sensación de alivio y de tensión que se iba disipando.
Maldito Bastardo se detuvo. La claridad que precede al amanecer le permitió localizar un matojo de sifacias espinosas que crecía en un grupo de rocas junto al camino.
«… ángulo izquierdo. X igual a 37. Y igual a 19. Z igual a 43. Mordisco…»
La paz descendió sobre ellos. El silencio era absoluto, dejando aparte los eructos que viajaban por el conducto digestivo del camello y el ulular distante de un búho del desierto.
Ptraci bajó de la grupa y aterrizó torpemente sobre la arena.
—Mi trasero se ha convertido en una ampolla gigante —anunció dirigiéndose al desierto en general.
Teppic bajó de un salto y medio corrió, medio se tambaleó por la pequeña pendiente que había junto al camino, llegó al final y corrió sobre la meseta de caliza agrietada hasta que pudo echar un buen vistazo al valle.
El valle ya no estaba allí.
Dil el maestro embalsamador despertó. Aún estaba oscuro y su cuerpo vibraba con la sensación cosquilleante de que algo iba mal. Salió de la cama, se vistió apresuradamente y apartó la cortina que cumplía las funciones de puerta.
Y se encontró con una noche tan hermosa y negra como el terciopelo negro. El cántico de los insectos no lograba tapar del todo otro sonido, un débil ruido a fritura o chisporroteo tan débil que casi se hallaba en los límites de la audición.
Quizá era lo que le había despertado. El aire estaba caliente y saturado de humedad. Hilillos de neblina brotaban del río y…
Las pirámides no estaban descargando energía. Dil había crecido en aquella casa. La casa era propiedad de la familia de maestros embalsamadores desde hacía miles de años, y Dil había visto arder a las pirámides con tanta frecuencia que ya no se fijaba en las llamas, de la misma forma que tampoco era consciente de su propia respiración. Pero ahora las pirámides estaban oscuras y silenciosas, y el silencio gritaba, y la oscuridad tenía mil ojos que se clavaban en ti.
Pero eso no era lo peor. Sus aterrorizadas pupilas fueron subiendo hacia el cielo vacío que se extendía por encima de la necrópolis, vieron las estrellas y aquello a lo que estaban pegadas.
Dil estaba aterrado, y cuando tuvo tiempo de pensar en todo aquello con un poco más de calma se avergonzó de sí mismo. «Después de todo —pensó—, es justo lo que siempre nos habían dicho que estaba allí. Todo encaja. Lo único que ocurre es que lo estoy viendo bien por primera vez, nada más…»
Dil se preguntó si aquellos razonamientos le hacían sentirse un poco mejor.
«No», se respondió.
Giró sobre sí mismo y echó a correr por la calle con las sandalias golpeando ruidosamente las plantas de sus pies hasta llegar a la casa que albergaba a Gern y su numerosa familia. Arrancó por la fuerza al aprendiz de embalsamador de la esterilla de dormir comunal sin hacer ningún caso de sus protestas, le llevó a rastras hasta la calle y le hizo levantar el rostro hacia el cielo.
—¡Dime qué ves! —siseó.
Gern entrecerró los ojos para ver mejor.
—Puedo ver las estrellas, maese Dil —dijo.
—¿Y dónde están las estrellas, chico?
Gern se relajó un poquito.
—Oh, es una pregunta muy fácil de responder, maese Dil. Todo el mundo sabe que las estrellas están incrustadas en el cuerpo de la diosa Nept, que se arquea sobre nosotros apoyándose en… Oh, infiernos.
—¿Tú también puedes verla?
—Oh, mami —murmuró Gern, y se fue doblando lentamente sobre sí mismo hasta quedar arrodillado en el suelo.
Dil asintió. El maestro embalsamador siempre había sido un hombre devoto. Saber que los dioses estaban allí te ayudaba a soportar los pequeños problemas cotidianos. Lo terrible era darse cuenta de que ahora estaban aquí.
Porque lo que se arqueaba en el cielo era el cuerpo de una mujer de piel levemente azulada sobre el que la acuosa luz de las estrellas creaba débiles juegos de luces y sombras.
La mujer era enorme. Sus estadísticas entraban en la categoría de lo interestelar. La sombra que se extendía entre sus pechos galácticos era una nebulosa oscura, la curva de su estómago una gigantesca extensión de gas resplandeciente, su ombligo la negra incandescencia burbujeante dentro de la que nacen las estrellas. No estaba sosteniendo el cielo. La mujer era el cielo.
Los ojos de aquel inmenso rostro melancólico suspendido del revés sobre el horizonte se hallaban clavados en Dil, y Dil estaba empezando a comprender que hay muy pocas cosas que puedan hacer tambalear los cimientos de tus creencias de una forma tan rotunda como el ver con toda claridad y precisión el objeto de esas creencias. Contra lo que afirma la sabiduría popular, ver algo no produce el resultado automático de creer en ese algo. Cuando eso ocurre la fe deja de existir porque ya no es necesaria.
21
Que se obtiene destilando los testículos de una especie de oso arborícola muy pequeño, combinando el extracto con vómito de ballena y añadiendo un puñado de pétalos de rosa a la mezcla. Es bastante probable que saberlo no hubiese ayudado mucho a Teppic, y quizá incluso habría hecho que se sintiera todavía más afectado por el perfume.