—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí, la tortuga común es el animal más rápido que existe en toda la faz del Disco —dijo Xeno, aunque tuvo el detalle de bajar la vista al decirlo—. Lógicamente hablando, claro —añadió.[23]
El hombre alto saludó a Teppic con una inclinación de cabeza.
—No le hagas ningún caso, muchacho —dijo—. Aún nos acordamos del accidente de la semana pasada, y está intentando cubrirse las espaldas.
—La tortuga venció a la liebre —dijo Xeno empezando a enfurruñarse.
—La liebre estaba muerta, Xeno —dijo el hombre alto con extremada paciencia—. Tú disparaste la flecha, ¿recuerdas?
—Pero apuntaba a la tortuga. Ya sabes… Intentaba combinar dos experimentos en uno, quería reducir al máximo el tiempo de investigación para ahorrar gastos, pretendía utilizar todos los recursos disponibles…
Xeno movió el arco y Teppic vio que ya había otra flecha colocada en él.
—Disculpa —dijo Teppic—, ¿podrías dejar eso en el suelo durante unos momentos? Mi amiga y yo venimos de muy lejos y no estaría nada bien que nos volvieran a disparar por error.
«Estos dos tipos parecen bastante inofensivos», pensó, y casi se lo creyó.
Se volvió hacia la duna y silbó. Ptraci apareció unos instantes después tirando de las riendas de Maldito Bastardo. Teppic tenía serias dudas sobre la capacidad de acoger bolsillos de su atuendo, pero Ptraci parecía haber sido capaz de reparar su maquillaje, arreglarse el pelo y volver a pintarse los ojos con kohl. Onduló hacia el grupo moviéndose como una serpiente sobre una pista de patinaje, decidida a que los desconocidos sintieran todo el impacto de su personalidad. Teppic la miró y vio que sostenía algo en la otra mano.
—¡Ha encontrado la tortuga! —exclamó Xeno—. ¡Bien hecho!
El reptil decidió refugiarse dentro de su caparazón. Ptraci fulminó a Xeno con la mirada. No tenía gran cosa en el mundo aparte de ella misma, y ser recibida como una simple portadora de testudinoides no le había hecho ninguna gracia.
El hombre alto dejó escapar un suspiro.
—Xeno, todo este asunto de las tortugas y las flechas… —dijo—. Cada vez que pienso en él tengo la impresión de que lo has enfocado mal. Si intentaras ver las cosas desde el punto de vista de la tortuga…
El hombrecillo le lanzó una mirada furibunda.
—Ídem, tu problema es que crees ser la mayor autoridad en todo lo que existe —dijo.
Los Dioses del Viejo Reino estaban despertando.
La fe es una fuerza. Comparada con la gravedad es una fuerza débil, por supuesto, y cuando se trata de mover montañas la gravedad siempre acaba ganando; pero aun así existe. El Viejo Reino se había cerrado sobre sí mismo y había quedado separado del resto del universo para flotar a la deriva alejándose del consenso general de opinión que suele ser dignificado llamándolo realidad, y el poder de la fe estaba empezando a hacerse notar.
Los habitantes de Djelibeibi llevaban siete mil años creyendo en sus dioses.
Ahora sus dioses existían.
Y los habitantes del Viejo Reino no tardaron en descubrir que, por ejemplo, Vut el Dios con Cabeza de Perro del Anochecer, tiene mucho mejor aspecto pintado sobre una olla de barro que cuando sus veinte metros de altura recorren la calle gruñendo y apestando.
Dios estaba sentado en la sala del trono con la máscara dorada del Faraón encima de las rodillas y los ojos clavados en la nada. El grupo de sacerdotes inferiores apelotonado alrededor de la puerta llevaba bastante rato haciendo acopio de valor para acercarse a él, y cuando hubo acumulado las reservas suficientes se puso en movimiento avanzando hacia Dios. El estado anímico del grupo era bastante parecido al de una persona desarmada cuando se dirige hacia un león que no para de gruñir. La manifestación física de una divinidad es algo que pone nervioso a cualquiera, pero quienes peor se la toman son sus sacerdotes. Es como si estuvieras tan tranquilo en tu despacho y tu secretaria entrara corriendo de repente para anunciarte que los auditores y el inspector de Hacienda acaban de llegar.
Koomi era el único sacerdote que no había buscado el consuelo del número y se mantenía a cierta distancia de los demás. Estaba pensando. Ideas tan extrañas como originales se empujaban las unas a las otras moviéndose a lo largo de senderos neurales raramente hollados por el pensamiento y salían disparadas a toda velocidad en direcciones impensables. Koomi quería averiguar dónde iban a parar.
—Oh Dios… —murmuró el gran sacerdote de Ket, el Dios con Cabeza de Ibis de la Justicia—. ¿Cuáles son las órdenes del faraón? Los dioses caminan sobre la tierra y además se pelean y destrozan casas, oh Dios. ¿Dónde está el faraón? ¿Qué quiere que hagamos?
—Cierto es —dijo el gran sacerdote de Ascorabajo, El que Empuja la Bola del Sol—. Y verdadero —añadió, teniendo la sensación de que se esperaba algo más de él—. Vuestra Reverencia ya se habrá dado cuenta de que el sol no para de oscilar porque los Dioses del Sol están luchando unos con otros para decidir cuál se lo queda, y… —Movió nerviosamente los pies—. El gran Ascorabajo, grande y bendito sea, se ha visto obligado a efectuar una retirada estratégica y… eh… ha hecho un aterrizaje de emergencia en la aldea de Hort. Afortunadamente el impacto de su caída ha sido amortiguada por un grupo de edificios, pero…
—Y así es como debe ser —le interrumpió el gran sacerdote de Thrrp, Auriga del Sol—, pues como todos sabéis mi dios y señor es el verdadero…
No llegó a completar la frase.
Dios estaba temblando y su cuerpo oscilaba lentamente hacia adelante y hacia atrás. Sus ojos seguían clavados en la nada. Sus manos aferraban la máscara con tal fuerza que faltaba poco para que dejaran huellas dactilares sobre el oro, y sus labios se movían articulando las palabras del Ritual de la Segunda Hora —que llevaba miles de años siendo pronunciado en esos momentos del día—, pero no emitían ningún sonido.
—Creo que es el shock —dijo un sacerdote—. Ya sabéis cómo es… Nunca le han gustado mucho los imprevistos.
Los otros sacerdotes se apresuraron a demostrar que había por lo menos un tema sobre el que sí podían dar consejos.
—Traedle un vaso de agua.
—Ponedle una bolsa de papel encima de la cabeza.
—Sacrificad una gallina debajo de su nariz.
Un silbido estridente muy lejano hizo vibrar las paredes de la sala del trono, y fue seguido por el estruendo de una explosión y un siseo ahogado. Unos cuantos zarcillos de humo se infiltraron por el umbral.
Los sacerdotes corrieron hacia el balcón dejando a Dios en su enervante charco de traumas, y descubrieron que las multitudes congregadas alrededor del palacio estaban observando el cielo.
—Parece que Thrrp no lo ha conseguido y que Jeht, Barquero del Orbe Solar, le ha sorprendido con una llave no reglamentaria —dijo el gran sacerdote de Cephut, Dios de la Cubertería, quien no se sentía demasiado involucrado en los problemas actuales y era capaz de contemplarlos con más tranquilidad y una cierta perspectiva.
Hubo un zumbido lejano como si varios billones de tábanos hubieran sucumbido al pánico en el mismo instante y emprendieran el vuelo de repente, y una inmensa silueta oscura pasó a toda velocidad por encima del palacio.
—Pero… —siguió diciendo el sacerdote de Cephut—, Ascorabajo ya se ha recuperado… sí, está ganando altura… Jeht todavía no le ha visto, está avanzando confiadamente hacia el meridiano y… ¡y aquí viene Sessifet, Diosa del Atardecer! ¡Esto es una auténtica sorpresa! ¡Sí, menuda sorpresa! Sessifet es una diosa muy joven que aún no ha conseguido hacerse un hueco en el firmamento pero qué gran promesa, sí, la cosa está que arde, eunucos y caballeros, es realmente asombroso y… Sí… ¡Ascorabajo lo ha conseguido! ¡Lo tiene, lo tiene y avanza…!
23
Para cualquiera que no posea un marco lógico de referencia semejante, el animal más veloz[32] del Disco es el Puzuma Ambiguo, una criatura extremadamente neurótica que se mueve tan deprisa que es capaz de alcanzar una velocidad cuasilumínica en el campo mágico del Disco. Esto significa que si puedes ver un puzuma no está allí. La inmensa mayoría de los puzumas machos mueren jóvenes después de haberse destrozado los tobillos corriendo a gran velocidad detrás de hembras que no están allí lo que, naturalmente, les permite alcanzar la masa suicida en concordancia con la teoría de la relatividad. El resto de ellos muere de PIH (Principio de la Incertidumbre de Heisenberg), dado que no tiene forma alguna de saber simultáneamente quiénes son y dónde están. La incertidumbre que ello provoca da como resultado colateral el que un puzuma sólo pueda estar seguro de su identidad cuando se encuentra inmóvil (normalmente encima de los cascotes en que se ha convertido la montaña con la que acaba de chocar a velocidades cuasilumínicas). Se rumorea que el puzuma es de un tamaño aproximado al leopardo y que posee un pelaje a cuadros blancos y negros sin igual entre todos los animales, aunque los escasos especímenes descubiertos hasta el momento por los sabios y filósofos del Mundodisco les han inducido a afirmar que el estado natural del puzuma es ser tan delgado como una alfombrilla de baño y estar muerto.