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Un cocodrilo gigantesco se movió perezosamente por delante de él emergiendo del muro de agua, se debatió frenéticamente en el aire y se desplomó sobre el barro. Teppic le pisoteó el hocico y siguió corriendo.

Los ciudadanos más rápidos de reflejos ya habían reaccionado ante el espectáculo de las criaturas aturdidas que se agitaban debajo de ellos y estaban empezando a buscar piedras. Los cocodrilos habían sido los amos indiscutidos del río desde el origen de los tiempos, pero los ciudadanos parecían opinar que si había una posibilidad de cobrarse parte de las cuentas pendientes en unos minutos era indudable que valía la pena aprovecharla.

El sonido de los monstruos del río iniciando el largo viaje que terminaría convirtiéndoles en bolsos y monederos empezó a alzarse detrás de Teppic justo cuando iniciaba la ascensión por los barrizales de la orilla opuesta.

Una hilera de antepasados se extendía a lo largo de la cámara, seguía por el pasadizo sumido en las tinieblas y terminaba desperdigándose sobre la arena. La hilera estaba saturada de murmullos que iban y venían en ambas direcciones, un sonido curiosamente reseco y marchito que hacía pensar en el viento moviendo un fajo de hojas de papel muy viejo.

Dil estaba acostado sobre la arena y Gern le daba aire en la cara con un trapo.

—¿Qué están haciendo? —murmuró Dil.

—Están leyendo las inscripciones —respondió Gern—. ¡Tendríais que verlo, maese Dil! El que se encarga de leerlas es… bueno, podría decirse que está prácticamente…

—Sí, sí, te entiendo —dijo Dil intentando incorporarse—. No te esfuerces.

—¡Tiene más de seis mil años! Y su nieto le escucha, y le cuenta lo que ha dicho a su nieto, y éste se lo pasa a su ni…

—Sí, sí, todos…

—Y esto también dijo Khuft al Primero: ¿Qué podemos darte a Ti, que nos has Enseñado el Camino y Lo Que Ha De Hacerse? —dijo Teppicamón,[28] que estaba al final de la hilera de antepasados—. Y el Primero habló, y Esto es lo que dijo: Construidme una Pirámide para que pueda Descansar, y Construidla de estas Dimensiones para que sea Justa y Adecuada, y así se hizo, y el Nombre del Primero era…

Pero no hubo ningún nombre, sólo un burbujeo de voces irritadas, discusiones y maldiciones milenarias que se fue extendiendo por la hilera de antepasados resecos moviéndose tan deprisa como una chispa que corre a lo largo de un reguero de pólvora. Hasta que llegó a Teppicamón, quien explotó.

El sargento efebense estaba sudando tranquilamente en la sombra cuando vio lo que una parte de su ser había estado esperando que aparecería de un momento a otro y lo que la totalidad de su ser llevaba bastante rato temiendo ver. Una columna de polvo acababa de asomar sobre el horizonte.

El grueso de las fuerzas de Espadarta iba a llegar primero.

Se puso en pie, saludó a su contrafigura espadartana con un asentimiento de cabeza impecablemente profesional y contempló a los dos puñados de hombres que estaban a sus órdenes.

—Necesito un mensajero para que… eh… para que vaya a la ciudad llevando un mensaje —dijo.

Un bosque de manos salió disparado hacia el cielo. El sargento suspiró y acabó escogiendo al joven Autoclave, más que nada porque sabía que echaba de menos a su mamá.

—Corre como el viento —le dijo—. Aunque supongo que no hará falta que te lo diga, ¿verdad? Y cuando llegues… cuando llegues…

El sargento se quedó como paralizado. Sus labios se movían sin emitir ningún sonido mientras el sol cocía las rocas de la angosta y escarpada cañada, y unos cuantos insectos zumbaban en los resecos matorrales. Su educación no había incluido un cursillo en Últimas Palabras Para La Posteridad.

Acabó alzando la cabeza y volvió los ojos hacia la dirección en que quedaba su hogar.

—Ve y di a los efebenses… —empezó a decir.

Los soldados esperaron en silencio.

—¿Qué les digo? —preguntó Autoclave pasados unos momentos—. De acuerdo, iré allí, pero ¿qué quiere que les diga cuando haya llegado?

—Ve y diles que por qué demonios han tardado tanto —concluyó el sargento.

Otra columna de polvo acababa de aparecer por su lado del horizonte y se aproximaba bastante deprisa.

Aquello ya le gustaba más. Si iba a haber una masacre lo justo era que los dos bandos disfrutaran de ella.

La ciudad de los muertos se extendía delante de Teppic. Después de Ankh-Morpork, que casi podía considerarse como su opuesta en todo (en Ankh incluso las sábanas estaban vivas) probablemente fuese la mayor ciudad de todo el Disco. Sus calles eran las más hermosas, su arquitectura la más majestuosa e impresionante.

En términos de población la necrópolis superaba a las demás ciudades del Viejo Reino, pero sus habitantes casi nunca salían de casa y las noches de los sábados resultaban francamente aburridas.

Hasta ahora.

Porque ahora la necrópolis era un hervidero de actividad.

Teppic se había subido a la punta de un obelisco erosionado por el viento y estaba contemplando cómo los ejércitos de los que habían pasado a mejor vida desfilaban por debajo de él. Las huestes de los muertos eran básicamente de color gris o marrón, con alguna que otra manchita verdosa esparcida al azar. Los monarcas habían sido muy democráticos. En cuanto las pirámides hubieron quedado vacías, cuadrillas de faraones concentraron su atención en las tumbas menores, y ahora la necrópolis por fin podía enorgullecerse de contar con sus comerciantes, sus nobles e incluso sus artesanos; aunque dado que la moda predominante era la venda más o menos envejecida resultaba bastante difícil distinguir a los unos de los otros.

Y hasta el último cadáver liberado se dirigía hacia la Gran Pirámide. Su gigantesca estructura asomaba sobre las más pequeñas de los edificios de mayor antigüedad como un forúnculo que ha soportado demasiados manoseos. El ejército de momias parecía estar muy irritado.

Teppic se dejó caer sobre el tejado de una mastaba, trotó hasta el borde, saltó la distancia que le separaba de una esfinge ornamental —no sin un fugaz momento de preocupación, pero aquella esfinge parecía totalmente inerte—, y una vez allí le bastó con arrojar su gancho para llegar a uno de los pisos inferiores de una pirámide de varios niveles.

Los largos rayos de aquel sol tan disputado alanceaban el paisaje silencioso mientras Teppic saltaba de un monumento a otro haciendo zigzags sobre el ejército tambaleante que seguía avanzando hacia la Gran Pirámide.

«Esto es lo tuyo —le decía su sangre mientras corría velozmente por las venas de su cuerpo inundándolas con un cosquilleo de excitación—. Para esto te adiestraron. Incluso Mericet tendría que darte sobresaliente. Moverse velozmente por entre las sombras deslizándose sobre una ciudad dormida con la agilidad de un gato mientras encuentras asideros que dejarían boquiabierto incluso a un mandril… y con una víctima esperándote en tu punto de destino.»

Cierto, la víctima era una pirámide que pesaba un billón de toneladas, y hasta el momento el cliente de mayor masa inhumado por el Gremio de Asesinos había sido Patricio, el Déspota de Gusania, quien sólo pesaba doscientos treinta kilos, pero aun así…

Un inmenso obelisco cuyos bajorrelieves narraban los logros y hazañas de un faraón que había reinado hacía cuatro mil años —y que habría sido más pertinente si el viento saturado de arena no hubiese borrado el nombre del faraón—, le proporcionó una escalera muy útil. Teppic sólo necesitó lanzar expertamente su gancho desde la punta asegurándolo en los dedos extendidos de la palma de un monarca olvidado y pudo bajar trazando un elegante arco que acabó depositándole sobre el techo de una tumba.

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28

Pero no inmediatamente, claro está, pues los mensajes cambian al ser repetidos y algunos antepasados tenían ciertas dificultades para vocalizar y otros estaban intentando ayudar lo más posible y colaboraban añadiendo lo qué creían que eran palabras perdidas a lo largo de la cadena. Originalmente el mensaje recibido por Teppicamón empezaba así: «La tía estaba esposada a la cama y tenía sed.»