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– Entendido.

Figaro se levantó y fue hasta detrás del escritorio. Cuando volvió al sofá llevaba una bolsa de deporte. La dejó al lado de Dave y volvió a sentarse.

– Prefieres metálico, ¿no?

– ¿No lo prefiere todo el mundo?

– No en estos tiempos. Puede ser difícil explicar de dónde ha salido. Bueno, ¿has pensado qué vas a hacer con el dinero?

– No es exactamente una cantidad de dinero como para salir de la mierda, Jimmy. Con trescientos, menos el cambio, no te puedes costear un gran tren de vida.

– Te podría aconsejar algunas cosas. Quizás algunas inversiones.

– Gracias Jimmy, pero me parece que no puedo permitirme tu tarifa.

– Considérala olvidada. ¿Sabes?, ahora es un momento perfecto para entrar en la propiedad de tierras. Hay muchos terrenos a buen precio por todo el país. Da la casualidad de que estoy metido en la construcción de casas en un club de campo de la isla Deerfield.

– ¿No es la isla que quería comprar Al Capone?

Figaro sonrió a través del humo del cigarro.

– De eso hace cincuenta años.

– Quizás, pero pensaba que la isla había sido declarada reserva natural. Con los mapaches y los armadillos y todo eso.

– Ya no. Además, los mapaches no son naturaleza; son una plaga. Piénsatelo, de verdad. Ve y echa una ojeada. Techos de tres metros de alto, cocinas-comedor para gourmets, gimnasio, vista al canal intercostero. Desde sólo doscientos mil.

– Muchas gracias Jimmy, pero no.

Inclinándose por encima del brazo del sillón, Dave abrió la cremallera de la bolsa y miró dentro.

– Necesito este dinero para establecerme en algo. Algo que parezca un poco más real que unas tierras en un vertedero.

– ¿Sí? ¿Cómo qué, por ejemplo?

– Nada en concreto; estoy dándole vueltas a algunas ideas que tengo en la cabeza.

Figaro se encogió de hombros.

– ¿Quieres contármelo?

– ¿Y quedarme sin nada que hacer esta noche? Ni hablar.

Dave decidió saltarse el almuerzo con Jimmy Figaro. Ver el coche de Jimmy, su traje de dos mil dólares y la asombrada mirada en los ojos de su secretaria había sido suficiente para recordarle que su aspecto estaba totalmente fuera de lugar. Puede que la barba de Lucifer y las anillas de cortina que llevaba en las orejas hubieran ayudado a que no le dieran por el culo en Homestead, pero las cosas eran diferentes en el exterior. En los sitios respetables, con pelas, donde pensaba ir, mantener la imagen de «a mí nadie me toca los huevos» no sería bueno para lo que había planeado. Era como había dicho Shakespeare: el atavío proclamaba quién era el hombre. Iba a necesitar una reforma completa. Pero primero tenía que encontrar coche y, consciente de que no tenía ninguna oportunidad de largarse al volante de un coche alquilado, pensó que lo mejor era conservar el aspecto patibulario un poco más, por lo menos hasta que se hiciera con un coche. Calculaba que así no le venderían cualquier mierda de automóvil y no tendría que volver arrastrando su maldito culo otra vez a la tienda.

Ahora que estaba fuera de Homestead quería pasar el mayor tiempo posible al aire libre. Eso quería decir un descapotable, y en la sección de deportes del Herald encontró lo que buscaba. Un concesionario de Mazda ofrecía una selección de coches deportivos a buen precio. Un taxi lo sacó del centro y lo llevó hacia el oeste, por la Cuarta, hasta la tienda de Mazda de la carretera Bird, y media hora después volvía hacia el este, en dirección a la playa, conduciendo un Miata 96, con CD, cromados y poco más de 20.000 kilómetros. Estaba empezando a disfrutar del aire fresco, el sol, el cambio de marchas y la música de la radio -no tenía ningún CD- cuando al parar en un semáforo para girar al norte por la Segunda Avenida, miró el coche que tenía al lado y se encontró con los mezquinos ojos de Tamargo, el vigilante que lo había escoltado al salir de su celda en Homestead no hacía ni tres horas.

Tamargo iba al volante de un viejo Oldsmobile que no valdría ni 1.900 dólares y al ver a Dave en un coche que costaba casi diez veces más, la mandíbula del guardia, del tamaño de un sofá, se le quedó abierta, colgando, como si le hubiera dado una hemorragia cerebral.

– ¿De dónde coño has sacado ese coche, Slicker?

Dave se movió incómodo en el asiento de piel y echó una mirada al semáforo, que seguía rojo. Haber cumplido toda la sentencia le daba ciertas ventajas ahora que estaba fuera. Y una de ellas era no tener que aguantar que ningún oficial de condicionales metomentodo se inmiscuyera en su vida. Pero lo último que quería era que la policía de la ciudad empezara a hacerle preguntas embarazosas sobre la procedencia del dinero que había usado para comprar el coche. El principal problema era si Tamargo se tomaría la molestia de contar a la policía lo que había visto. Hasta ahora, la única referencia que los polis tenían de su paradero era la oficina de Jimmy Figaro. No tenía sentido dejar que averiguaran la matrícula de su coche ni ninguna otra mierda adicional. Así que con un ojo en el retrovisor y agarrando más fuerte el volante forrado de cuero, David sonrió.

– ¡Eh, mamón! ¡Te hablo a ti! Te he preguntado que de dónde has sacado ese jodido coche.

– ¿El coche?

– Sí, el coche. Ese que lleva «robado» escrito en la jodida matrícula.

Todavía vigilando el semáforo, Dave dijo:

– Es un coche limpio.

– ¿Ah, sí?

– ¿Sabes una cosa, Tamargo? Tú formas parte de una solución abominable. Una solución abominable, en una serie recurrente de culpa y transgresión. No son palabras mías, son de un gran filósofo francés. Si tuvieras una pizca de inteligencia, sabrías que tu acusación supone el fracaso mismo de la institución que representas. Esa clase de prejuicio es el factor más importante de la reincidencia. Quizás no lo sepas, pero así lo llaman cuando un convicto comete otro delito. Reincidencia. Lo mejor que puedes hacer en beneficio del jodido sistema correccional es seguir conduciendo y cerrar la boca.

La luz se puso verde. Dave aceleró con fuerza y soltó el embrague.

Tamargo dio una patada a su acelerador, confiando no perder de vista a Dave Delano durante el tiempo suficiente como para leer la matrícula. Pero el pequeño deportivo desapareció como por arte de magia, y el carcelero llevaba recorridos más de cincuenta metros antes de darse cuenta de que Dave había dado la vuelta en el semáforo. Tamargo frenó de golpe y, volviendo su corpachón en el asiento, buscó a través de la ventana trasera a aquel exconvicto y su descapotable. Pero Dave se había desvanecido.

Después de aquello, Dave decidió que no podía perder ni un minuto; tenía que cambiar de aspecto. Se dirigió hacia Bal Harbor, en Miami Beach, donde Figaro le había dicho que había un excelente centro comercial frente a un elegante Sheraton con vistas al mar, como había pedido. Encontró una ruta diferente hasta el bulevar Biscayne y la carretera 41, y al poco rato conducía por el paso elevado McArthur, por encima del canal intercostero, con el puerto y los muelles de Miami a su derecha. La imagen de un par de enormes trasatlánticos que ponían proa hacia el océano le hizo estremecerse, porque sabía que si todo salía como había planeado, pronto emprendería, él también, un viaje por mar. Estaba llegando a South Beach, subió por Collins y cruzó el llamado barrio histórico. Eso sólo quería decir Art Déco. Pero ésa era toda la historia que Miami ofrecía, una de las razones por las que Dave tenía tantas ganas de dejar la ciudad. Con todo, era una sensación estupenda conducir otra vez entre los chabacanos tonos pastel y las chillonas luces de neón de Collins; y con tanta gente alrededor, era como volver a pertenecer a la raza humana.

Diez minutos más tarde, Dave entraba en el centro comercial, aparcaba el coche y, todavía con la bolsa llena de dinero en la mano, salía en busca de su nueva apariencia. Enseguida se dio cuenta de que estaba en el lugar acertado. Ralph Lauren, Giorgio Armani, Donna Karan, Brooks Brothers. Jimmy Figaro no podía haberle recomendado un sitio mejor para lo que Dave tenía en mente. Incluso había un salón de belleza con una oferta especiaclass="underline" 200 dólares por un masaje, corte de pelo, manicura y limpieza de cutis. Quizás la limpieza de cutis incluyera un afeitado. Dave entró.