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– Estupendo barco, amigo -dijo con calma.

Luego, comprobando de nuevo los controles, echó una ojeada al contador de revoluciones y vio que iban a más de veinte revoluciones en aquel momento. El barco del actor estaba casi volando.

Sentado al lado de Kate en el puesto del timón, Jack Jellicoe asintió con nerviosismo. Sonriendo con los dientes apretados mientras el barco surcaba las aguas velozmente, dijo:

– Sí, es un auténtico pura raza. Diría que este barco es capaz de alcanzar velocidades de competición. ¿Tengo razón?

Stanford se dejó caer pesadamente en el asiento del segundo copiloto y dijo:

– Corten el rollo y cuéntenme de qué va todo esto.

Kate empezó a decirle que el Britannia se utilizaba para traficar con cocaína y que ella y sus compañeros del FBI habían estado trabajando en una misión secreta.

– Vaya al grano, ¿quiere? -insistió el actor.

– Está bien -le respondió Kate-. El FBI ha requisado su barco y ahora vamos en persecución de los malos.

– No me joda. Una de auténticos policías y ladrones.

– Auténticos de verdad.

– Bien, ¿dónde diablos están?

Jellicoe, recorriendo el horizonte con sus atrotinados prismáticos dijo:

– Todavía no hay señal de ellos, pero estamos bastante seguros de que éste es el rumbo que siguen.

Stanford miró a Kate de arriba abajo, valorándola.

– Tengo que reconocer algo, señora J. Edgar Hoover. No hay duda de que sabe como manejar un barco.

– Gracias.

– ¿Le importa si pongo algo de sonido?

– Es su barco, son sus reglas -dijo Kate.

Stanford le dio a un interruptor del panel de control y puso en marcha un disco compacto. Sonrió y dijo:

– Música de rock para una persecución en barco, ¿no cree?

Al segundo siguiente un par de altavoces gigantes situados detrás de la posición del timón se disparaban con una canción de Guns n'Roses.

– Nos oirán antes de que podamos verlos -dijo Jellicoe con un gesto de disgusto.

– Sí. Siento que no sea Wagner. Si sabe qué quiero decir, capitán Willard.

– No del todo -admitió Jellicoe-. Y en realidad me llamo Jellicoe.

– Una referencia cinematográfica -dijo Stanford con un acento gangoso y sacudiendo la cabeza-. Para amedrentar a los amarillos y toda esa basura.

– Me temo que sigo sin entenderlo.

– Olvídelo capitán Willard -Stanford miró a Kate-. ¿Sabe?

Anoche estaba algo fuera de combate. Tengo un vago recuerdo de una visita nocturna de alguien con artillería. ¿Era uno de ustedes o es que deliraba?

– Fue uno de los malos -dijo Kate-. Pasaron por todos los barcos y se llevaron los transmisores de radio para evitar que alguien llamara a la Armada.

– Y eso responde a mi siguiente pregunta -dijo Stanford-. Miró de nuevo a Jellicoe y preguntó-. ¿Qué tal va por ahí Willard? ¿Hay señales del señor Christian y de los demás amotinados?

– No.

– ¿Le gusta la música?

– ¿Qué música? -gruñó Jellicoe.

– Guns n'Roses. ¿Le gustan?

– No mucho.

– Sobre eso de las pistolas -dijo Stanford-, creo que seguramente les vendrá bien mi colaboración.

– ¿Quiere decir que tiene un arma? -preguntó Kate.

– La visión que da la experiencia es siempre la mejor -dijo Stanford-. La comunidad de Hollywood está llena de gente nerviosa y es presa fácil de otros que la ponen nerviosa. Ser una estrella de cine tiene algunos riesgos biológicos importantes. Gente que nos acecha y otra mierda parecida. Mi propia vida ha sido amenazada varias veces. Así que, sí, señora, tengo licencia de armas. De hecho, llevo una caja de seguridad con armas en el barco. Si les hacen falta, puedo proporcionárselas a los dos. Highway Patrolman, Glock, Smith & Wesson Sigma. Todas con recámaras para cartuchos de verdad. ¿Me captan? Tranquilo Andy, no bromeo. Cuando están en mi barco, mi arma de fuego es su arma de fuego.

Kate asintió entusiasmada y dijo:

– Una pistola no estaría nada mal.

– ¿Y usted, capitán Willard?

– No, gracias.

– Como quiera -dijo Stanford levantándose con cuidado del asiento del copiloto. La velocidad convertía la cubierta en un lugar difícil para estar de pie. Pero era evidente que Stanford estaba acostumbrado.

Jellicoe no dijo nada mientras el actor iba abajo a buscar las armas. Seguía barriendo el azul horizonte en busca de alguna señal del Britannia. De vez en cuando echaba una ojeada a la pantalla de radar escanográfico. Era un sistema similar al ARPA, que era el que tenían a bordo del Duke, salvo que la pantalla tenía dos imágenes: la imagen de radar de lo que estaba cerca y una imagen gráfica contigua, con la confirmación instantánea de la posición del barco y de cualquier riesgo que pudiera haber en la zona. Algo de la pantalla más pequeña había atraído su experta mirada y tocó el botón de zoom del instrumento para verlo más de cerca.

– Ahí están -dijo exaltado-. En la pantalla. Un poco al noroeste de nosotros. A menos de cinco millas.

Al salió del baño sintiéndose como una mierda. Le dolía la cabeza y tenía una diarrea tremenda y se sentía tan cansado como si no hubiera dormido en toda la noche. Tan cansado estaba que tardó un par de minutos en recordar que en realidad no había dormido en toda la noche. Habían estado levantados acarreando el botín. Y luego estaba la medicación, y el alcohol. Arrancándose las dos tiritas de Scopoderm del brazo, las tiró, irritado, al suelo del camarote y luego se sentó en el borde de la cama, sin prestar más atención a los dos cuerpos que había a su lado de la que había prestado al tipo del baño mientras cagaba. No le molestaban. Los muertos estaban muertos. Nunca asociaba un cadáver con personas que habían vivido y respirado. Pero lo que sí deseaba era haber prestado más atención o lo que le había dicho Dave sobre mezclar el alcohol con la medicación para el mareo. No es que hubiera bebido tanto. Sólo unos tragos de vodka. Un par de cervezas. Eso eran sólo refrescos. Pero parecía que le habían afectado bastante.

Tratando de recobrar la calma, Al respiró hondo por la nariz. Había matado a un montón de personas antes; personas a las que conocía bien, además. El hecho es que casi siempre eran personas a las que conocía bien. La naturaleza del negocio en el que estaba así lo exigía. Te acercabas a un tipo con el que habías hecho negocios, como si fuera tu mejor amigo, y luego le saltabas la tapa de los sesos de un tiro. Sólo que, por lo general, Al sentía un poco más de entusiasmo por el trabajo, debido a que normalmente sentía correr algo más de adrenalina por sus venas. La adrenalina era buena para un trabajo sucio. Te mantenía vivo y alerta. Pero en aquel momento se sentía tan embotado como la manija de la puerta de una celda acolchada. Gris y sudoroso, como si fuera él quien iba de cabeza a un funeral vikingo en lugar del tipo más joven que había arriba, en cubierta.

Al miró alrededor en busca de inspiración y vio un bloque de jade y una cuchilla de afeitar en la mesita de noche de la chica muerta. Hacía ya unos cuantos años que no esnifaba nieve. Agradable, pero cara, y a Madonna le importaba demasiado el dinero para dejarle convertir un montón de billetes en polvo para metérselo por la nariz. Además, a Naked Tony no le habría gustado; desconfiaba de la gente que se drogaba de forma regular. Pero, de cuando en cuando, estaba bien. Y en aquel momento parecía ser lo que necesitaba para estar en lo alto del hit parade. Para lograr su mejor tiro. Una raya para rayar a gran altura. Esa era la política.

Se inclinó por encima del cuerpo de la chica, examinando de paso su cuerpo desnudo y acariciándole las tetas al alargar el brazo hacia el cajón de la mesilla. Dejando a un lado el agujero de la cabeza y la sangre que le cubría la cara, era atractiva. Y todavía estaba caliente. De no ser por su programa letal, quizás se habría sentido tentado de tirársela antes de que se enfriara definitivamente.