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Dave sacudió la cabeza y dijo:

– No puedes dejar atrás a un submarino, Al. Dejando a un lado los cañones de dos pulgadas de la torreta, además, tienen eso que se llama torpedos. Seríamos un blanco seguro.

Una figura apareció entonces en la escotilla de la torreta y se dirigió a ellos por un megáfono, en inglés con un fuerte acento extranjero.

– Britannia. Prepárense para ser abordados.

Otras figuras aparecieron en el casco y, al cabo de un minuto, un bote hinchable con varios marineros cabeceaba cruzando el corto tramo de agua que separaba el barco del submarino. Dave tiró la metralleta al mar, por si acaso a Al le daba por cogerla y hacer algo estúpido.

Fue entonces cuando vio otro barco que se acercaba a toda máquina. Mirando con los prismáticos, vio que era algún tipo de yate de competición; inmediatamente supuso que debía venir del Duke.

– Kate -dijo, cansado-. Justo lo que necesito.

– Ya lo tenemos -dijo Kate pavoneándose.

– Parece que Ross ha conseguido entrar en la sala de radio después de todo -vociferó Jellicoe.

Calgary Stanford bajó el volumen del compacto y dijo:

– Una vez hice una película sobre un submarino. Yo era el hombre del sónar, un tío que se guiaba por su intuición. Claro que entonces sólo era un actor de reparto.

– O puede que trataran de comunicarse con nosotros por radio y, al no recibir respuesta, imaginaran que algo no iba bien – continuó Kate.

Stanford no escuchaba.

– Y además no era un submarino de verdad -dijo-. Sólo un simulacro que fabricaron en el plato de la Paramount.

– El servicio silencioso, ¿eh? -comentó Jellicoe-. Nunca me atrajo la idea de servir en un submarino. Encerrado tanto tiempo. Es un poco como estar en prisión, diría yo.

– Ahí es donde esos dos mierdas van a ir de cabeza -dijo Kate, y disminuyó la velocidad de los motores Predator-. Un submarino parecería el Hotel Plaza en comparación con el sitio adonde irán. Con veinte millones de dólares de coca a bordo, tendrán suerte si se libran con veinte años. Un millón de dólares por año.

Jellicoe y Stanford intercambiaron una mirada que decía «Qué arpía».

– Nunca jodas al FBI -dijo Stanford entre dientes-. Procuraré recordarlo, señora.

– Justa y jodidamente exacto -rugió Kate.

Pero incluso mientras lo decía, sabía que le estaba costando un gran esfuerzo convencerse de que quería ver a Dave encerrado para casi el resto de su vida. Fuera lo que fuera lo que había hecho, ella lo quería; es más, quería creer que él la quería a ella. Pero ya era tarde para todo eso. No podía hacer nada, salvo cumplir con su deber. Con el capitán Jellicoe en escena, por no hablar de la Armada francesa, no podía dar marcha atrás. Sus sentimientos no contaban para nada. Dave iba a volver a prisión y era su deber enviarlo allí. Pese a todo, medio esperaba que el capitán del navío francés, cuyos hombres estaban ya abordando el Britannia, disputara su jurisdicción y encerrara a Dave y Al en el calabozo del submarino, o como se llamara el sitio donde encerraban a la gente en un submarino. Más trabajo para la oficina del fiscal cuando intentara conseguir la extradición, pero mucho más fácil para ella.

Kate llevó el barco de Stanford al lado del Britannia y Jellicoe lanzó un cabo a uno de los marineros del submarino, mientras Stanford colocaba las defensas para proteger la pintura. Por el rabillo del ojo vio a Dave, de pie al lado de Al en el puente de proa, observándola, pero no le devolvió la mirada.

– Ustedes dos esperen aquí -ordenó a Jellicoe y Stanford y, tratando de no exhibir un aire demasiado triunfal, subió a bordo del Britannia, rechazando, cortante, la mano que le tendía uno de los marineros para ayudarla.

Dave y Al estaban bajo la vigilancia de un marinero con una pistola automática y, en ausencia de su placa y tarjeta de identificación del FBI, Kate había cogido la automática Glock de Stanford para ayudar a establecer su autoridad. Por lo que había oído, los hombres franceses tenían fama de machistas. Pensó que les sería mucho más difícil actuar de forma paternalista con una mujer armada con una pistola. Miró alrededor en busca de alguien que pareciera el responsable. Luego, en su vacilante francés y evitando mirar los ojos centelleantes de Dave, se identificó y pidió hablar con el oficial al mando.

Para gran sorpresa e irritación suya, uno de los marineros se echó a reír; un hombre apuesto y moreno, con un espeso bigote y vestido con un mono azul, que dijo:

– Por favor, no hay necesidad de que hable en francés. Yo hablo un inglés excelente. ¿Agente Furey, dijo que se llamaba?

Kate asintió y trató de controlar su irritación. Esos franceses. Incluso cuando te esfuerzas por hablar su lengua te tratan con desprecio. Era como para preguntarse por qué la gente se molestaba en aprenderla.

– Viví en Nueva York durante muchos años -explicó el hombre del frondoso bigote-. Una ciudad sucia, pero también interesante.

– ¿Y usted es, señor?

– Soy el primer oficial Eugene Luzhin -dijo suavemente, y sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo superior del mono-. ¿Le importa si fumo? Es que a bordo nos está prohibido y la mayoría de nosotros se muere de ganas de meterse un poco de nicotina fresca en los pulmones. Hacía casi dos semanas que no salíamos a la superficie.

No esperó la respuesta e hizo un gesto a sus hombres, quienes sacaron sus propios cigarrillos y se pusieron a encenderlos. Incluso el hombre con la automática. Luzhin no le ofreció un cigarrillo a Kate, de lo cual ésta se alegró. Por diplomacia quizás habría tenido que cogerlo y los cigarrillos franceses eran demasiado fuertes para ella. Y aquéllos tenían el olor más acre que hubiera olido en su vida. No era de extrañar que los franceses tuvieran una voz tan áspera y sexy.

– Capitán Luzhin -empezó a decir.

– Oficial -dijo Luzhin-. El capitán sigue en el submarino.

– Primer oficial -dijo, aceptando la sonriente rectificación y pensando si sería que seguía encontrando divertido su intento de hablar en francés-. Perdone, señor, pero ¿está pasando algo divertido? ¿Me estoy perdiendo algo?

Él exhaló una nube de humo tan azul como el del tubo de escape de un coche y se encogió de hombros de aquella manera tan típicamente francesa que tenían.

– ¿Eso quiere decir que sí o que no? -preguntó Kate.

– Es que no estoy acostumbrado a que una mujer hermosa me apunte con una pistola.

– Lo siento -dijo Kate, mirando incómoda a la Glock y preguntándose dónde dejarla.

– No importa. En realidad, me gusta bastante.

Expulsando el humo con estilo y entrecerrando un ojo para protegerlo del humo, añadió:

– Es como Humphrey Bogart en Casablanca, con aquella mujer tan hermosa -chasqueó los dedos al tratar de recordar el nombre de la actriz que hacía el papel de Ilse.

Fue Dave quien le proporcionó la respuesta.

– Ingrid Bergman -dijo. Encontrándose por fin con la mirada de Kate, añadió, en una buena imitación de Bogart-: Adelante, dispara. Me harás un favor.

Kate enrojeció de rabia y metió la Glock por debajo del cinturón de sus pantalones cortos.

– Bueno, veamos -dijo con brusquedad, dirigiéndose al primer oficial. A estos dos hombres los buscan en Estados Unidos por piratería y contrabando de drogas. Escondidos en este barco hay cien kilos de cocaína con un valor en la calle de veinte millones de dólares.

El primer oficial silbó.

Incluso mientras iba hablando, Kate se preguntaba qué habría en las voluminosas bolsas de deporte apiladas dentro del barco.

– Pero antes de proseguir querría resolver la cuestión jurisdiccional.

– Una cuestión difícil -admitió el el oficial que estaba al mando-. Creo que el Grand Duke es un buque con matrícula británica. Y este barco en el que estamos, el Britannia, está registrado en las Islas Vírgenes británicas. Por lo menos, eso es lo que pone en la popa.