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Capítulo XVI

En una atmósfera saturada de malevolencia y odio inyectó Poirot una pequeña dosis de la suya de comprensión y afecto.

—¿Hay agua hirviendo en la marmita? —inquirió.

—Sí —contestó Rowley, atontado aún.

—Entonces... ¿sería usted tan amable de hacerme una taza de café...? O de té, si es más cómodo...

Hércules Poirot sacó un pañuelo limpio de uno de sus bolsillos, lo empapó con agua fría, lo exprimió y se acercó a Lynn.

—Déjeme usted que le ponga esto alrededor del cuello, mademoiselle. Tengo también un imperdible. ¡Ajajá! Esto le aliviará bastante el dolor.

Hablando todavía con dificultad, Lynn dio las gracias. La cocina de Long Willows... la presencia en ella de Poirot..., todo le parecía un sueño. Se sentía horriblemente mal. Consiguiendo ponerse en pie, y ayudada por Poirot, llegó hasta una de las sillas, donde se sentó. Poirot preguntó:

—¿Está ya el café?

—Sí —contestó Rowley.

Lo trajo. Poirot sirvió una taza, que se apresuró a ofrecer a Lynn.

—Óigame —dijo Rowley—. Creo que no se ha dado usted perfecta cuenta de lo que ha ocurrido aquí. He intentado estrangular a Lynn.

—¡Tché, tché, tché...! —respondió Poirot, con sonidos inarticulados encaminados al parecer a reprochar sólo el mal gusto demostrado por Rowley en su incomprensible atentado.

—Tengo dos muertes sobre mi conciencia —prosiguió Rowley—. La suya hubiese sido la tercera, de no haber llegado usted.

—Bebamos el café —interpuso evasivamente Poirot—, y no hablemos de muertes. No es conversación agradable para la señorita Lynn.

Ésta bebió el suyo con dificultad. Estaba fuerte y caliente, lo cual contribuyó a aliviarle un tanto los dolores que sentía.

—Se encuentra usted mejor, ¿verdad? —preguntó Hércules Poirot.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—Bien. Entonces podemos hablar, y al decir podemos, he querido decir que no soy el único que va a hacer uso de la palabra.

—Perdone que sea yo el que empiece —dijo gravemente Rowley—. ¿Sabe usted, acaso, que fui yo quien mató a Charles Trenton?

—Sí —respondió Poirot—. Hace algún tiempo que lo sé.

La puerta se abrió de pronto. Era David Hunter.

—¡Lynn! —exclamó—. Nada me dijiste de que...

Se detuvo como aturdido mirando alternativamente a cada uno de los presentes.

—Otra taza —pidió Poirot.

Rowley sacó una del aparador. La tomó Poirot, y una vez llena, se la entregó a David.

—Siéntese —dijo a éste—. Beberemos tranquilamente nuestros cafés, y después escuchen todos la conferencia que, en materia de crimen, va a darles en estos momentos Hércules Poirot.

Echó una mirada a su alrededor y sonrió complacido.

Lynn pensó para sí:

«Esto es algo fantástico. Algo así como una pesadilla.»

Todos parecían estar sometidos al influjo de aquel hombre estrafalario sin más distintivo personal que sus largos mostachos. Allí estaban sentados obedientemente, Rowley, el matador; Lynn, la víctima, y David, su adorado; todos con sus respectivas tazas de café en la mano.

—¿Qué es lo que causa el crimen? —requirió retóricamente Hércules Poirot—. Aunque no lo parezca, esta pregunta envuelve un problema de difícil solución. ¿Qué estímulos se necesitan para cometerlo? ¿Qué innatas predisposiciones es preciso tener? ¿Son todos, acaso, capaces de él, de alguna forma de crimen, al menos? Y qué sucede, esto es lo que yo me he venido preguntando desde el comienzo, qué sucede cuando gente que ha estado resguardada siempre contra todos los riesgos de la vida, pierde de pronto esa protección?

«Estoy hablando, como ustedes comprenderán, de los Cloade. Sólo hay uno de ellos aquí presente, y esto me permite hablar con mayor libertad. Este problema me ha fascinado desde el principio. Aquí tenemos el caso de una familia entera a la que las circunstancias han impedido desenvolverse por sus propios medios. Aunque cada miembro de ella tiene su propio modus vivendi o su profesión, no han podido escaparse nunca a la acción de esa especie de sombra protectora. Jamás han experimentado ansia o temor. Han vivido en perpetua seguridad, seguridad a mi juicio artificial y falta de naturalidad.

Suspiró y continuó diciendo:

—Lo que yo quiero decirles es que no hay modo de conocer el carácter humano hasta que no llega el momento de la prueba. Para la mayor parte, ésta viene a esa edad asaz temprano en que el hombre se ve obligado a mantenerse en pie, valiéndose de su propio esfuerzo, a enfrentarse con toda clase de peligros y de dificultades y a emplear sus propios medios de defensa. Rectos unos, equivocados otros, nos indican la calidad del frágil barro de que estamos hechos.

Dio un respiro de sosiego y prosiguió:

—Pero los Cloade no tuvieron oportunidad de conocer sus flaquezas hasta el preciso momento de verse desposeídos de esta protección, y obligados, casi sin preparación alguna, a hacer frente a la adversidad. Una cosa, sólo una cosa, se alzaba entre ellos y la recuperación de su seguridad anterior, y ésta era la vida de Rosaleen Cloade. Tengo la absoluta seguridad de que ni un solo Cloade habrá dejado de pensar, aunque sólo haya sido por una fracción de segundo: «Si Rosaleen muriese...»

Lynn se estremeció. Poirot se detuvo, como si quisiera darles tiempo para meditar serenamente la significación de sus palabras. Después prosiguió:

—El pensamiento de la muerte, mejor dicho, de su muerte, pasó por las mentes de todos, de esto estoy en lo cierto. Pero hubo alguien que al de la muerte, asociara también el pensamiento del asesinato y hasta el de sentirse capaz de llevarlo a la práctica.

Sin la menor alteración en su voz, se volvió a Rowley y le preguntó sin rodeos:

—¿Pensó usted alguna vez en matarla?

—Sí —respondió aquél sin vacilar—. El día en que se presentó en la granja. Estábamos solos, y tentado estuve de hacerlo. ¡Me hubiera sido tan fácil...! Parecía tierna y sentimental, y bonita como las terneras que yo acostumbro a enviar al mercado. También éstas lo son y sin embargo, no dejamos de sacrificarlas. Me extrañaba que no se mostrase ese temor que siempre parecía acompañarla. De haber podido leer en mi pensamiento cuando me acerqué a darle lumbre valiéndome de su propio encendedor, quizá lo hubiera tenido y aquella vez sí que con verdadero fundamento.

—Supongo que ese encendedor que acaba usted de mencionar se lo dejó ella olvidado en su casa. Así se comprende que más tarde se encontrase en su poder.

Rowley asintió con un ligero movimiento de cabeza.

—No sé por qué no la maté —añadió—. Con lo fácil que me hubiese sido simular un accidente o algo por el estilo.

—Porque no era su tipo de crimen —explicó Poirot—. Esa es la razón. El hombre a quien usted mató, lo mató en un acceso de furia, sin querer siquiera hacerlo, por lo que presumo.

—En eso no se equivoca. Le pegué un puñetazo en la mandíbula y fue a dar la cabeza contra el borde del guardafuegos de mármol de la chimenea. Quedé aterrado cuando me convencí de que estaba muerto.

De pronto echó una sorprendida mirada a Poirot.

—¿Cómo se enteró usted de eso? —exclamó.

—Creo —respondió Poirot— que he podido reconstruir la escena con relativa precisión. De todos modos, corríjame si me equivoco. Usted fue a la fonda de «El Ciervo» aquella noche, ¿verdad?, y Beatrice Lippincott le contó los detalles de la conversación sostenida en el cuarto número 5. A continuación se dirigió, como ya ha declarado, a casa de su tío Jeremy, que, como abogado, podía darle algún consejo sobre la situación. Algo le debió ocurrir allí para que de pronto se decidiese a renunciar a sus planes de consulta. Yo sé en qué consistió ese algo. Usted vio un retrato...