Выбрать главу

— ¿Y si esta depresión no es un cráter de volcán, sino un valle entre dos cordilleras? — objetó Pápoclikin-. En ese caso puede extenderse sobre cien a doscientos kilómetros y no nos dará tiempo a terminar la travesía de la Tierra de Nansen.

— Pero, ¿hacia dónde bordear el pie del caos para contornearlo? ¿Hacia la derecha o hacia la izquierda? — preguntó Borovói.

— Vamos hacia la izquierda. Quizá encontremos un sitia que nos permita pasar antes al otro lado sin gran dificultad.

Una vez adoptada esta decisión, los viajeros tiraron hacia la izquierda, o sea, hacia el Oeste a juzgar por el viento, ya que la brújula continuaba inquieta, sin poder señalar el Norte. A la izquierda se alzaba en suave pendiente la llanura nevada y a la derecha los montones de bloques de hielo. Las nubes bajas seguían ocultando el cielo e incluso rozando los picos de los bloques de hielo más altos. Hacia el mediodía descubrieron un sitio donde el caos de bloques de hielo parecía accesible: los amontonamientos eran más bajos y en algunos sitios se veían intersticios. Allí se detuvo la expedición para organizar el cuarto depósito. Borovói y Makshéiev, sin equipaje, se adentraron en la barrera de hielos para un reconocimiento. Al finalizar la jornada regresaron diciendo que el cinturón tenía unos diez kilómetros de anchura, que se le podía atravesar aunque con ciertas dificultades y que tras él comenzaba la pendiente suave de la ladera opuesta de la depresión..

Se precisaron dos días de duro trabajo para atravesar la barrera. Con frecuencia había que tallar un sendero en los amontonamientos de hielos para hacer, que pasaran los trineos uno iras otro con los esfuerzos sumados de, los hombres y los perros. Durmieron sin montar siquiera layurta, acogidos al pie de un enorme bloque de hielo que se levantaba a pico y los protegía del viento. Los perros buscaron cobijo en las grietas y los agujeros de los hielos. Pero, después de tan dura jornada, todos durmieron profundamente a pesar de las quejas y los aullidos del viento, que ululaba con tonos diferentes entre aquel caos.

Por fin llegaron al otro lado de la muralla. En el último alto, Borovói encendió el infiernillo de alcohol del hipsómetro con la absoluta convicción de que señalaría lo mismo que delante del cinturón de hielos, es decir, unos novecientos metros bajo el nivel del mar. Pero cuando colocó el termómetro en el tubo, subió a 105 , luego a 110 y tampoco se detuvo allí.

— ¡Eh, eh! — gritó Borovói-. ¡Que se va a romper el cristal!

— ¿Qué ocurre? ¿Qué pasa? — preguntaron varias voces.

Todos habían acudido presurosos y se agrupaban en torno al aparato, colocado sobre un cajón.

— ¡Es una cosa inaudita, increíble! — exclamó Borovói con voz quebrada por la emoción-. En este maldito agujero el agua hierve a 120 .

— O sea que…

— O sea, que hemos descendido a un abismo por el cinturón de hielos. Así, sal pronto, no puedo calcular siquiera a cuántos miles de metros bajo el nivel del mar corresponde esta temperatura de ebullición. Esperen, que vamos a verlo por las tablas.

Sentóse en su saco de dormir, extrajo del bolsillo el prontuario de las alturas, rebuscó en las tablas e hizo, unas operaciones. al margen. Mientras tanto, sus campañeros iban. acercándose tino a uno al aparato para con-vencerse de que, efectivamente, el termómetro marcaba 120 sobre ceno. La columna de mercurio se había detenido en ese punto, y no cabía la menor dada.

Sólo el ligero borboteo del agua que hervía en el aparato rompía el silencio reinante entre los hombres, sobré-cogidos por el asombro.

Al fin se escuchó un suspiro profundo de Borovói y estas palabras pronunciadas en tono solemne:

— Calculando por encima, la temperatura de 120 de ebullición corresponde a la altura negativa de cinco mil setecientos veinte metros.

— ¡No puede ser! ¿No se ha equivocado usted?

— Pueden comprobarlo. Aquí están las tablas. En ellas, naturalmente, no figuran los datos de esta temperatura de ebullición, que nadie ha observado nunca fuera del laboratorio. Hay que hacer los cálculos aproximados.

Kashtánov verificó los cálculos y dijo:

— Es exacto. En estos dos días, trepando por los bloques de hielo, hemos descendido cuatro mil novecientos metros en una extensión de diez o doce kilómetros.

— ¡Y no nos hemos dado cuenta del descenso!

— ¡Hemos bajado desde una altura igual a la del Mont-Blanc sin advertirlo! ¡Es algo increíble

— Y, además, incomprensible. Habrá que pensar que el caos de hielo es un glaciar en la pendiente abrupta que lleva del cráter a la garganta de este volcán descomunal.

— Y ahora, para salir al otro lado, tendremos que subir por un glaciar idéntico.

— Lo que yo no comprendo — es esta tupida cortina de nubes y este viento que lleva tantos días soplando del Sur sin interrupción — declaró Borovói.

Sin embargo, no se comprobó la hipótesis del segundo cinturón de hielos. Al día siguiente avanzaron por una llanura nevada que ascendía suavemente. Por ello, y por, el tiempo más tibio, la marcha ofrecía mayor dificultad. El termómetro marcaba poco más de cero, la nieve estaba reblandecida y se pegaba a los patines de los trineos. Los perros iban todo el tiempo al paso. Al terminar la jornada habían recorrido apenas veinticinco kilómetros. Era indudable que la llanura ascendía. Y, al colocan el hipsómetro, Borovói tenía la convicción de que iba a. marcar una profundidad menor que la víspera.

El agua tardó mucho tiempo en hervir. Al fin apareció el vapor y Borovói colocó el termómetro. Al poco tiempo se le oyó gritar:

— ¡Pero esto es cosa del demonio! Esto… esto… — y empezó a soltar maldiciones.

— ¿Qué es? ¿Qué ocurre? ¿Ha reventado el termómetro — preguntaron distintas voces.

— ¡El que va a reventar o a volverse loco en este agujero soy yo! — contestó frenético el meteorólogo-. Miren ustedes: ¿estoy chiflado yo o está chiflado el termómetro?

Todos corrieron hacia el hipsómetro. El mercurio marcaba 125 sobre cero.

— ¿Qué hemos hecho hoy, subir o bajar? — preguntó Borovói con voz trémula.

— ¡Claro que subir! ¡Todo el día hemos ido subiendo! ¡Es cosa indiscutible!

— ¡Pues el agua hierve a 5 más que ayer junto ¡al cinturón de hielos! Y esto quiere decir que no hemos ascendido, pino que hemos bajado mil cuatrocientos treinta metros aproximadamente.

— Y por lo tanto nos encontramos a siete mil ciento cincuenta metros bajo el nivel del océano — calculó rápidamente Makshéiev.

— ¡Pero eso es una cosa que no concuerda con nada! — exclamó riendo Pápochkin.

— Todavía se puede creer que hayamos hecho un descenso rápido por los hielos. Pero lo que está en contradicción con el sentido común es creer que hemos bajado casi kilómetro y medio, cuando bien claro está que hemos ido subiendo cuesta arriba.

— Si no somos víctima de un ataque general de locura, estoy de acuerdo con usted — replicó Borovói sombrío.

En esto volvieron Gromeko e Igolkin, que habían salido de la tienda. para dar, de comer a los perros, y el primero dijo:

— Otro hecho extraño: hoy hace bastante más claridad que ayer junto a los hielos.

— Y ayer hacía más claridad que al otro lado de la barrera — añadió Makshéiev.

— Muy cierto — confirmó el meteorólogo-. La noche más oscura, parecida a una noche blanca de Petersburgo, se observó delante de la barrera de hielos. Como calculábamos que nos encontrábamos en el fondo de la depresión, el debilitamiento de la luz era comprensible: los rayos del sol polar no pueden penetrar a tanta profundidad.

— ¡Pero ahora hemos hecho un descenso incomparablemente mayor y la noche es mucho más clara!

Todavía estuvieron mucho tiempo debatiendo estos hechos contradictorios, pero se quedaron dormidos sin haber puesto nada en claro. Por la mañana, Borovói fué quien primero salió de layurtapara sus observaciones.