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Pronto empezaron los prisioneros a comprender el lenguaje de aquellos hombres, nada complicado. Sus temas se reducían a la caza, la comida y su modo primitivo de vida; el lenguaje se componía de monosílabos y bisílabos sin declinaciones, sin verbos, adverbios ni preposiciones, por lo cual debía ser completado con mímica y gestos. Sólo sabían contar hasta veinte, valiéndose de los dedos de las manos y los pies.

En cada choza vivían varias mujeres y varios hombres unidos por un matrimonio común, así como los hijos de esa familia común, donde cada criatura tenía una madre y varios padres. Los hombres iban de caza y partían trozas de sílex para las lanzas, las jabalinas, los cuchillos y los raspadores. Las mujeres recogían bayas y raíces, curtían las pieles y participaban en las batidas para la caza de grandes animales cuando se precisaba la fuerza de toda la tribu.

Aquellos hombres daban caza a todos los animales que encontraban y comían no solamente la carne, sino también las entrañas, así como gusanos, caracoles, orugas y escarabajos. En el lugar mismo de la caza, los hombres devoraban la carne tibia y se bebían la sangre de los animales recién muertos; luego se llevaban al campamento los restos de la carne y las pieles. En cuanto a los animales más grandes como mamuts y rinocerontes, los rodeaban y los perseguían hasta hacerlos caer en unas trampas abiertas en los senderos del bosque, donde luego los remataban con piedras y golpes de lanza.

Iban a la caza por familias o dos o tres familias juntas. Cuando se trataba de dar una batida a animales grandes, participaba toda la tribu menos dos o tres mujeres que se quedaban de guardia junto a los prisioneros. Estas mujeres daban de mamar a los niños de pecho de todas las chozas coyas madres tardaban mucho en volver de la cala.

En la caza ocurrían a veces accidentes: las fieras, así como los mamuts y los rinocerontes, herían o mutilaban a los cazadores. Los salvajes se comían entonces a los muertos y los heridos graves.

El aspecto de los hombres primitivos, según la descripción de Borovói, era el siguiente: cabeza grande sobre un tronco achaparrado y ancoro, miembros cortos, toscos y robustos. Tenían fuertes espaldas un poco encorvadas y la cabeza y el cuello inclinados hacia adelante. El mentón breve, los arcos ciliares macizos y la frente huidiza les hacían parecerse a los antropopitecos. Las piernas estaban un poco dobladas por las rodillas. Los hombres primitivos andaban inclinados hacia adelante y para comer o trabajar se ponían en cuclillas.

Los relatos de Borovói y de Igolkin acerca de estos hombres, así como el examen de las armas y los utensilios, hicieron concluir a Kashtánov que la tribu tenía mucha similitud con el hombre de Neanderthal que vivía en Europa en el período paleolítico medio, o sea, en la Edad de Piedra, y era contemporáneo del mamut, del rinoceronte de pelo largo, del toro primitivo y de otros animales de la época glaciar.

Estos hombres primitivos poseían sólo rudimentarios utensilios de piedra que fabricaban con trozos de sílex: raspadores (para el curtido de las pieles), hachas y cuchillos, puntas de lanzas y de jabalinas para la caza. También colocaban trozos de piedra en agujeros practicados en las mazas, convirtiéndolas en armas temibles.

Los hombres llamaban «pequeño sol» al fuego encendido por los prisioneros, y le adoraban. Experimentaron su acción bienhechora durante una gran migración hacia el Sur que tuvieron que emprender cuando el principio del invierno les expulsó de los bosques septentrionales. Como era demasiado pesado cargar con las pértigas para las chozas y demasiado largo cortar otras nuevas cada vez que hacían alto para descansar, durante el trayecto dormían debajo de los arbustos en los bosques donde el viento frío se notaba mucho. A veces se sentaban cerca de la hoguera de los prisioneros y pronto se dieron cuenta de que daba calor. Al poco tiempo, toda la tribu se instalaba a dormir en torno a la hoguera y reunía de buen grado leña para alimentarla. Sin embargo, nadie se atrevió a encender una hoguera por su cuenta ni los prisioneros les sugirieron la idea porque querían seguir siendo los únicos dueños del fuego y no reducir su prestigio a ojos de la tribu. Preveían que, con el tiempo, en caso de que tardasen en recobrar su libertad, la situación se agravaría.

Los prisioneros contaban con creciente angustia los días del otoño, preguntándose si sus compañeros volverían pronto del Sur y lograrían liberarlo. El invierno avanzaba desde el Norte y una próxima migración debía alejarles más todavía de la colina situada al borde de los hielos. Por eso, es fácil imaginar la alegría que les causaron los disparos anunciándoles la proximidad de la liberación.

Capítulo LV

OTRA VEZ EN LA YURTA

Los viajeros regresaron a la colina del borde de los hielos en la última semana de diciembre y decidieron descansar un poca, celebrando el año Nuevo, el buen éxito de la expedición hacia el Sur y la liberación de los prisioneros. Las reservas de víveres y de leña eran suficientes y, de momento, no hacía falta salir al bosque ni a la tundra. Para montar la yurta, los viajeros alisaron una pequeña superficie. Luego abrieron en la nieve, que tenía más de un metro de altura, una trinchera que llevaba al depósito, a la galería de los perros y al puesto meteorológico. Concluidos estos trabajos, pudieron entregarse al descanso. La yurta, donde ardía una pequeña hoguera, estaba tibia y acogedora. Los seis hombres invertían el tiempo que les dejaban libre las comidas, los paseos y el sueño en charlar y referirse sus aventuras y los recuerdos de los diversos episodios de su viaje al Sur o de su vida entre la tribu.

Katu, testigo mudo de estas conversaciones, se penetraba de mayor respeto por los hechiceros blancos, que disponían de tantos objetos extraños. La herida iba curándosele, y empezaba a andar un poco. Muchas veces se la encontraban acurrucada cerca de la yurta con la mirada fija en el Sur, donde negreaba la franja de los bosques en el horizonte. Se conoce que sentía nostalgia de su tribu.

Igolkin trataba de persuadir a Katu de que se quedase con ellos y luego les acompañara a través de los hielos hacia un país cálido, donde vería todas las maravillas creadas por los hombres blancos. Pero la muchacha sacudía la cabeza con obstinación, repitiendo:

— Yo bosque, choza madre, carne, carne sangrante, caza, alegría…

De todas formas, los viajeros esperaban que acabaría acostumbrándose a ellos y consintiendo marcharse. ¡Qué triunfo para la expedición si volvía con un ejemplar de ser primitivo!

Cuando llegaron los grandes fríos, Katu empezó a tiritar, pero rechazó la ropa que le ofrecieron. Al salir de la yurta tibia sólo se envolvía en su manta. No participaba para nada en las labores domésticas como limpieza de la yurta, fregado de los cacharros, reparación de la trinchera abierta en la nieve o alimento del fuego. Preguntaba a Igolkin cuántas mujeres tenía y si iban a la caza, si la tribu a la que pertenecían los hechiceros blancos era numerosa, y sacudía la cabeza, incrédula, al escuchar los relatos acerca de la vida de los europeos, de las ciudades, los mares, los barcos, etc. Entre las comidas y el sueño su única ocupación era hacer mangos para jabalinas y tallar toscas figurillas de mamuts, rinocerontes, osos y tigres en trozos de madera de sauce. Habíase fabricado toda una colección de ídolos de ese género; a los que veneraba y siempre estaba pidiéndole a Igolkin sangre de algún animal para untarlos. Pero como los viajeros no salían de caza y en la tundra no se veían anímales ni aves, era imposible satisfacer su deseo.

En enero, los exploradores empezaron a hacer pequeñas excursiones en los trineos para que los perros, que se hallaban de nuevo domesticados y habitaban la galería abierta en la colina, menos General, destinado a guardar la yurta, recobrasen la costumbre de ir enganchados. Cuando los animales estuvieron otra vez acostumbrados al tiro, se emprendieron excursiones más largas por la tundra, hasta el borde de los bosques, en busca de leña, cuya reserva tocaba a su fin. Cinco hombres salían a estas excursiones en los tres trineos, turnándose para que uno quedara en la yurta al cuidado de Katu.