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—En 1916 ó 1917 —dijo—, usted habrá tenido ocasión de oír pronunciar mi apellido de soltera, Geller, a grandes amigos suyos.

—No lo recuerdo —repuso Pnin.

—De todas formas, no tiene importancia. Creo que nunca nos encontramos. Pero usted conoció de cerca a mis primos, Grisha y Mira Belochkin. Ellos hablaban constantemente de usted. El vive en Suecia, según creo, y supongo que se habrá enterado del horrible final que tuvo su pobre hermana...

—Por cierto que sí —dijo Pnin.

—Su marido — prosiguió madame Shpolyanski — era un hombre encantador. Samuil Lvovich y yo lo conocimos en la intimidad, como asimismo a su primera esposa, Svetlana Chertok, la pianista. Fue internado por los nazis, separado de Mira, y murió en el mismo campo de concentración de mi hermano mayor Misha. Usted conoció a Misha, ¿verdad? También estuvo enamorado de Mira una vez.

— Tshay gotoff(el té está listo) — llamó Susan desde el pórtico en su gracioso ruso funcional—. ¡Timofey, Rozochka! ¡Tshay!

Pnin dijo a madame Shpolyanski que iría en seguida, y cuando ella se marchó continuó allí sentado, con las manos cruzadas sobre el mazo de croquet que todavía conservaba.

Dos lámparas de parafina iluminaban con un resplandor íntimo el pórtico de la casa de campo. El doctor Pavel Antonovich Pnin, oculista, padre de Timofey, y el doctor Yakow Grigorievich Belochkin, pediatra y padre de Mira, no podían desprenderse de su juego de ajedrez en un rincón de la galería, así que madame Bolochkin ordenó a la empleada que les sirviera, allí, en una mesita japonesa especial que tenían cerca, sus vasos de té de asas de plata, la nata con pan negro, las fresas silvestres, zemlyanika, y las otras especies cultivadas, klubnika, (Hautboiso Fresas Verdes), las mermeladas radiantes y doradas, y las distintas clases de bizcochos, barquillos, galletas saladas y pan tostado, en lugar de llamar a los dos absortos doctores a la mesa principal situada al otro extremo del atrio, donde estaba el resto de la familia y los huéspedes, algunos de ellos nítidos y otros envueltos en una niebla luminosa.

La mano ciega del doctor Belochkin cogió una galleta; la mano avizora del doctor Pnin tomó un alfil. El doctor Belochkin, masticando, miró de hito en hito el claro producido en sus filas. El doctor Pnin sumergió una abstracta tostada en su vaso de té.

La casa de campo que alquilaban los Belochkin ese verano se hallaba en el mismo balneario del Báltico cerca del cual la viuda del general N... arrendaba una cabaña de veraneo a los Pnin, en los confines de sus vastas posesiones pantanosas y escarpadas, llenas de bosques tenebrosos que cercaban un desolado castillo. Timofey Pnin volvía a ser ahora el muchacho torpe, tímido y obstinado de dieciocho años, que esperaba a Mira en la oscuridad; y, aunque el pensamiento lógico persistía en ver bombillas eléctricas en lugar de lámparas de parafina, y barajaba a los personajes convirtiéndolos en emigrados envejecidos, mi pobre Pnin, con la agudeza de un alucinado, imaginaba a Mira deslizándose por el jardín y viniendo a su encuentro entre las altas flores de tabaco, cuya opaca blancura se fundía en la oscuridad con la blancura de su vestido. Este sentimiento coincidía en cierto modo con la sensación de dispersión y difusión que sentía en el pecho. Suavemente dejó el mazo a un lado y, para disipar su angustia, se puso a caminar por el silencioso jjosquecillo de pinos, alejándose de la casa. Desde un auto detenido cerca del cobertizo de las herramientas del jardín, que seguramente ocultaba al menos a los dos hijos de sus compañeros de visita, le llegaba con persistencia una música de radio.

—Jazz, jazz, siempre tienen que oír su jazz estos jovenzuelos — murmuró Pnin para sí, y torció por el sendero que conducía al bosque y al río. Recordaba sus juveniles entusiasmos y los de Mira: teatro de aficionados, baladas gitanas, la pasión que ella sentía por la fotografía artística. ¿Dónde estarían ahora esas instantáneas que solía tomar: animales regalones, nubes, flores, un bosque en abril con sombras de abedules en"la nieve húmeda; soldados haciendo equilibrios en el techo de un furgón; la línea del horizonte en una puesta de sol, una'mano sosteniendo un libro? Recordaba el último encuentro en los malecones del Neva, en Petrogrado, y las lágrimas, y las estrellas, y el cálido forro de seda encarnada de su regalía de caracul. La guerra civil de 1918-22 los separó; la historia había roto su compromiso. Timofey se marchó al sur para unirse por un tiempo a las filas del ejército de Denikin, mientras la familia de Mira escapaba de los bolcheviques a Suecia, y después se instalaba en Alemania, donde ella se casó con un peletero de ascendencia rusa. Al principio de la década de 1930, Pnin, que también estaba casado, acompañó a su esposa a Berlín, donde ésta deseaba concurrir a un congreso psiquiátrico y una noche, en un restaurante ruso, en el Kurfürstendamm, volvió a ver a Mira. Cambiaron algunas palabras; ella le sonrió como antes, por debajo de sus cejas oscuras, con su picardía tímida; y el contorno de sus pómulos prominentes, y los ojos alargados, y la finura de brazos y tobillos eran los mismos, inmortales; luego se reunió con su marido, que se estaba poniendo el abrigo en el guardarropas, y eso fue todo. Pero la congoja de su ternura persistía, como el fantasma de un verso conocido que no se logra recordar.

Lo dicho por la parlanchína madame Shpolyanski había conjurado la imagen de Mira con fuerza extraordinaria. Era perturbador. Sólo con el desprendimiento que produce una dolencia incurable o con la lucidez que precede a la muerte cercana, podría evocarse ese acuerdo por un momento. Para vivir racionalmente, Pnin se esforzó, durante los últimos diez años, por no recordar jamás a Mira Belochkin, no porque la evocación de un amor juvenil, banal y breve, amenazara por sí misma su paz interior (¡ay! los recuerdos de su matrimonio con Liza eran suficientemente imperiosos para desalojar cualquier romance) sino porque, para ser sincero consigo mismo, no era posible esperar que hubiera conciencia y conocimiento en un mundo donde podían suceder cosas tales como la muerte de Mira. Había que olvidar, pues era imposible vivir con la idea de que esa mujer graciosa, frágil y tierna, con esos ojos, esa sonrisa, rodeada de ese marco de jardines nevados, hubiera sido llevada en un carro para animales a un campo de exterminio y asesinada con una inyección de fenol en el corazón, ese corazón suave que había sentido latir bajo sus labios en el ocaso del pasado. Y como la forma exacta de su muerte no había quedado en los registros, Mira seguía muriendo en su mente un sinnúmero de muertes, y resucitando otras tantas veces para volver a morir, conducida por una enfermera profesional e innoculada con inmundicias, bacilos de tétano o vidrio molido; asfixiada con gas en un supuesto baño de lluvia de ácido prúsico; quemada viva en una pira de madera de haya impregnada de gasolina. Según el investigador con que Pnin había hablado accidentalmente en Washington, lo único cierto era que, siendo demasiado débil para trabajar (aún sonriente, aún capaz de ayudar a otras judías con su sonrisa), fue condenada a muerte y quemada pocos días después de su llegada a Buchenwald, en la bella región boscosa del Grosser, en Ettersburgo, como sonoramente se la designa. Buchenwald está a una hora de camino de Weimar, donde pasearon Goethe, Herder, Schiller, Wieland, el inimitable Kotzebue y otros.

«¿ Aber, Warum? (¿Pero, por qué?)», solía gemir el doctor Hagen, el más manso de los seres vivientes, « ¿por qué debían ubicar tan cerca ese horrible campo?». Porque por cierto que estaba cerca, a sólo cinco millas del corazón cultural de Alemania, «ese país de Universidades», como había expresado con tanta elegancia el rector de Waindell, famoso por usar siempre le mot juste, al reseñar la situación europea en un discurso reciente de apertura de clases, junto con la galantería que dispensara a otra sala de torturas: «Rusia, la patria de Tolstoy, Stanislavski, Raskolnikov, y otros hombres buenos y grandes.»