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Pnin caminó lentamente bajo los pinos augustos. El cielo se moría. No creía en un Dios autócrata. Creía, opacamente, en una democracia de espectros. Acaso las almas de los muertos formaran comités y éstos, en sesión continua, atendieran los destinos de los vivos.

Los mosquitos empezaban a molestar. Era tiempo de beber el té. Tiempo para una partida de ajedrez con Chateau. Ese espasmo extraño había pasado; podía respirar de nuevo. En la cumbre distante de la colina, en el mismo sitio donde horas antes había estado el caballete de Gramineev, se destacaban ahora dos siluetas, de perfil contra el rojo de ascua del cielo. Estaban allí muy juntas, una frente a la otra. Desde el camino era imposible distinguir si era la hija de Poroshin y su admirador, o Nina Bolotov y el joven Póroshin, o si no era más cue una pareja simbólica colocada allí artificialmente en la última página de ese día de Pnin próximo ya a desvanecerse.

CAPITULO SEXTO

1

Había comenzado el trimestre de otoño de 1954. Otra vez el cuello de mármol de la vulgar Venus del vestíbulo de la Facultad de Humanidades apareció teñido con un lápiz labial para hacer creer que había sido besado. De nuevo el periódico Waindell Recordercomentó el Problema del Estacionamiento de Automóviles. De nuevo, en los márgenes de los libros de la Biblioteca, los diligentes novatos escribieron glosas tan útiles como «Descripción de la naturaleza», o «Ironía», y en una preciosa edición de los poemas de Mallarmé, un estudiantino aventajado ya había subrayado, con tinta violeta, la difícil palabra «oiseaux», garabateando arriba «pájaros». Otra vez los vendavales de otoño amontonaron hojas muertas a un costado del corredor que conducía de la Facultad de Humanidades al Hall Frieze. Nuevamente, en las tardes serenas, las mariposas monarca de color pardo ambarino, aletearon sobre el asfalto y los prados, emigrando hacia el sur, con sus negras patas semirretráctiles colgando de sus cuerpos rítmicamente moteados.

Y la Universidad seguía adelante. Los graduados más tenaces, con sus esposas embarazadas, continuaban escribiendo disertaciones sobre Dostoievski y Simone de Beauvoir. Los departamentos de literatura proseguían trabajando bajo la impresión de que Stendhal, Galsworthy, Dreiser y Mann eran grandes escritores. Palabras prefabricadas como «conflicto» y «boceto» seguían de moda. Como siempre, profesores estériles trataban, con éxito, de «crear» comentando los libros de colegas más fértiles. Y, como siempre también, un puñado de académicos afortunados se disponía a disfrutar, o ya disfrutaba, de diversos premios otorgados en el año. Fue así como una simpática recompensa procuró a la múltiple pareja Starr —Cristopher Starr con su rostro de nene y Louise, su esposa-niña— del Departamento de Bellas Artes, la oportunidad única de recopilar cantos populares en Alemania Oriental, donde los sorprendentes jóvenes habían obtenido de algún modo permiso para entrar. Tristram W. Thomas (Tom, para sus amigos), profesor de Antropología, había recibido diez mil dólares de la Fundación Mandoville para hacer un estudio de los hábitos alimenticios de los pescadores y de los trepadores de pal. meras de Cuba. Otra institución caritativa había acudido en ayuda del doctor Bodo von Falternfels para que pudiera terminar «una bibliografía referente al material manuscrito dedicado en los últimos años a una estimación crítica de la influencia de los discípulos de Nietzche en el pensamiento moderno». Y, finalmente, pero no menos importante, un donativo especialmente generoso permitía al renombrado psiquiatra de Waindell, doctor Rudolph Aura, aplicar a diez mil alumnos de escuelas primarias, el test llamado del Aguamanil, en el que el niño moja un índice en un recipiente de colores fluidos y después se mide la proporción entre la longitud del dedo y la paite mojada, trasladándola a una serie de gráficos fascinantes.

2

Había comenzado el Trimestre de Otoño y el doctor Hagen se hallaba abocado a una situación difícil. En el verano, un amigo le preguntó, exttaoficialmente, si estaría dispuesto a aceptar al año siguiente una cátedra muy lucrativa en Seabord, Universidad mucho más importante que Waindell. Esa parte del problema era relativamente fácil de resolver; pero, en cambio, quedaba el hecho escueto de que el Departamento que formara con tanto amor, y con el cual el Departamento de Francés de Blorenge no podía competir en impulso cultural, aunque dispusiera de fondos mucho más cuantiosos, caería en las garras del traidor von Falternfels, el mismo que él, Hagen, había traído de Austria, lo que no impidió que aquél le hiciera un trabajo de zapa y terminara apropiándose bajo cuerda de la dirección de Europa Nova, la influyente revista trimestral que Hagen había fundado en 1945. La proyectada partida de Hagen, que aún ignoraban sus amigos, tendría una consecuencia más dolorosa aún: el Profesor Asistente Pnin quedaría en la estacada. Nunca había existido un Departamento regular de Ruso en Waindell, y la existencia académica de mi pobre amigo había dependido de que lo ocupara el ecléctico Departamento de Alemán en una especie de extensión del curso de Litetatura Comparada. Seguramente, y por pura ojeriza, Bodo acabaría con ese curso, y Pnin, que no tenía arraigo alguno en Waindell, se vería forzado a irse a menos que otro departamento de literatura e idiomas consintiera en adoptarlo. Los únicos departamentos que parecían tener la flexibilidad suficiente para hacerlo eran los de Inglés y Francés. Pero Jack Cockerell, Director del Departamento de Inglés, desaprobaba todo lo que hiciera Hagen, consideraba a Pnin un mamarracho y, de hecho, estaba manipulando, extraoficialmente, pero con fundadas esperanzas, para obtener los servicios de un prominente escritor anglo-ruso, quien, si fuera necesario, podía enseñar todos los cursos que Pnin debía mantener para subsistir. Como último recurso, Hagen abordó a Blorenge. Dos características interesantes distinguían a Blorenge, Director del Departamento de Literatura y Lengua Francesa: le disgustaba la literatura y no dominaba el francés. Esto no le impedía recorrer enormes distancias para asistir a convenciones de Idiomas Modernos, en las que se jactaba de su ineptitud como si fuera un capricho regio, y paraba, con fuertes estocadas de recio humorismo, cualquier tentativa de arrastrarlo a la sutileza del parlé-vu. Muy estimado como conseguidor de dinero, había inducido recientemente a un viejo rico, a quien tres universidades adularan en vano, a que promoviera con un fantástico donativo una investigación realizada por graduados bajo la dirección del doctor Slavski, an canadiense, con miras a construir, en un cerro vecino a Waindell, un «Pueblo Francés» con dos calles y una plaza, copiado de la antigua municipalidad de Vandel, en Dordoña. A pesar de la grandiosidad que nunca faltaba en las inspiraciones administrativas de Blorenge, él era un hombre de gustos personales ascéticos. Había sido compañero de colegio de Sam Poore, el rector de Waindell, y, durante muchos años, aún después que éste quedara ciego, ambos salían juntos a pescar en un lago yermo, barrido por el viento, al término de un camino ripiado y bordeado de malezas espinosas, setenta millas al norte de Waindell.

Su esposa, una dulce mujer de origen humilde, se refería a él, en el club, como «profesor Blorenge». El dictaba un curso titulado «Grandes Franceses», cuyos apuntes hiciera copiar por su secretaria de una colección de The Hastings Historical and Philosophical Magazine, 1882-94, descubierta en una buhardilla y que no estaba clasificada en la Biblioteca de la Universidad.