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3

Pnin acababa de alquilar una casita y había invitado a los Hagen y a los Clements, a los Thayer y a Betty Bliss a una fiesta de inauguración. En la mañana de ese día, el buen doctor Hagen hizo una visita urgente a Blorenge y le contó todo el asunto. Cuando dijo a Blorenge que Falternfels era un fuerte antipninista, Blorenge replicó secamente que él también lo era; en realidad, después de encontrarse con Pnin en funciones sociales, «había sentido, claramente» (es asombrosa la tendencia de las personas prácticas a sentir más que a pensar), «que Pnin no estaba calificado ni siquiera para merodear por los alrededores de una universidad americana». El porfiado Hagen manifestó que durante varios trimestres Pnin había tratado de manera admirable el Movimiento Romantico, y que, con seguridad, bajo los auspicios del Departamento de Francés, podría manejar a Chateaubriand y a Victor Hugo.

—El doctor Slaksvi está a cargo de eso —dijo Blorenge—. En realidad, a veces pienso que exageramos un poco la parte literaria. Mire usted: esta semana comienza miss Mopsuestia con los Existencialistas; míster Bodo dictará un curso sobre Romain Rolland; yo doy una charla sobre el General Boulanger y De Béranger. No, decididamente; ya tenemos bastante.

Hagen, jugando su última carta, sugirió que Pnin podría dirigir un curso de francés. Como muchos rusos, nuestro amigo había tenido una institutriz francesa, y después de la Revolución había vivido más de quince años en París.

—¿Usted quiere decir —preguntó severamente Blorenge — que Pnin puede hablar francés?

Hagen, que conocía bien las originales exigencias de Blorenge, vaciló.

—¡Dígalo de una vez, Herman! ¿Sí o no?

—Estoy seguro de que podría adaptarse.

—Lo habla, ¿eh?

—Bueno... sí.

—En ese caso —dijo Blorenge—, no podemos ocuparlo en el Primer Año de Francés. Sería injusto para nuestro míster Smith, que este año tiene el curso Elemental y que, naturalmente, sólo tiene que llevar una lección de delantera a sus alumnos. Pero mire; sucede que míster Hashimoto necesita un ayudante para los retrasados de su curso de Francés Medio. ¿Lee francés su hombre tan bien como lo habla?

—Repito que se puede adaptar — repuso Hagen, escabullándose.

—Sé lo que quiere decir «adaptación» —dijo Blorenge, frunciendo el ceño—. En 1950, cuando Hash estuvo ausente, contraté a un instructor suizo de ski. Este introdujo subrepticiamente copias mimeografiadas de una vieja antología francesa. Nos costó casi un año volver a la clase a su nivel inicial. Ahora, si ese fulano no lee francés...

—Me temo que no —dijo Hagen, dando un suspiro.

—Entonces no podemos emplearlo. Como usted sabe, sólo creemos en los discos parlantes y otros dispositivos mecánicos. No se permite usar libros.

—Aún quedaría el Francés Avanzado — murmuró Hagen.

—Carolina Slavski y yo nos encargamos de ese curso —replicó Blorenge.

4

Para Pnin, que ignoraba por completo las tribulaciones de su protector, el nuevo Trimestre de Otoño principiaba extraordinariamente bien: nunca había tenido tan pocos alumnos de quienes preocuparse ni tanto tiempo para sus propias investigaciones. Su labor había alcanzado, hacía tiempo, la etapa encantada en que la pesquisa sobrepasa al objetivo, formándose así un organismo nuevo, el parásito — como si dijéramos — del fruto que madura. Pnin había desviado la atención de la meta de su trabajo. A su juicio; ésta se divisaba tan clara, que él podía entregarse a los detalles sin ningún temor. Las fichas iban llenando poco a poco una caja de zapatos. La correlación de dos leyendas; un detalle precioso en los modales o el vestido; una referencia que se controla, descubriéndose que ha sido falseada por incompetencia, por descuido o por fraude; el estremecimiento en la columna vertebral que produce una intuición acertada; los innumerables triunfos del estudio bezkorinsky(desinteresado y devoto); todo esto había corrompido a Pnin, había hecho de él un maníaco dopado con notas al pie, de esos que perturban a las polillas en un volumen tedioso para encontrar en él una referencia a otro volumen aún más tedioso. Y, en un plan más humano de su actual dicha, estaba la casita que alquilara en la Vía Todd, en la esquina de la Avenida Cliff.

Esta casa había pertenecido a la familia del difunto Martin Sheppard, tío del patrón anterior de Pnin en la calle Creek quien por muchos años, administró las propiedades de Todd, adquiridas por la ciudad de Waindell para instalar un sanatorio. La verja, siempre cerrada, estaba ahogada por yedras y abetos, cuyas copas podía ver Pnin desde una ventana que miraba al norte. La Avenida Cliff era el palo corto de una T, y en su intersección izquierda vivía Timofey. Frente a la casa y atravesando la Vía Todd, que era el pie derecho de la T, viejos olmos sombreaban la superficie arenosa de su asfalto parchado; por el este había un campo de trigo, y por el oeste un escuadrón de abetos nuevos, igualmente pretenciosos, que cubrían casi toda la distancia que mediaba hasta la residencia siguiente: la magnífica caja de habanos del entrenador de fútbol de la Universidad, media milla al sur de la casa de Pnin.

La sensación de vivir solo en una casa discreta tenía para Pnin un encanto especial y satisfacía un anhelo de su ser íntimo, ya cansado, maltrecho y aturdido por los treinta y cinco años que llevaba sin hogar. Una de las cualidades más atrayentes del lugar era el silencio angélico, rural, perfectamente seguro, en feliz contraste con las persistentes cacofonías que lo rodearan por seis lados en las habitaciones alquiladas de sus anteriores residencias. ¡Y la diminuta casa era tan espaciosa! Con agradecida sorpresa, Pnin llegó a pensar que no había existido una Revolución. Rusa, ni éxodo, ni expatriación en Francia, ni naturalización en América. Todo —¡en el mejor de los casos, Timofey! — habría podido ser igual en Rusia: una cátedra en Kharkov o en Kazan, una casa suburbana como ésta, libros viejos dentro, flores tardías fuera.

Para ser más preciso, la casa era de ladrillo rojo, color cereza; tenía dos pisos, postigos blancos y tejado de bardas. El prado verde en que se asentaba medía unos cincuenta arsbins de frente, y el fondo daba a una extensión vertical de rocas musgosas con arbustos leonados en la cumbre. Un paso de coches conducía al garaje pintado a la cal donde Pnin guardaba su auto de pobre. Una curiosa red parecida a un cesto, algo así como un bolso de billar, pero sin fondo, estaba suspendida, por algún motivo, sobre la puerta del garaje, en cuya blancura proyectaba una sombra tan nítida como su propio tejido, aunque mayor y más azulada. Algunos faisanes visitaban el terreno enmalezado entre el garaje y las rocas del fondo. Lilas —esas sonrisas del jardín ruso cuyo esplendor primaveral, todo miel y zumbido, esperaba ansiosamente el pobre Pnin— se agrupaban en hileras, sin savia, a lo largo de una de las paredes de la casa. Un árbol alto de hojas caducas, que Pnin no pudo identificar ya que sólo conocía los abedules, los sauces, los álamos temblones, los álamos blancos y las encinas, perdía sus grandes hojas acorazonadas y proyectaba su sombra de verano indio en los peldaños del pórtico abierto.

Una retorcida estufa de petróleo trataba de enviar su débil calor desde el sótano a través de los radiadores. La cocina era limpia y alegre, y Pnin se deleitaba con variedad de utensilios, ollas y cacerolas, tostadores y sartenes, que incluía la casa. Los muebles de la sala de estar eran pobres y escasos, pero había una atrayente ventana circular que albergaba un antiguo y enorme globo terráqueo, donde Rusia aparecía pintada de azul pálido y un parche descolorido y desgastado cubría toda Polonia. En un comedor pequeñísimo, donde Pnin proyectaba disponer una comida fría para sus huéspedes, había un par de candelabros, cuyas lágrimas de cristal reflejaban encantadoramente sus iridiscencias sobre la alacena y recordaban a mi sentimental amigo los ventanales en las galerías de las casas de campo rusas, cuyos vitrales coloreaban la luz de anaranjado, verde y violeta. Un armario de cocina prorrumpía en murmullos cada vez que pasaba a su lado, murmullos que también le habían sido familiares en perdidos cuartos del pasado. El segundo piso se componía de dos dormitorios que antes habían albergado a numerosos niños y, ocasionalmente, a adultos. Juguetes de lata habían desgastado el suelo. De una pared de la habitación donde dormía, Pnin desclavó un cartón rojo en forma de banderín que ostentaba la enigmática palabra «Cardenales» pintada en blanco; pero una mecedora diminuta, para un Pnin de tres años, quedó en un rincón. Una máquina de coser desmantelada ocupaba el pasillo que conducía al baño, donde la tina acostumbrada, hecha para enanos en un país de gigantes, tardaba tanto en llenarse como los tanques y depósitos aritméticos en los libros escolares rusos.