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– Lo siento, Sarah -sonrió, y volvió a adoptar la postura de antes, mientras Sarah escapaba al escrutinio de la joven mediante el truco de acercarse al estéreo y conectarlo.

– Papá estará encantado cuando vea esto -dijo Elena-. ¿Cuándo podré verlo?

– Cuando esté terminado. Ponte bien. Cada vez hay menos luz, maldita sea.

Y después, una vez cubierta la tela, se sentaban en el estudio y tomaban el té, mientras sonaba la música. Tortas secas que Elena deslizaba en la boca ansiosa de Llama (que lamía el azúcar pegado a sus dedos), tartas y pastelillos que Sarah preparaba a partir de recetas olvidadas durante años. Mientras comían y hablaban, la música continuaba, y los dedos de Sarah seguían el ritmo sobre su rodilla.

– ¿Cómo es? -le preguntó Elena una tarde.

– ¿Qué?

La muchacha cabeceó en dirección a un altavoz.

– Eso -dijo-. Ya sabes. Eso.

– ¿La música?

– ¿Cómo es?

Sarah apartó la vista de los ojos ansiosos de la muchacha y contempló sus manos, mientras el misterio del arpa eléctrica de Vollenweider y el sintetizador Moog la retaban a contestar. La música subía y bajaba, cada nota pura como el cristal. Reflexionó en la respuesta durante tanto tiempo que Elena dijo por fin:

– Lo siento. Pensé que…

Sarah alzó la cabeza al instante, percibió la desazón de la joven y comprendió que Elena pensaba que la había turbado al mencionar de una manera indirecta una minusvalía, como si le hubiera pedido que mirara una deformación desagradable.

– Oh, no -dijo-. No es eso, Elena. Estaba intentando decidir… Ven conmigo.

Le indicó que se quedara de pie junto al altavoz y dio todo el volumen. Colocó la mano sobre el altavoz. Elena sonrió.

– Percusión -dijo Sarah-. Eso es la batería. Y el bajo. Las notas bajas. Las sientes, ¿verdad?

La chica asintió y se mordió el labio inferior con el diente roto. Sarah paseó la vista por la habitación, en busca de algo más. Lo encontró en el suave pelo de camello de los pinceles secos, en el frío metal de una espátula, en el suave cristal de un jarro lleno de trementina.

– Muy bien -dijo-. Ven aquí. Suena así.

Cuando la música cambió, siguió su progresión sobre la parte interna del brazo de Elena, de piel más suave y sensible al tacto.

– Arpa eléctrica -explicó, y marcó sobre su piel con la espátula la pauta de las notas-. Ahora, la flauta. -Utilizó el cepillo-. Y esto es el fondo musical. Es sintético. No utiliza un instrumento, sino una máquina que emite sonidos musicales. Así. Ahora, solo una nota, mientras los demás tocan.

Hizo rodar el jarro en una línea recta larga.

– ¿Ocurre todo a la vez? -preguntó Elena.

– Sí. Todo a la vez.

Entregó a la muchacha la espátula y se quedó con el cepillo y el jarro. Mientras el disco sonaba, siguieron la música juntas. Todo el rato, sobre sus cabezas, en una estantería que no distaba más de un metro y medio, descansaba la moleta que Sarah utilizaría para destruirla.

Ahora, a la pálida luz del atardecer, Sarah se aferró a la manta y procuró dejar de temblar. No había otra alternativa, pensó. No había otra forma de que él se enfrentara a la verdad.

Tendría que vivir con el horror de su acto hasta el fin de sus días. La chica le caía bien.

Ocho meses antes, se había refugiado en la pena de un limbo donde nada podía tocarla. Por eso, cuando oyó el coche en el camino particular, el ladrido de Llama y los pasos que se aproximaban, no sintió nada en absoluto.

– Muy bien, acepto que la moleta pudo servir de arma -dijo Havers, mientras un coche de la policía acompañaba a lady Helen y su hermana a casa de la última-, pero sabemos que Elena fue asesinada alrededor de las seis y media, inspector. Al menos, fue asesinada alrededor de las seis y media si confiamos en lo que Rosalyn Simpson dijo, y yo no sé usted, pero yo sí confío. Y aunque Rosalyn no estaba muy segura de la hora en que llegó a la isla, sabía con total seguridad que regresó a su habitación a las siete y media. Por lo tanto, si cometió un error, fue en otro sentido, adelantando la hora en que vio al asesino, no retrasándola. Si Sarah Gordon, cuya declaración corroboran dos vecinos, no lo olvide, no salió de su casa hasta justo antes de las siete… -se volvió para mirar a Lynley-… ¿cómo pudo estar en dos sitios a la vez, tomando Wheetabix en su casa de Grantchester y en la isla Crusoe?

Lynley sacó el coche del aparcamiento y se internaron en el abundante tráfico que se dirigía hacia el sudeste por Parksfide.

– Usted asume que, cuando los vecinos la vieron salir a las siete, era la primera vez que se marchaba aquella mañana -dijo-. Eso es exactamente lo que quería que pensáramos, exactamente lo que quería que pensaran sus vecinos. Según sus propias declaraciones, aquella mañana se levantó poco después de las cinco, y dijo la verdad por si los mismos vecinos que la vieron salir a las siete habían visto luces más temprano y nos lo habían contado. Por lo tanto, podemos concluir que tuvo mucho tiempo para realizar un desplazamiento anterior a Cambridge.

– ¿Por qué ir por segunda vez? Si quería fingir que había descubierto el cadáver después de que Rosalyn la viera, ¿por qué no fue a la comisaría de policía entonces?

– No podía. No tenía otra elección. Tenía que cambiarse de ropa.

Havers le miró, aturdida.

– Muy bien. Debo confesar que no entiendo nada. ¿Qué tiene que ver la ropa con esto?

– Sangre -contestó St. James.

Lynley asintió con un gesto a su amigo por el espejo retrovisor antes de proseguir.

– No podía ir a la comisaría de policía para denunciar que había descubierto un cadáver si llevaba la chaqueta del chándal manchada con la sangre de la víctima.

– ¿Y por qué fue a la comisaría de policía, a fin de cuentas?

– Debía ubicarse en el lugar del crimen por si Rosalyn Simpson recordaba lo que había visto, cuando se propagara la noticia de la muerte de Elena Weaver, y acudía a la policía. Como usted ha dicho, debía fingir que había descubierto el cadáver. Aunque Rosalyn proporcionara a la policía una descripción precisa de la mujer que había visto por la mañana, y aunque esa descripción condujera a la policía local hasta Sarah Gordon, como así sería en cuanto Anthony Weaver se enterara, ¿cómo demonios iba a pensar nadie que había estado en la isla dos veces? ¿Cómo demonios iba a pensar nadie que había matado a la chica, vuelto a casa para cambiarse de ropa y regresado?

– Muy bien, señor. ¿Por qué demonios lo hizo?

– Para guardarse las espaldas -dijo St. James-, por si Rosalyn acudía a la policía antes de que ella se encargara de Rosalyn.

– Si llevaba una ropa diferente de la que llevaba el asesino cuando Rosalyn lo vio -siguió Lynley-, y si uno o más vecinos verificaban que no había salido de casa hasta las siete, ¿quién sospecharía que era la asesina de una chica que había muerto media hora antes?

– Pero Rosalyn dijo que la mujer tenía el cabello claro, señor. Prácticamente, era lo único que recordaba.

– En efecto. Una bufanda, una gorra, una peluca.

– ¿Para qué tomarse la molestia?

– Para que Elena pensara que había visto a Justine. -Lynley circunvaló la glorieta de Lensfield Road antes de continuar-. Desde el principio hemos tropezado con el factor tiempo, sargento. Por su culpa hemos desperdiciado dos días siguiendo pistas falsas sobre acosos sexuales, embarazos, amores no correspondidos, celos y relaciones ilícitas, cuando tendríamos que haber identificado el único punto común a todos, tanto víctimas como sospechosos. Todos pueden correr.

– Pero todo el mundo puede correr. -Havers dirigió una mirada de disculpa a St. James, quien, a lo sumo, solo podía cojear a una velocidad moderada-. Hablando en términos generales, quiero decir.